Un taller de vestuario artístico logra acercar presos a la comunidad trans, el sector más vulnerable y aislado en la cárcel

escribe Florencia Pujadas 
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“Soy reina de los sueños pisoteados, pero no perdidos. Soy reina hija de la violencia de la tempestad y el susurro de la mariposa. Soy reina, pero antes que nada, aunque no lo veas, mi ingenuo vasallo, aunque tus ojos no te permitan ver: soy mujer”. El extracto de este poema está escrito con letras violetas sobre la pared de un pequeño cuarto donde, al menos una vez por semana, un grupo participa de un taller de vestuario artístico de DAECPU, que es coordinado por el Instituto Nacional de Rehabilitación (INR) en la cárcel de Santiago Vázquez.

Quienes escribieron estas líneas, y otras composiciones, forman parte de un equipo que hace cuatro meses se reúne para expresar sus historias a través de las prendas que diseñan. En el medio de la cárcel (ex-Comcar), los martes se siente cómo se arruga el papel de diario y se rompe el plástico mientras se diseñan vestidos. Pero, y sobre todo, se escuchan conversaciones, risas y llantos. El taller es uno de los pocos puntos de encuentro donde se conecta a la población masculina de la cárcel con las mujeres trans, que suelen ocupar plazas en celdas separadas y tienen horarios distintos. Es que para garantizar su seguridad, no comparten su hora libre en el patio ni conviven con otros sectores.

“Con muchas, es la primera vez que nos conocemos y la verdad es que aprendo mucho de ellas. Yo era de los que alguna vez les gritaba algo cuando salían al patio, pero me di cuenta de que no tenía sentido. Todos somos personas y es lindo tener un espacio para nosotros”, dice Eduardo, uno de los más entusiastas del taller. Él está en la cárcel por rapiña y tiene ocho antecedentes. Por su adicción a la pasta base, su familia ya casi no lo visita y su pareja lo dejó. Dice que está pasando por un duelo y que ellas, sus compañeras, lo ayudan a salir. “Más que un taller, es un espacio de libertad”, agrega. Paola y Sofía asienten.

Según datos del Ministerio del Interior, hay 24 mujeres trans presas y la mayoría está en Santiago Vázquez. Antes de ingresar a la cárcel, las reclusas trans tienen la oportunidad de expresar al Departamento de Género a qué lugar prefieren ir: al centro de reclusión de hombres o al de mujeres. Por lo general, dicen sentirse más cómodas con presos de su mismo sexo biológico. Es “más fácil manejarse” y comparten “los mismos códigos”, concuerdan. “Esta decisión tiene que ver con el cuidado físico y personal. Si sos mujer trans, sabés poner un límite a un hombre. Y de pronto, si le ponés un límite a una mujer cisgénero, puede ser complicado. En el encierro todo se agrava. Hay que transitar el género trans para entenderlo”, explica Colette Spinelli, integrante del Colectivo Trans del Uruguay.

Si bien “suena fuerte” —y ellas lo reconocen—, se sienten más seguras y “tranquilas” en la cárcel que en la calle. Están bajo la supervisión de la División de Género del INR y, dicen, con el encierro llega el plato de comida. “Es verdad que nos gritan, como dice Eduardo, pero es lo mismo que cuando una mujer pasa al lado de una obra. Hay gente que se desubica, pero hay veces que nos sentimos más protegidas acá”, dice Sofía.

La mañana en que Búsqueda visitó el taller, el martes 3, Eduardo contó que hacía poco una compañera terminó su condena, se fue a despedir y le dijo que en unas semanas estaba de nuevo. “Para alguien que lo mire con otros ojos, estas cuatro paredes (por el taller) pueden parecer una nada. Pero para muchos es más de lo que tienen afuera”, cuenta. “Es que al salir tienen fuertes problemas: son mujeres trans, estuvieron privadas de libertad, muchas no tienen educación y son más vulnerables”, señala Spinelli.

La misma idea repiten Paola, Sofía y Martina mientras trabajan con trapos de piso para la confección de un vestido en el taller, que está ubicado dentro del centro educativo, cerca de las canchas al aire libre y de un pequeño almacén. Todas dicen que aspiran a utilizar el tiempo de condena para estudiar, aprender herramientas nuevas —como la capacitación que reciben en el curso— y no estar “solas” cuando salgan del ex-Comcar. “No voy a perder el tiempo”, dice Martina, quien cumple una condena por ingresar droga a otra cárcel.

Uno de los vestidos que confeccionaron fue expuesto en setiembre en una muestra en el Teatro Florencio Sánchez.

Foto: Nicolás Der Agopián / Búsqueda

Cercanía.

A cargo del profesor de la Escuela de Artes y Oficios del Carnaval, Agustín Camacho, el taller de vestuario artístico empezó en plena pandemia con una premisa clara: construir un espacio de libertad. “Lo primero que les dije es que acá somos todos iguales y estamos libres. Es nuestro espacio. El taller pretende trasladar y recrear distintas situaciones personales e inspirarse en temporadas como el invierno, la primavera o el verano”, dice a Búsqueda.

Según contaron los participantes, al principio en la cárcel hubo “cierta” desconfianza. Pero los prejuicios desaparecieron. En poco tiempo, el cupo para 20 asistentes se llenó y ahora hay lista de espera. En los grupos hay mujeres trans y hombres, que antes solo se veían por las rejas, cuando cada grupo salía al patio a pasar un rato bajo el sol. O cuando recibían el típico plato de comida, que definen como el “rancho”. No hay mucha variedad.

El martes 3 en la puerta de la cárcel Santiago Vázquez había al menos una decena de familiares que llegaban con bolsas repletas de comida no perecedera, como pasta o arroz, para que los de adentro tuvieran un plato más completo. “En el taller se generó más compañerismo. A los que no tenemos visita, por ejemplo, a veces una compañera nos da un poco de arroz para condimentar o poner en la carne. También nos tiran un poco de yerba. Acá se formó un equipo”, dice Eduardo.

Además de hacer la colección inspirada en las estaciones del año, el grupo tiene la idea de trabajar en el diseño del vestido de una chica trans que —si consigue la habilitación— se casará en diciembre con otro recluso. “Va a ser más que un casamiento. Es la muestra de que en la cárcel hay vida. Ellos se están por ir y es un paso importante”, dice el profesor. “Ah, sí, pasa de todo. En las mañanas la cárcel es una, de tarde es otra. Acá, por suerte, nos olvidamos de que estamos encerradas”, cuenta Martina.

La palabra libertad se repite como denominador común. Es un anhelo constante. En el taller de vestuario hay mujeres trans como Sofía, que está presa desde los 18 años y ya tiene 25. Ha perdido a sus familiares y no recibe visitas. “Lo que más me duele es haberme quedado sin ellos”, dice.

Según el Censo Nacional de Personas Trans, que se realizó hace cuatro años y antes de la aprobación de la “ley trans”, en Uruguay hay alrededor de 853 personas trans; el 90% son mujeres y el 10% varones trans. Más de la mitad declaró haber sido discriminada por algún miembro de su familia y estar desvinculada de sus relaciones primarias. Este factor hace que, como consecuencia, se alejen del sistema educativo y queden expuestas a una situación de mayor vulnerabilidad. Una encuesta realizada por la ONG Nada Crece a la Sombra relevó que el 50% de las personas trans privadas de libertad fuma pasta base y siete de cada 10 tiene enfermedades de transmisión sexual.

“Intento mantenerme lejos de eso”, dice Paola. “Estoy acá para aprender, salir y seguir con mi vida. No quiero volver a caer”, añade Martina. Además de aprender sobre vestuario, Martina está estudiando materias de Secundaria, como Filosofía y Geografía.

Aquel censo nacional indicaba que solo el 12,1% de las personas trans —en su mayoría mujeres— terminó el nivel secundario, sea el liceo o la UTU, y el máximo alcanzado varía entre primaria incompleta, completa y ciclo básico. Solo el 1% accedió a la universidad y terminó una carrera.  “Yo no había tenido la oportunidad antes”, dice Martina.

Y lo mismo repitió Samara, una chica trans que participó del taller y ya cumplió con su condena. Hace dos meses estuvo en la presentación del vestuario en el Teatro Florencio Sánchez y recordó que nunca había formado parte de ningún curso. “Jamás había presenciado un taller en mi vida. Siempre me dediqué a otros ámbitos, como prostituirme. Me va a quedar para toda la vida”, dijo en la presentación.

Su historia motiva a sus compañeros y al profesor, que espera poder continuar con el taller y volverlo “más profesional” para el 2021. Aún no sabe si podrá, pero sí está seguro de que estos meses cambiaron su percepción sobre la cárcel y la comunidad trans. Una frase similar comparten los compañeros que, ya hace varios meses, no les gritan a las mujeres por las rejas. “Cambió cómo las veíamos”, dice Eduardo.

Para las reclusas trans, la buena dinámica en el taller es una muestra de lo bien que pueden convivir con el resto de la cárcel. También es fuente de inspiración para otros talleres que buscan, en otros módulos, mejorar la convivencia entre reclusos. Ellas saben que el INR las ubica en un sector distinto para cuidarlas en un terreno que puede ser muy duro y hostil. Pero buscan compartir sus horas libres, usar los espacios comunes y charlar con el resto de la población carcelaria. “Queremos estar más conectadas para poder sentirnos parte. Acá adentro estamos menos excluidas que en la sociedad. No te voy a decir que nunca hubo un problema, pero nos sentimos y somos más respetadas que en la calle”, concluye Sofía. Martina asiente.

  • Recuadro de la nota

El Covid agravó la “profunda” desigualdad de las personas trans

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2020-11-18T18:38:00