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    ¿No tenés miedo?

    Recuerdo ese domingo. Había ido a la Feria de Tristán Narvaja: los puestos levantaban temprano “por el clásico”. En Mercedes, un ómnibus se detuvo lleno de hinchas camino al estadio. El vehículo, viejo ya de por sí, parecía que iba a colapsar: adentro había una masa desaforada que golpeaba paredes y techo al sonar de un rugido. Cantos de hinchada, incomprensibles para mí.

    De tardecita fui a la casa de unas amigas, que viven cerca de Rivera y Soca. Compré una torta en un súper y me introduje en las calles aledañas desiertas.

    Ese crepúsculo me pareció extraño: los domingos, cuando mueren, siempre tienen un aire inquietante. El clásico, con el estadio cercano, parecía haber vaciado las calles.

    Estuve hasta las nueve en casa de mis amigas. Cuando me levanté para irme, mis amigas exclamaron, alarmadas: “¿No te pedís un taxi? ¡Te lo pagamos!”. Les dije que me tomaba un ómnibus en Rivera y Soca, que conocía ese barrio de memoria porque pasé mi niñez en él.

    Al salir, me topé con unos muchachos que tomaban vino de caja, del “pico”. Estoy tan acostumbrada a ver escenas de esta índole por el Centro, por la Plaza Independencia, que no se me movió un pelo.

    Tomé mi bus, me bajé en una calle solitaria con hojas crujientes en el suelo, sorteé cuidacoches al acecho de una moneda y llegué a mi casa.

    Con el correr de los días, me di cuenta de que ese domingo estuve muy cerca de Pastoriza y Capitán Videla, a pocas cuadras del lugar donde desapareció la Dra. Salomoni.

    “¿No tenés miedo?”, preguntaron mis amigas antes de irme. Nunca sé qué contestar ante estas preguntas. “¿No tenés miedo de vivir en la Ciudad Vieja? ¿No te da miedo esperar un ómnibus? ¿No tenés miedo de irte caminando sola?”.

    La Dra. Salomoni no iba caminando, no esperaba un ómnibus, no vivía en un barrio rojo. Llegó a estar en la puerta de su casa, muy cerca de su marido. Y se la tragó el misterio. Las embarazadas que se atendían con ella han debido cambiar de médico. Los bebitos que iba a palpar y a escuchar a través de las panzas en días sucesivos debieron esperar otro ginecólogo.

    Lo que la interceptó y le impidió entrar a su casa, lo que hizo que su auto apareciera incendiado, debió darle mucho miedo.

    Una vez me hice un esguince. Con la pierna negra como una morcilla esperaba que me hicieran la placa: vi llegar a una mujer muy lastimada. A las seis de la mañana salió a trabajar, la tiraron al piso, la patearon y se le llevaron la cartera.

    Era una obrera. ¿Cuánto dinero llevaría en su monedero?

    Es curioso que en toda la movida por la inseguridad ciudadana (baja de edad de imputabilidad, etc.) sus portavoces no enfatizaran en algo que salta a los ojos: las mujeres son las primeras presas de los depredadores.

    No se trata de que ellas lleven cartera y ellos no.

    Se trata del odio. Cuánto odio hay en el agresor que pega, arrastra, patea, arranca la mochila y se burla de la mujer que ataca por la calle.

    Pero tenemos que salir, a estudiar y a trabajar, a ver amigas o familia, aunque tengamos miedo.