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    El perdón

    Sr. Director:

    En el mes de enero de este año leí, como hago todos los viernes, la edición de “Brecha” del día nueve, que traía una entrevista al Sr. Peter Winn.

    Lectura que me llevó a escribir una carta que pensé en enviar a “Brecha”. La redacté. Pero no la mandé. Decidí no divulgarla.

    Luego de haber leído la atinada y conmovedora nota del día 21 de mayo pasado de Claudio Paolillo (“Todos tienen un poco de razón”), me decidí a solicitar su publicación a Búsqueda y a “Brecha”. A este último semanario, por haber publicado la entrevista a Peter Winn (causa de mi redacción) y a Búsqueda por obvias razones.

    Seguramente sintonizo, en buena parte, con los certeros razonamientos de Paolillo. Con una pequeña —o no tan pequeña— discrepancia. Estoy convencido de que yo tengo de mi parte toda —absolutamente toda y no solamente un poco— la razón. Por más que comprendo que puede haber discrepancias muy legítimas. Y que todo ser humano —también yo— puede equivocarse.

    Enrique Sayagués Areco

    CI 910.722-5

    “No se puede perdonar a quien no pide perdón, ni reconocer a quien no reconoce lo que hizo”.

    Eso es lo que afirma el Sr. Peter Winn, en un reportaje publicado en “Brecha” el día 9 de enero pasado.

    Me permito discrepar con tan tajante afirmación. Sabiendo bien que, en estos asuntos los seres humanos carecemos de un “verdaderómetro” que nos pueda proporcionar adecuada certidumbre. Y que, por tal carencia, como lo enseñaron tan bien los grandes maestros (Locke, Montesquieu, Voltaire), hay que dar mucho campo a la tolerancia.

    Pero creo que Peter Winn se equivoca de medio a medio.

    Poco conozco acerca de la vida y circunstancias de Peter Winn. Pero sí conozco de las mías. Sobre algunos hechos que nunca quise evocar ni manifestar hacia terceros.

    Hoy, cuando ya cuento hacia adelante menos que lo que cuento hacia atrás, me sorprendo de haber perdido esa timidez.

    Cuando yo no tenía muchos años, un pobre hombre mató a mi padre mediante cinco balazos por la espalda.

    Aún recuerdo, como si hubiera sido ayer, el instante en que atendí el teléfono (no había celulares en aquella época) y escuché la voz de mi madre, pidiéndome que fuera de inmediato al Hospital Maciel. Porque, dijo, mi padre había tenido un accidente.

    Recuerdo igualmente el angustioso viaje, por la rambla y en taxi, desde Pocitos hasta la Ciudad Vieja. Mirando hacia todos lados para ver las huellas del accidente de automóvil supuestamente acaecido (mi padre iba siempre, desde nuestra casa en Pocitos hasta su estudio en la Ciudad Vieja, en auto y por la rambla).

    Nada había.

    Cuando llegué al Hospital Maciel, mi madre me esperaba en la puerta: “A tu padre le han dado cinco balazos por la espalda. Y es poco probable que salve su vida”.

    Yo no tenía muchos años. Pero ya era un irredimible tanguero. Y recuerdo bien que lo primero que pasó por mi mente fueron los versos del tango de Antonio Miguel Podestá:

    “Yo quiero morir conmigo,

    Sin confesor y sin Dios.

    Crucificao a mis penas,

    Como abrazao a un rencor”.

    Y en ese mismo instante, me juré a mí mismo que jamás permitiría que eso me sucediera. Sabiendo que la única manera era perdonar, de inmediato y desde el fondo de mi ser, al asesino de mi padre.

    Y así lo hice. Estoy bien seguro de haberlo hecho. Nunca quise saber cuánto tiempo de cárcel le dieron. Me rehusé a cobrar la indemnización civil. Y, sobre todo, me rehusé a odiarlo. Solamente pude tener compasión hacia él.

    Éramos concurrentes asiduos a mi segunda casa materna: la Iglesia de San Juan Bautista de los Pocitos. Donde muchas amigas de mi madre se reunían para rezar, inútilmente, por la salud de mi padre. Y, ante la inevitabilidad de su muerte, por la salvación de su alma.

    Mucho se sorprendieron cuando les pedí que suspendieran sus oraciones por mi padre. “Él, —les dije— no las precisa. Siempre fue un hombre justo. Recen por su asesino. Que mucho necesita sus oraciones”.

    Y así lo hicieron.

    Señor Peter Winn: puedo asegurarle que, para perdonar al asesino de mi padre, ni necesité que él pidiera perdón ni que reconociera su error o su maldad.

    Supe que debía pedir a Dios Nuestro Señor que le perdonara, como yo ya lo había hecho, y que no podía permitirme vivir como el malevo del tango: “Sin confesor y sin Dios. Crucificao a mis penas. Como abrazao a un rencor”.

    Pude hacerlo. Lo hice. Y ahora, medio siglo después, me alegro de haberlo hecho. Tengo la íntima y profunda convicción de no haber errado.

    Señor Peter Winn: se equivoca Ud. de punta a punta. Seguramente, porque nunca pasó por circunstancias como esas. Para perdonar no se necesita que quien nos ha dañado pida perdón o reconozca el mal que ha causado. Se necesitan otras cosas. Que no se las detallo. Pero que, si Ud. sabe leer, ya las ha comprendido.

    Y como yo he leído muy buenas cosas escritas por Peter Winn, sé bien que es Ud. un hombre muy inteligente. Y que comprenderá bien —si es que logra dejar de lado sus prejuicios ideológicos y políticos— que esas cosas que se necesitan para perdonar no provienen de la persona que recibe el perdón. Sino que están en la persona que sabe y logra perdonar.

    Por eso le envío estas líneas, por intermedio de “Brecha”, con afecto y un gran abrazo.

    Enrique Sayagués Areco

    CI 910.722-5