No hay ciudadanos sin cuerpo

No hay ciudadanos sin cuerpo

escribe Fernando Santullo

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Nº 2102 - 17 al 23 de Diciembre de 2020

En su libro Sobre la Tiranía: veinte lecciones que aprender del siglo XX, el historiador estadounidense Timothy Snyder dedica dos de esas 20 lecciones a recordarnos la importancia de que los intercambios entre ciudadanos sean reales, físicos, mirándose a los ojos, en contraposición a la asepsia de los contactos virtuales. El libro de Snyder, escrito poco después de la victoria de Trump en 2016, intenta ser una guía que previene a la ciudadanía sobre los gestos autoritarios que se pueden ejercer desde el poder político. Al mismo tiempo, es un libro (muy breve, apenas 125 páginas con letra grande) que funciona como guía a la hora de mirar nuestras prácticas, las de los ciudadanos, en el marco de la creciente violencia (por ahora solo simbólica) que se observa en el debate democrático.

En su lección número 12, Snyder recuerda la importancia de hacer contacto visual y tener conversaciones casuales con nuestros conciudadanos. Es importante, dice el historiador, porque es “una forma de estar en contacto con el entorno, de romper las barreras sociales y entender a quién debes o no creerle. Si entramos en una cultura de la denuncia, querrás saber cuál es el paisaje psicológico de tu vida diaria”. Y concluye: “En los tiempos más peligrosos, aquellos que logran escapar y sobrevivir, generalmente tienen gente en la que pueden confiar”. La confianza real se construye en el mundo real.

Yo me atrevería a darle otro giro a la idea y diría que solo en la charla real entre personas reales es posible ser ciudadano. Y que por eso, por esa necesidad de ponerle el cuerpo a lo que se dice, es que en estos meses de relativo (o total) aislamiento vemos crecer la furia en las redes. Una furia que no solo despersonaliza al otro para poder pegarle a gusto, sino que directamente prescinde del contexto y se queda solo con la lectura que se hace de un tuit. No digo que sea la única explicación, claro, pero es probable que la ausencia de un otro real, con cuerpo, tienda a hacernos ver a quien comenta en las redes como un objeto, una suerte de no persona que puede ser incinerada sin la menor culpa.

El incidente que involucró a Cavani hace un par de semanas es un ejemplo perfecto de lo que ocurre cuando se elimina el contexto y se actúa de oficio, cual policía de los símbolos. En esa ausencia de contexto, lo que Cavani quiso decir, a quién, en qué tono, cuándo, dónde, etc., deja de importar y lo único que importa es el símbolo, la palabra elevada a la categoría de fetiche absoluto. Un símbolo cuyo sentido único y universal es definido por, ¡sorpresa!, una corporación privada multimillonaria que dice estar tremendamente preocupada por el racismo. Así, como tantas otras veces, el poder real, el que tiene los chanchos, el que manda de verdad, queda completamente por fuera de la ecuación y no es ni siquiera rozado por el supuesto espíritu critico que ese mismo poder impulsa. Nada cambia, pero ya pusimos rodilla en tierra, reventamos a Cavani y así parece que algo cambió.

En su lección número 13, Snyder da un paso más y sugiere “practicar políticas corpóreas”. “El poder quiere a tu cuerpo ablandándose en la silla y a tus emociones disipándose en la pantalla”, dice el historiador, quien recuerda que para que un tirano se sienta incomodado los cuestionamientos al poder tienen que producirse en la realidad, no en las redes sociales. Y agrega un elemento que me parece clave: “Solo somos libres cuando somos nosotros quienes decidimos cuando queremos ser vistos y cuando no queremos ser vistos”. Esto es, que la idea de que lo personal es político puede ser también una herramienta útil para los tiranos, en la medida en la que vuelve pública toda la vida privada. Sin vida privada no existe libertad ni ciudadanía. Que se lo pregunten a los personajes retratados en La vida de los otros. No en vano Snyder recupera a Hannah Arendt y recuerda que para ella el carácter totalitario de una sociedad no se define por la existencia de un Estado todopoderoso, sino por el borroneo de la diferencia entre la vida pública y la privada.

Entonces, ¿qué es lo que hace imprescindible que las conversaciones entre ciudadanos sean cara a cara y que las posturas sean defendidas con nombre y apellido? O más aún, que el uso de nombre y apellido no sea una herramienta para linchar a quien los usa, sino una que expresa el compromiso con lo que se piensa y se dice. ¿Por qué venimos aceptando mansamente que todos los matices y contextos se desvanezcan y que nuestra charla pública se venga deteriorando a toda velocidad como si todo fuera parte de un fenómeno imbatible? En los últimos meses, por algunas razones obvias: hemos reducido nuestros contactos personales al mínimo y eso ha ampliado el espacio para la especulación y la rabia hacia el otro. En situaciones con un alto grado de incertidumbre como esta pandemia, no es raro recurrir a explicaciones o “soluciones” que logren disminuir esa desagradable sensación de no tener piso o de que el piso cambie todo el tiempo. Necesitamos alguna clase de piso, no importa si es bueno o malo. No importa si revienta al otro, que ya es solo una frase en Twitter.

Pero nuestra tendencia a hacer pomada a cualquiera que se pasee por las redes y diga algo que no nos gusta es muy anterior a la pandemia. En un texto que muy oportunamente traía a la luz mi amigo Jorge Barreiro, el filósofo Anton Barba-Kay recordaba la relevancia de la charla personal en estos términos que me parecen ricos y precisos: “La presencia supone así un acto de obediencia —corresponder cuesta paciencia y atención—. Sus ritmos no pueden ser simplemente los míos, y para conocer al otro hay que concederle la vista en acto, a través de los días y los años. La conversación más casual se extiende en un tiempo: no es un intercambio de monólogos, sino una comunicación viva, el contenido del cual se va ajustando a las respuestas corporales y verbales de los interlocutores, a sus miradas, reticencias y silencios; es un contacto que no puede existir sino en ese contexto y es por ende una condición básica de todo ejercicio de la razón práctica”.

Y ese es, creo, el principal problema que la comunicación despersonalizada (léase redes sociales) trajo consigo y que no ha cesado de agravarse con la pandemia: estamos perdiendo a toda velocidad cualquier noción de razón práctica. Ya no conversan personas que no están de acuerdo, sino entidades sin cuerpo que operan en la impunidad que ofrece una interfase que acepta el anonimato y hasta lo potencia: cuanto más virulento sea el intercambio, más tráfico. El proveedor del tablero de juego está encantando con ese tráfico y se desentiende de sus efectos en lo social. Después de todo hemos internalizado que, si se trata de un privado, todo está justificado para maximizar su ganancia.

No sé si es especialmente inteligente para el colectivo ese orden de prioridades que subordina la posibilidad de la buena charla democrática entre todos al máximo beneficio de un privado. Pero para poder conversar sobre eso primero debemos poder cuestionar el tablero en que estamos jugando. Sin identidad real, sin cuerpo, no hay ciudadanos.