En Montevideo existen leyes silenciosas. Normas consuetudinarias, costumbres (no necesariamente ancestrales) que se han impuesto sin que nadie las haya decretado. Están allí.
En Montevideo existen leyes silenciosas. Normas consuetudinarias, costumbres (no necesariamente ancestrales) que se han impuesto sin que nadie las haya decretado. Están allí.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCuriosamente, nadie penaliza a los que ejecutan esta suerte de contranormas, ni tampoco he visto ninguna revolución ciudadana contra ellas.
Así, los ómnibus tienen en su inmensa mayoría la radio encendida.
Todos corremos peligro de un choque ante la distracción del chofer, que en lugar de atender al semáforo o al cartel de pare está embelesado escuchando la voz excitada de un interlocutor de Petinatti contando aventuras sexuales.
Pero ese no es el peor de los males.
La posibilidad de un accidente es aún menos aterradora que la convivencia, día a día, con el estrépito del mencionado programa a lo largo de parlantes ubicados estratégicamente a lo largo del tubular vehículo.
Lo curioso es que esta norma consuetudinaria (imponer el programa de Petinatti a los pasajeros por parte de los obreros del transporte) no produce ninguna clase de rebelión. Algunos escuchan el terrible diálogo, con aire cansado. Otros esbozan una sonrisita. Otros se ponen auriculares. Las mamás tratan de conversar con sus niños.
En un interdepartamental, luego de una ardua jornada de trabajo, me topé con un chofer que puso a todo volumen el polémico programa. Subió tanto el sonido que los viajeros que venían adormilados se despertaron, las amigas que venían charlando se callaron y se miraron desconcertadas, los que venían escuchando música en sus auriculares tuvieron que desconectarlos…pues el ruido impuesto por el chofer era infinitamente más alto que un mp3 en lo recóndito del oído.
Por fin, asistí a un conato de revuelta. Los que se quitaban los auriculares protestaban por lo bajo.
Una profesora colega se levantó y, tambaleante, llegó hasta al chofer y le solicitó amablemente que “bajara” el volumen.
El hombre le hizo caso cinco minutos. Al poco rato, arremetió otra vez. En la hilera de parlantes que orlaban el bus interdepartamental, la voz de Petinatti y confidentes (más los ruidos electrónicos que subrayan cada escabrosa revelación) volvió a sonar como una feroz algarabía.
Los que habían estado dormidos trataban de comprender si aún estaban en una pesadilla.
Desde el fondo del ómnibus, que corría velozmente, se sintieron chistidos. El chofer empezó a mirar por el espejo con rostro de Gestapo. ¿Quién se atreve a chistarle como a las gallinas?
Por fin, yo también me levanté y me acerqué a él, con dificultad, dada la enorme velocidad con que el coche transitaba.
Tenía el pálpito de que aquello que ese hombre estaba cometiendo era una violación a alguna norma escrita (leyes de tránsito, reglas de la compañía, intendencias). Él imponía una norma consuetudinaria: la voz de Petinatti.
“Señor”, aventuré con calma. “Esto está prohibido y usted lo sabe. Puede haber un accidente”.
Y el hombre apagó la radio.
Un delincuente in fraganti. Pica.
Volví al asiento, sintiendo el silencio en mi pobre cerebro ultrajado.