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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLos días de aquel diciembre de 1853, fueron entre la vida y la muerte.
La agonía era la dueña.
Enero de 1854 y viniendo hacia el sur, con una ansiedad que tiene los límites de la desesperación, apurando lo que no se podía apurar, la “comitiva” a cargo del Coronel Brígido Silveira, arriba con el atardecer a las cercanías del Villorrio de Melo.
Pues es el propio Brígido Silveira, quién a pedido del General, se adelanta a pedirle al dueño del rancho sobre le Arroyo Conventos, alojamiento.
El establecimiento, de adobe y totora, un pequeño galpón quinchado a la izquierda, una cocina de media agua sobre lado izquierdo, un dormitorio de techo doble agua, también de quincha con alambre cocido grueso, piso de ladrillo, puerta de madera y bulones.
Como mejor se pudo, “acomodaron” al General en la cama ancha de madera. Un gran coraje aparece, sorprende a todos, eran las dos de la tarde del doce de enero, y la voz del General, llamando a un Oficial.
El Oficial, enviado por el Coronel Silveira, ejerce de “escribiente”.
El General, expresa, “Oficial, ese baúl, si muero, se encargará usted de entregarlo al Gobierno. En él, se encierran todos los últimos actos de mi vida pública y en ellos encontraran mis enemigos documentos que prueban que jamás he dejado de servir a mi Patria”.
Inmediatamente, un letargo.
Se aproximaba el atardecer, un atardecer muy caluroso, en el que surgía pavor en el duro bronce de los presentes. El misterio de la muerte rondaba. Era y fue la noche del espanto, el humo oscuro del fogón, señalaba una sombra amarga, el chistido de lechuza rompía el manto de silencio que cubría el espacio.
Rodeando “la de madera”, como quién espera la fatalidad o el milagro, ahí estaban pendientes, el Comandante Illescas, el Mayor Gadea, el Capitán Borges, Sargento Onetti, el escribiente Vega.
Simultáneamente, el Coronel Brígido Silveira, acompañado por dos soldados, se había trasladado al pueblo, a buscar, por todos los rincones médicos y voluntarios de la salud.
Cerrando la noche, han llegado al campamento, los doctores Juan Fernández, Luis Navarrete y Francisco Mestre.
La situación es irremediable. Los médicos se turnaban. Uno de cada uno de ellos, debía estar al lado del General. Como a las cinco y algo de la mañana del 13 de enero, asomando el sol, el General, balbuceó, como si hubiera salido de un gran sueño. Suspiró.
En la habitación, un tirante cruzaba de pared a pared y de ahí colgaba un cuero curtido, se complementaba con tres sillas de madera rusticas, de las que una de ellas se asentaba un sable y sobre las otras dos los médicos Navarrete y Mestre; un pequeño cajón controla un candelabro de bronce opaco, sucio y chorreado, un jarro de lata, un par de frascos de medicina, una botella con agua tapada con un corcho gastado, en la pared un enorme clavo oxidado en el que colgaba el látigo corto que fuera la “espada” en los combates de Campo, el baúl con documentos y pertenencias del General y contra las paredes, en ángulo recto estaba ella: la cama.
A las seis y diez de la mañana, murió. Sin estremecimiento de agonía. Casi como si estuviera durmiendo. El General entró sereno a la eternidad.
El Coronel Brígido Silveira, salió de la “pieza” y dio la orden, con una voz trémula, casi, no podía hablar, pero como pudo dijo: “tiren un cañonazo cada quince minutos con el obús del General”.
Los médicos, daban la certificación. Algunos soldados, lagrimeaban, en cuclillas armaban “tabaco negro”, otros clavaban “los cuchillos”… En fin, nadie sabía qué hacer… y así… en pleno verano, simplemente así, aquel 13 de enero de 1854, en la cama de Bartolo, durmió, el General Fructuoso Rivera.
Gustavo Risso Singlan