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    Dilema peliagudo pero ineludible

    Sr. Director:

    Esto de si debe hacerse obligatoria la vacunación contra el Covid y de si, caso contrario, existe un derecho a exigirla en determinadas circunstancias son dos planos distinguibles.

    Analizado con perspectiva histórica, cabe preguntarse por qué esta vacuna no se ha hecho obligatoria, siendo que muchas otras sí lo fueron y aún con menos fundamentos de potencial letalidad. Conste que esta “anomalía” se ha dado en todo el mundo.

    Creo que en los comienzos había elementos que deben haber influido sobre los gobiernos para abstenerse de invadir el espacio de la libertad individual: relativa ignorancia sobre la efectividad de las vacunas; eventualidad de efectos secundarios desconocidos (los gobiernos, obligados a firmar debajo de la letra chica exigida por los laboratorios, mal podían transformar eso en una obligación legal sobre la población) y la incerteza de poder contar con vacunas suficientes. Todo eso justificaba no hacer obligatoria la vacunación.

    Pero la cosa ya no es así, al menos en muchos países, el nuestro entre ellos, por lo que se justifica darle otra mirada al tema.

    Si hay otras vacunas que se han exigido y se exigen, ¿por qué no hacer lo mismo con esta?

    Desde otro ángulo: si nadie discute las exigencias de vacunación que ponen los países (el nuestro entre ellos) para permitir el ingreso de personas, ¿por qué estaría mal que el mismo gobierno aplique el mismo criterio hacia dentro, exigiendo a sus nacionales que se vacunen?

    En el caso del Uruguay, tenemos que ir a la Constitución para buscar posibles pautas de respuesta a este dilema.

    Veamos: art. 7, “Los habitantes de la República tienen derecho a ser protegidos en el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad”.

    Art. 44: “El Estado legislará en todas las cuestiones relacionadas con la salud e higiene públicos”.

    Art. 54: “La Ley ha de reconocer a quien se hallare en una relación de trabajo o servicio… la higiene física y moral”.

    Estamos frente a una enfermedad altamente contagiosa y con visos de letalidad, contra la cual la vacunación ha probado su eficacia. Parece motivación suficiente para fundar la limitación al derecho de libertad, imponiendo la obligación de vacunar, con las adaptaciones que la realidad exija. No solo tienen los habitantes el derecho de ser protegidos del contagio, sino que el Estado tiene la obligación de legislar en favor de la salud de aquellos.

    Pasemos al otro punto: si se impusiera legalmente la obligación, o mientras ello no ocurra, ¿qué puede hacer una persona para protegerse del riesgo al contagio?

    En la pasada de Búsqueda, el Dr. Martín Risso distingue lúcidamente dos hipótesis de limitación legítima de un derecho —en este caso sería el de la libertad de la persona para no vacunarse—: 1. la ley, que ya analizamos, y 2. a falta de ley, lo que él llama “la necesaria interrelación con otros derechos, (…) con el ejercicio de otros derechos humanos —continúa el Dr. Risso— sí pueden limitarse derechos de otros”.

    Dicho en otros términos, puede ser perfectamente legítimo exigir, en determinadas situaciones, la condición de vacunado a otras personas.

    La discusión como ocurre tan a menudo está arrancando mal planteada, enredada en un típico casuismo ideologizado, al que contribuye un pésimo invento ocurrido en el campo de lo jurídico hace ya muchas décadas: el de la denominada especificidad de algunas ramas del derecho. Virus también expansivo, pero que se manifiesta con especial virulencia en el campo de los derechos tributarios y laboral.

    De este último ya están saliendo interpretaciones, de clásico cuño buenístico: postula que no es lícito despedir a una persona por el hecho de que se niegue a vacunarse. Desde donde, ni corto ni perezosos, se ha avanzado para dictaminar que, por los mismos principios, es igualmente ilegítimo negarse a contratar a una persona por el hecho de no estar vacunada.

    Antes de desenredar la galleta intelectual que está atrás de estas afirmaciones, prestemos atención al terreno hacia donde nos lleva. Por este camino un padre no podrá objetar que su hijo esté conviviendo en la escuela o liceo con personas no vacunadas (aun si, por ejemplo, el hijo sufriera de afecciones respiratorias), ni podría un paciente, antes de que lo pongan a dormir sobre la camilla, indagar si toda la comparsa disfrazada que lo rodea en el quirófano está vacunada, para poner solo algunos ejemplos.

    Claramente absurdo.

    El derecho al trabajo, en este caso visto como encarnación del derecho de libertad, no tiene preminencia consagrada sobre el derecho a la salud de los demás, como tampoco sobre la libertad de contratar.

    Tan lógico es el ejercicio de responsabilidad por la salud de la población, practicado por un gobierno en el ingreso de personas al país, como absurdo que el mismo gobierno sancione a quienes ejercitan una variante del mismo ejercicio.

    Tampoco resulta muy racional que una persona deba acatar la obligación de rechazar clientes o feligreses y no tenga el derecho de ejercer la misma precaución, limitando o rechazando el ingreso de personas que no se vacunaron.

    En suma, aún sin ley, prevalecerán otros derechos por encima de la libertad individual para no vacunarse. Mejor sería —evitaría muchos problemas— que se legislara. Pero, mientras no ocurra, el derecho es uno solo y todo él está sometido a la Constitución. No hay peculiaridades jurídicas que avalen riesgos de contagio y aun de muerte basados en variantes presuntamente superiores de la libertad o de la intimidad.

    Y, volviendo por un minuto a la hipótesis de legislar, lo más sensato —vista la polémica ya planteada— sería hacerlo por la negativa: consagrando el derecho de las personas a protegerse, cortando o evitando vínculos que representen riesgos para su salud. Sin entrar en el problema de sanciones por no vacunarse.

    Ignacio De Posadas