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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá“…nosotros iniciamos el camino de la lucha armada cuando no se pudo hacer otra cosa, un camino muy triste, muy doloroso, que sembró de muertos todo el territorio nacional. Tengo las pretensiones personales de decir que conozco América, y que cada uno de sus países, en alguna forma, los he visitado, y puedo asegurarles que en nuestra América, en las condiciones actuales, no se da un país donde, como en el Uruguay, se permitan las manifestaciones de las ideas. Se tendrá una manera de pensar u otra, y es lógico; y yo sé que los miembros del gobierno del Uruguay no están de acuerdo con nuestras ideas. Sin embargo, nos permiten la expresión de estas ideas aquí, en la Universidad y en el territorio del país que está bajo el gobierno uruguayo. De tal forma que eso es algo que no se logra, ni mucho menos, en los países de América. Ustedes tienen algo que hay que cuidar, que es precisamente la posibilidad de expresar sus ideas; la posibilidad de avanzar por cauces democráticos hasta donde se pueda ir…cuando se empieza el primer disparo, nunca se sabe cuándo será el último…”.
Así describía el “Che” Guevara la realidad institucional del Uruguay durante su visita a principios de los sesenta y formulaba esa clara advertencia en el poco recordado discurso pronunciado en el Paraninfo de la Universidad.
Lamentablemente, aquel consejo no fue escuchado por todos. Y mientras el mismísimo “Che” hablaba de las bondades de nuestra democracia, un grupo de ciudadanos renegaba de ella y se disponía a generar las condiciones para desatar la lucha armada e imponer una dictadura de tipo marxista leninista.
El método rupturista de la guerrilla no era otro que socavar las bases de la organización democrática, desacreditando lo que llamaban “constitución burguesa” y calificando de meramente “formales” los derechos individuales en ella consagrados. Claro está que renegar del sistema político imperante suponía hacerlo también de los partidos políticos y de “los políticos” a quienes se les mostraba sistemáticamente como corruptos, demagogos o representantes de la oligarquía.
Lo absurdo de todo esto es que —quiérase o no— este movimiento guerrillero le hizo el trabajo a quienes luego, en febrero y junio de 1973, desconocieron las instituciones tomando como pretexto a los propios tupamaros (aun cuando ya habían sido derrotados en 1972) y al desprestigio de la “clase política” sobre el que estos habían machacado durante más de una década.
Fue a partir de 1962 que el descontento de una parte de la izquierda con los resultados electorales que le eran adversos desde siempre, sumado a una compleja situación política, económica y social en lo nacional, y a la indiscutible influencia de la guerra fría en lo internacional, encendió en un puñado de compatriotas la idea de promover la lucha armada para tomar el poder e imponer su pensamiento por la fuerza. Bajo la consigna “cuanto peor, mejor” las cosas fueron muy mal para nuestra sociedad. Fue así que se cimentaron las bases de una de las etapas más cruentas de la historia nacional que debe recordarse también en estos días en los que se cumple un nuevo aniversario del golpe de estado de 1973.
A tantas décadas de aquellos acontecimientos, y luego de la trabajosa pacificación que se dio la sociedad a partir de 1985 (y que posibilitó incluso que un ex guerrillero llegara a la Presidencia de la República por el voto popular bajo la reestablecida Constitución de la que había renegado, junto a otros ex guerrilleros que hoy tienen a su cargo los ministerios de Defensa Nacional e Interior), cabe preguntarnos: ¿qué consecuencia tuvo aquella violencia que despreció la majestad del voto popular? ¿A qué intereses terminó favoreciendo la decisión de tomar las armas contra la democracia? ¿A qué y a quiénes fue “funcional” la idea revolucionaria promovida aún antes de la reforma de la Constitución de 1966, cuando en el país gobernaba aquel débil Colegiado producto de la Constitución de 1952?
La respuesta es importante para advertir a las generaciones futuras que para lo único que sirvió aquella violencia fue para alentar el creciente protagonismo militar que se tradujo luego en el desacato de febrero de 1973 (aquel “febrero amargo” del que la izquierda prefiere ni hablar por la actitud que adoptaron algunos de sus sectores en favor de los mandos militares) y, finalmente, para oficiar de justificación de la disolución de las Cámaras aquel 27 de junio de 1973 que nos hundió en la oscura noche de la dictadura.
Para todo eso sirvió la violencia guerrillera. O mejor dicho, únicamente para eso. Claro está que siempre habrá quien explique aquella aventura sosteniendo que en esos años existían sectores sociales por debajo de la línea de pobreza que es una forma de violencia y otros argumentos que por graves que pudieran ser, francamente no justificaban una revolución armada promovida desde los primeros años de la década del sesenta y que atentara contra la Constitución de 1966 que —bueno es recordarlo— es la misma que nos rige hoy, y bajo cuya vigencia el MLN-Tupamaros cometió la mayor cantidad de sus atentados, secuestros y homicidios.
Es que la guerrilla fue —entre otros— uno de los principales argumentos para aprobar la excepcionalidad dentro de lo institucional primero (medidas prontas de seguridad de 1968, estado de guerra interno de 1971) y para justificar la dictadura militar después. Es que hasta la intentona del plebiscito del ‘80 por el que los militares pretendieron perpetuarse en el poder tuvo como alegato central en su favor aquella guerrilla a la que había estado sometida la sociedad uruguaya en los años sesenta y principios de los setenta.
Esta es la realidad por más que les pese a muchos de aquellos viejos tupamaros que meten en el mazo todos los almanaques de aquellos tristes años, construyendo “su” relato, entreverando las fechas para que no quede tan evidente que —derrotados definitivamente en 1972— nunca tiraron un tiro contra la dictadura (con la que incluso negociaron, a estar a los testimonios de varios de sus protagonistas).
Claro que para que prosperase el “relato tupamaro” luego de la apertura democrática debían contar —y vaya si contaron— con el beneplácito más o menos explícito del propio Frente Amplio que lo toleró y admitió sin reparos entre sus filas y en el que hoy insiste el decreto del Poder Ejecutivo que crea la Comisión para la Verdad y la Justicia tomando fechas que también alimentan el “mito tupamaro”.
Es que este relato proclive a la “épica guerrillera” parece aceptar en forma más o menos implícita que la lucha tupamara fue “defensiva” o, antes bien, que se había impuesto contra “la violencia de arriba” o ante la inminencia de un golpe de estado o incluso hay quienes hasta afirman que se armaron para luchar contra la dictadura. Y esta tolerancia en la falsedad del relato, admitido ya sea por acción o por omisión, es —entre otros factores seguramente, pero formando parte de ellos— lo que le abrió el camino al MPP (y más ampliamente, al Espacio 609) para erigirse en la principal fuerza política de la coalición de gobierno; es lo que por ejemplo le da cierta impunidad a Eleuterio Fernández Huidobro para descalificar a los familiares de los desaparecidos tratándolos de “enfermitos”; es lo que le hace sentir cierta “superioridad moral” al ex presidente Mujica para dictar dos días antes de expirar su mandato el decreto que dispone fusionar “las armas de los militares con las armas de los tupamaros” para lograr “su” reconciliación, como si el Uruguay se compusiera únicamente de militares y tupamaros.
Ocurre que luego de la dictadura, cuando los ex guerrilleros lograron ingresar al Frente Amplio, obtuvieron poco a poco una suerte de “prestigio mitológico” que terminó posicionando a sus viejos dirigentes “más allá del bien y del mal”. Es como si el hecho de haber tomado las armas y haber padecido la cárcel y la tortura, les hubiese otorgado dentro de esa coalición política esta aparente inmunidad que transformó en “políticamente incorrecto” el solo hecho de recordar siquiera la actitud de estos ciudadanos cuando se alzaron en armas bajo el régimen constitucional.
Lo curioso y llamativo a la vez, es que muchos compatriotas —de todos los partidos pero en su mayoría también frenteamplistas— que nunca empuñaron un arma, ni antes ni durante la dictadura, y que también padecieron la destitución de sus cargos públicos, el exilio, la cárcel y la tortura, no obtuvieron esa inmunidad política que sí lograron los que integraron la guerrilla que terminaron siendo considerados —para el relato— “luchadores sociales” dispuestos “a dar la vida por sus ideales” soslayando que, en realidad, estuvieron dispuestos a quitar la vida de otros, para imponerlos.
Por eso, ante un nuevo aniversario del 27 de junio de 1973, es importante repasar también estos hechos, no para reavivar heridas sino para que los más jóvenes no se queden con esa versión interesada o al menos que la analicen con el mayor detenimiento y busquen la verdad, toda la verdad y no una parte de ella. Porque estos hechos también forman parte de la historia reciente y recrearlos contribuye a evitar repetir los mismos errores; es también una manera de cuidar las instituciones democráticas.
Por eso al principio de estas reflexiones sobre este nuevo aniversario nos permitimos citar a Ernesto Guevara. Porque muchas han de ser sin duda las responsabilidades compartidas de todos los actores de la época y muchos han de ser los debates en torno a las causas de los hechos de febrero y de junio de 1973, pero ello no nos debería impedir reconocer cuánto dolor seguramente se hubiera ahorrado nuestra sociedad si —tal como lo aconsejaba el “Che”— aquel grupo de compatriotas no hubiese efectuado “el primer disparo”.
Fernando Scrigna