Ucranianos y rusos conviven en UPM bajo bandera blanca, entre la angustia de Europa y los rumores de una cosmópolis diminuta

escribe Leonel García  
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Poco antes de las 17.30, llegan los buses y vuelve el ruido al barrio Midland de Paso de los Toros, cerca del cuartel. Son 24 complejos hechos con containers blancos y verdes, instalados en forma de H, y la marea humana proveniente de UPM2, donde predominan los mamelucos y los colores azul, naranja, negro y amarillo chillón, está llegando a casa. Bajan brasileños, serbios, rumanos, indios, eslovacos, croatas y ucranianos. Estos últimos llegan a su H, dejan sus mochilas, se prenden un cigarrillo, buscan una cerveza y se sumergen en sus teléfonos. Las espaldas buscan respaldo en las paredes, los oídos esperan las voces queridas y angustiadas y las miradas se clavan en las pantallas de los celulares: hace semanas que las noticias que vienen desde 13.000 kilómetros no son buenas. Nada buenas.

Cuando la invasión de Rusia a Ucrania era inminente el Sindicato Único Nacional de la Construcción y Anexos (Sunca) le manifestó a UPM su “preocupación” por lo que podía pasar con los trabajadores rusos y ucranianos en esa planta a orillas del río Negro. “De alguna manera, los alertamos por si podía pasar algo”, dijo a Búsqueda Javier Díaz, directivo del Sunca. A él, particularmente, le había llegado “el comentario” de que algunos ciudadanos ucranianos trabajando en Uruguay habían sido convocados a la guerra.

Según relató, desde UPM les respondieron que ellos habían dejado en libertad a las empresas subcontratadas para que “actuaran como mejor entendieran” y les dijeron que el relacionamiento entre el personal ruso y ucraniano era “bueno”.

Esa actuación de la que le hablaron al sindicato incluye, en algunos casos, habilitar el retorno a sus países. Ante una consulta de Búsqueda, UPM respondió de forma escrita que tanto ella como sus empresas contratistas abordaron la situación “con empatía y gran responsabilidad”, haciendo foco “en el cuidado y contención de las personas”, sin dar mayores detalles.

“Algunos trabajadores han regresado a su país y se les ha brindado a través de las empresas todo el apoyo emocional y logístico para solucionar sus situaciones personales y familiares”, indicó en la declaración, que no especifica el número ni nacionalidad de los retornados ni si ese regreso incluía ir al frente de batalla, como lo han hecho miles de ucranianos desde distintas partes del mundo.

La compañía subrayó que “la convivencia dentro del sitio de obra y alojamientos temporales se viene desarrollando con armonía” y que “acompañará el proceso” con énfasis en las personas “generando los espacios de diálogo, contención y apoyo que sean necesarios para garantizar un entorno de trabajo seguro”.

Al inmenso complejo, a pocos kilómetros de Pueblo Centenario, en rigor en suelo duraznense, llegan diariamente unos 300 camiones, 1.200 vehículos livianos y 115 ómnibus diarios repletos de obreros afincados en las localidades vecinas. Por la etapa de construcción, se está en el pico de contrataciones: hay unos 7.000 trabajadores de decenas de nacionalidades distintas en los centenares de empresas ahí apostadas.

Entre ellas, según indicaron a Búsqueda fuentes vinculadas a la obra, hay unos 120 ucranianos y 80 rusos. Desde UPM y desde el Sunca aseguran que esa convivencia no derivó hasta ahora en ningún tipo de problema ni en la planta ni en los alojamientos. En la misma línea, el alcalde de Paso de los Toros, Luis Irigoin, afirma que tampoco en la ciudad se registraron “situaciones extrañas”, “peleas” o “temitas”.

“Trabajo es trabajo, no problema”, confirma en un trabajoso spanski el ucraniano Aleksander (49), en las afueras de su H, donde una bandera de su país cuelga al lado de la ropa de trabajo que se seca al sol. Tiene un tatuaje en el hombro derecho, el torso desnudo, barba con forma de candado corta, pantalón de fajina, chancletas y un hijo de 25 años a una distancia que no sabe explicar del frente de batalla. “Llamo allá todo el día. No es nada bueno, nada, nada. Grande problema”.

La cosmópolis más pequeña y Babilonia

Con una población que Irigoin estima actualmente entre 18.000 y 19.000 personas, en contraste con las 13.000 que contó en el censo de 2011, Paso de los Toros quizá sea la ciudad cosmopolita más pequeña del mundo. Pero no por eso deja de tener las características de toda localidad media, donde las noticias más o menos certeras, más menos que más, comienzan a rodar rápido por las calles. Allí abunda el “según me dijeron”: que según se dijo, en la planta el ambiente está espeso entre rusos y ucranianos; que se dice que los separaron por turnos, incluyendo hasta la hora de comer; que la posta es que los separaron de barrio. Hay quienes dicen que los rusos se fueron y un agente policial en la céntrica Seccional 3ª dice que los que se fueron son los ucranianos a pelear en la guerra, según le dijeron, claro. Y están también los que dicen que “no ha pasado nada; acá nunca pasa nada”.

“Nah…, se pensó que en algún momento podía pasar algo, pero lo cierto es que los rusos y los ucranianos se han mantenido al margen de la guerra”, cuenta la dueña de un almacén sin nombre y casi sin mercadería cerca del barrio Charrúa, otro complejo de contenedores pensado para trabajadores de UPM2.

Si Paso de los Toros es una pequeña cosmópolis, el barrio Midland es una Babilonia hecha con containers blancos y verdes. Cada H tiene 24 habitaciones y cuatro cocinas. Hay espacios comunes, como un gimnasio al aire libre y unos parrilleros techados, que tienen más cajas de cigarrillos y latas de cerveza vacías que brasas apagadas. Es mucho más frecuente la socialización entre paisanos que entre distintos colectivos. Las barreras idiomáticas y culturales existen. En la calma chicha de un mediodía de un martes caluroso, un rumano llamado Sergio que cuelga su mameluco al sol y tres eslovacos que fuman despreocupadamente coinciden —por separado— en lo mismo: no hay problemas, solo es trabajo, todos son buena gente.

Las mujeres de la empresa del servicio de limpieza son quienes más conviven con la realidad cotidiana de esta Babilonia, compuesta casi totalmente por hombres. Ellas también aseguran que no hubo réplica criolla de los tambores de guerra europeos. “No hubo ningún problema; además, todo esto está muy monitoreado desde UPM”, dice una de las trabajadoras, que pide no ser identificada. Agrega que los rusos, que son menos y quizá por ello “más abiertos a relacionarse con otros”, se han expresado muy poco sobre lo que ocurre en tierras tan cercanas y lejanas. “A los ucranianos, en cambio, los ves más afectados, se les nota en la cara, uno de ellos decía —se hacía entender— que tenía allá a una hija, a un nieto…”, cuenta.

Esta es una guerra “inventada”, define a Búsqueda Diego Guadalupe, cónsul honorario de Ucrania en Montevideo. Su responsable, como lo ha definido Ucrania (y la Unión Europea y casi todo el mundo occidental), es el presidente ruso, Vladimir Putin, cuando las colectividades eslavas —como la rusa y la ucraniana— suelen vivir “en total armonía”.

“Es común que haya matrimonios entre rusos y ucranianos, que tengan madres o abuelas rusas, un hermano que estudia en Rusia… Todos los ucranianos estamos en shock y sentimos mucho dolor por esta agresión no provocada”, agrega.

La mayor cantidad de ucranianos en el país está, justamente, en Paso de los Toros y en UPM. En todo el año pasado se tramitaron 187 permisos de residencia para Uruguay; en enero y febrero se solicitaron otras 20 por mes. Guadalupe dice que no tiene ninguna información de que alguno de los suyos haya vuelto a su país debido a la guerra, algo sí confirmado por la empresa, ni que hayan sufrido algún tipo de dificultades extra en estos días. Sí dijo haber recibido “dos planteos” por parte de dos trabajadores para traer a sus familias a Uruguay.

Desde la Embajada de la Federación de Rusia, señalaron —vía email— que no han recibido “ninguna solicitud o información sobre problemas o inquietudes” de ciudadanos de su país residentes en Uruguay respecto “a la situación en Ucrania”, incluyendo a “los que trabajan en el UPM”.

Good, not good

Paso de los Toros está lejos y cerca de los tanques y aviones de guerra, de las bombas, de los refugios en sótanos sin energía, alimentos ni agua, con temperaturas de entre ocho y seis grados bajo cero. Esa angustia está presente en los ojos de Igor, vecino de Aleksander. No habla más que su idioma y desiste de dialogar con un extraño al constatar que el spanski del traductor de su celular no colabora demasiado. Está también en los de un muchacho calvo que sentado en el piso, todavía vestido con un mameluco azul, digiere la información que le viene desde su país y deja claro que no quiere que lo molesten. Y está en los de Yuri, que tiene un buen inglés y disposición para hablar.

“Es muy difícil. A veces lloro. Rusia tira bombas y la OTAN no quiere cerrar el cielo, dice que sería peor”, cuenta este hombre de 40 años, flaco, bajo y fumador, ya vestido de civil. Al lado suyo, Sergei —robusto y calmo— dice estar más tranquilo porque recibió buenas noticias: su esposa y su hijo de diez años lograron cruzar la frontera y ya están en Polonia. “No bomb, no attention, no bunker, it’s good”, dice. La mujer de Yuri tuvo la misma suerte, pero sus padres y su hijo de un matrimonio anterior todavía están en Ucrania.

—¿Sabe cómo está el chico?

—No lo sé, hace días no lo sé, las comunicaciones son malas —dice y toma aire.

Está convencido de que el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, es un buen hombre y de que, como sostiene el cónsul, los rusos no son el problema. Ni los de allá —con la excepción de Putin y la cúpula política y militar— ni los de acá. “No hay problema con los rusos. Acá venimos a trabajar. Lo hacemos por nuestras familias”, dice Yuri, que como testimonio de la buena convivencia invita a la conversación a su vecino ruso, habitante del container de al lado.

Roman tiene 25 años, remera verde, bermuda gris, lata de cerveza en mano, español inexistente e inglés menos que básico. “Not good” es su único análisis sobre lo que pasa en Europa. Es de Khaliningrado, un oblast que limita con Lituania, Polonia y el mar Báltico, que está separado del resto de Rusia, legado del fin de la Segunda Guerra Mundial. Lejos de su familia, está cómodo con sus vecinos. “Acá venimos para trabajar”, insiste Yuri, asiente Sergei, asiente Roman y los otros dos eslavos que están ahí, aprovechando que la temperatura afloja en Paso de los Toros. Muy lejos de Kiev y Moscú, muy cerca de la esquina de Francisco Dorrego y Eufracio Bálsamo, la tarde se presta para compartir una cerveza.

Contratapa
2022-03-16T23:57:00