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    Reminiscencias portuarias

    Sr. Director:

    Me las trajeron, por un lado el bochinche en torno al contrato con Katoen Natie y luego el fallecimiento de don Emilio Cazalá. De hecho, uno de los primeros contactos con el tema portuario, cuando el entonces presidente Lacalle Herrera me lo encargó fue una entrevista con don Emilio. “¿Usted tiene inclinaciones suicidas?”, me largó, de pique, con sonrisa socarrona. Ahí nomás aprendí que el micromundo portuario despierta pasiones, como le ocurrió a Cazalá, al tiempo de ser un hormiguero de intereses, cruzados y trenzados, fuente inagotable de versiones antagónicas (muchas veces tergiversadas), a cargo de una cantidad de actores que se codean (o entrechocan) en el puerto. Ahí intervienen: el MTOP (poco, pero no superficialmente); la ANP; la Prefectura Naval; el MEF; a través de Aduanas y la DGI; el MGAP; el BROU; el sindicato portuario; la bolsa de estiba (en aquel tiempo); despachantes; corredores de cambio (ya no); agentes marítimos y ya no recuerdo quién más. Menudo camoatí.

    La idea de sacudirlo vino de Lacalle. Lo había planteado en la campaña electoral y cuando, ya cerca de la elección, pintaba que ganaba, con su típica inquietud, comenzó a repartir trabajo a troche y moche.

    A mí me zampó lo que después fueron la ley de empresas públicas y la de puertos. De lo primero sabía algo. De puertos, ni jota.

    Típico de Lacalle (padre), quería que le armáramos una “ley madre”, que no iría con trámite de urgente consideración, pero sí que abarcara un buen número de temas, todos ellos importantes.

    Así, el proyecto inicial incluía, además de empresas públicas y puertos, desmonopolizaciones, supresión de actividades como ILPE y El Espinillar y algunas cosas más. Rápidamente aprendimos que todo junto iba a ser indigerible políticamente (teníamos que negociar con dos sectores del P. Nacional y cuatro del P. Colorado —olvidate de los demás). Así que terminaron siendo tres proyectos distintos.

    Para tratar de meterle el diente al enigma portuario, empecé por buscar personas que lo conocieran y pudieran empezar el proceso de desasne.

    Me dieron una gran mano varias personas, como Alfredo Arocena, entonces presidente del Centro de Navegación (buen amigo y gran blanco, a quien, en el 73, ayudé para que sacara del Uruguay al Toba Gutiérrez, escondido en el Vapor de la Carrera); el Pato Egozcue, otro tipazo y blancazo, a la sazón abogado de la ANP (años después fue mi director de Aduanas), el Dr. Ernesto Berro, gerente del Centro de Navegación, el Dr. Val Santalla, otro abogado de la ANP, Pancho Mitrano, de los agentes marítimos que cantaba la justa, un señor Fígoli, que presidía la bolsa de la estiba, uno de los puntos más álgidos a atacar y luego, con el proyecto ya casi terminado, el Ing. Eduardo Álvarez Maza, que se puso al hombro la tarea de implementar todo el cambio que estábamos armando. Otra persona excepcional.

    La etapa siguiente me tocó en el Senado. El proyecto venía enseguida después del de empresas públicas, cuya negociación había sido un verdadero parto, de muchos meses. En esta segunda maratón, como en la primera, fue invalorable la colaboración y el apoyo del entonces senador por el Partido Colorado Juan Carlos Blanco: estudioso, siempre al firme.

    El desorden y la ineficiencia del puerto de Montevideo era tal que no daba para oponerse tan frontalmente como a la Ley de Empresas Públicas, aunque el Frente (con un significativo silencio del senador Astori) se tiró de punta. Batalla, en cambio, que en ese entonces había salido del Frente (y aún no entrado en el sanguinettismo), ensayó una pirueta para tratar de no quedar mal con nadie: votó el proyecto en general, con una larguísima explicación de que eso no significaba apoyarlo y luego, casi todos los artículos en contra.

    De nada le sirvió.

    El día que empezaba la discusión en el plenario, la entrada de senadores del Palacio estaba rodeada de una pesada sindical, con gran dominio del francés, que había que cruzar para llegar a la puerta. Adentro, las barras repletas y en ebullición. Cuando empezamos a ingresar al recinto, se descargó una lluvia de monedas, con abundantes insultos y no pocas escupidas. Como premio a su finta, Batalla recibió el grueso de los monedazos (bajaban como balines), que le dejaron la tapa de la banca como si hubiera granizado. Peor la sacó Sergio Abreu, que como su banca estaba en la primera hilera, era de distancia apropiada para los escupidores.

    Fueron varios días de circo (12 sesiones del Senado), pero al final se aprobó, el 19 de diciembre del 91.

    Cuatro meses después, volviendo de una reunión en Suárez, ya como ministro de Economía, al entrar en la rotonda del Palacio, veo que no había un alma en la vuelta. Diputados estaba por aprobar el proyecto sin que nadie manifestara oposición.

    Ahí terminó mi actuación en el tema: una de las realizaciones más importantes de mi vida.

    Ignacio De Posadas