Yo conozco a Manu Chao (aunque él no me conoce a mí)

escribe Fernando Santullo 
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Hace justo 30 años desembarcaba en Uruguay, de manera literal, una enorme troupe de artistas franceses. La gira en la que estaba esa troupe que durante unos días revolucionó Montevideo tenía como oportuno nombre Cargo 92 y viajaba en un viejo buque carguero reparado para la ocasión. Organizada por el grupo Royal de Luxe, la gira incluía a la banda Mano Negra, liderada por el cantante Manu Chao. Se suponía que la banda iba a dar dos shows consecutivos en la Estación Central de AFE (que hoy, de manera absurda lleva años abandonada a su decadente suerte). Pero debido a problemas de salud de su bajista, Mano Negra terminaría tocando solo la primera noche de ese helado junio de 1992.

En aquel entonces Búsqueda publicó una prolija reseña del desembarco, titulada Rock pesado, danza circense y teatro pirotécnico. En ella, Eduardo Alvariza contaba sobre la gira y se extendía en detalles sobre el huracán de volumen, energía y mezcla de géneros que la banda parisina dejó caer en el escenario. “La potencia sonora de la banda, con cuidados arreglos y un finísimo guitarrista estuvo acompañada por dos viejas locomotoras a los costados del escenario y estruendosos e intermitentes fuegos artificiales”, escribía Alvariza entonces. Tan importante resultó el concierto de Mano Negra que, como dice el chiste, si todos lo que hoy dicen haber estado en ese show de verdad hubieran estado, la Estación de AFE no habría podido albergarlos a todos. Para quien esto escribe, ver a Mano Negra en vivo ya era un imperativo, mucho antes de que comenzara su show de Montevideo.

Mano Negra en Montevideo, junto a Gabriel Peluffo (de Buitres, uno de los grupos teloneros) y Alfonso Carbone

Escuché por primera vez a Mano Negra en México, en octubre de 1991. En aquel entonces, la capital mexicana estaba estallando en una nueva ola, la primera en muchos años, de rock imaginado desde y para México. Bandas como Caifanes, Santa Sabina, Café Tacvba y Maldita Vecindad llenaban cada fin de semana los antros y locales nocturnos rockeros de la ciudad, como el LUCC o Rockotitlán. Fue en medio de esa vorágine creativa que a algún productor con visión se le ocurrió hacer un show con Café Tacvba, Maldita Vecindad y una banda francesa que hacía un par de años había publicado su disco más popular y que comenzaba a ser conocida por tener uno de los espectáculos más polenta de aquel entonces. El concierto, celebrado en el Auditorio Angela Peralta (suerte de Teatro de Verano de la Ciudad de México) fue exactamente en ese orden: abrió con energía Café Tacvba, levantó el vapor la Maldita y terminó por explotar todo con unos Mano Negra encendidos, lúdicos y a la vez furiosos.

Un mes después, en noviembre de ese mismo año, estaba en una de las sucursales de Tower Records de Manhattan, bobeando entre hileras de compactos y eligiendo, dadas mis menguadas opciones económicas, con mucho cuidado qué discos comprar dentro de la infinita oferta de aquel 1991: Nirvana, Metallica, Living Colour, Jane’s Addiction, Red Hot Chili Peppers, Live, Fishbone, School of Fish, Public Enemy. Y allí, casi opaco entre todos los espectaculares álbumes que salieron ese año, estaba el Puta’s Fever, la maravilla que había catapultado a Manu Chao y los suyos a los terrenos de la fama que se extiende más allá de la banlieue parisina. Ese disco incluye varios de sus más conocidos hits, entre ellos, Malavida y King Kong Five, el primero, una urgente canción a tercios punk, chanson y worldbeat, el segundo, un funk rapeado, contundente y groovero. El terreno que media entre ambas canciones es el amplio campo desde el que Mano Negra lanzaba sus brillantes bengalas musicales en vivo. De hecho, y aunque el disco es excelente, no alcanza ni de cerca la clase de energía musical y física que la banda desplegaba en vivo.

Poster oficial del Tour Cargo '92

Con toda esa data en la cabeza, con la experiencia de haberlos visto en vivo y con su Puta’s Fever sonando permanentemente en mi discman (cualquiera que sepa de arqueología sabe lo que es un discman), era obvio que cuando se anunció la llegada de Mano Negra en el Cargo 92 empecé a agitar a mis amigos para ir al show de AFE. Y allá fuimos unos cuantos, yo con la certeza de que el espectáculo iba a volarles la peluca, los demás con el sano escepticismo que podía despertar entonces una banda francesa casi desconocida haciendo algo que se suponía era rock, pero que, con certeza, no era exactamente rock. En todo caso, era tan rock como el de los Clash, quienes desde su disco triple Sandinista, habían comenzado un tour musical que los llevó a la música de raíz de medio mundo y también, claro, al incipiente hip hop de entonces.

Y efectivamente, el show fue todo lo bueno que se podía esperar. Tan preciso y bien ejecutado como el que había visto en el Angela Peralta en México, pero con el agregado espectacular de las locomotoras y sus explosiones. Tan ruidosas como decía Alvariza en Búsqueda, y que por momentos tapaban por completo la música, haciendo que uno se preguntara cómo hacían los músicos en el escenario para seguir pegados al beat. Casi una hora y media de música intensa, con una banda que se movía de manera contagiosa en el escenario. Un eclecticismo que parecía inagotable, en donde se mezclaban sonidos balcánicos, música del Magreb, punk, rap, ritmos latinos, hip hop, instantes hardcore y hasta música circense. Impactante es la palabra más modesta que se me ocurre para definir lo que pasó esa noche.

Una noche que, sin embargo, no terminó cuando se apagaron las luces y la gente se fue. Con algunos amigos nos quedamos en un costado del recinto, tomando de una petaquita de grappamiel (esa noche hacía un frío considerable), cuando vimos que sobre el escenario se empezaba a armar una fiesta. Nos arrimamos a la luz, preguntamos si se podía pasar y nos dijeron que sí. Y así fue como terminamos varios de nosotros tomando una cerveza con Manu Chao y preguntándole sobre su banda y su gira. Un tipo amable, articulado y bien intencionado, que no tenía (ni tuvo ni tendrá) la menor intención de comportarse como una rock star, incapaz de tener la actitud chulesca y arrogante que se le supone a un tipo que acaba de despeinar con su música a 3.000 tipos vestidos de oscuro. La charla con Manu Chao fue horizontal y transparente. Le preguntamos y él preguntó. Preguntó sobre Uruguay, sobre nuestra música, sobre nuestro gobierno, sobre nuestros sueños de juventud, si es que alguna vez los tuvimos. Creo que sí los tuvimos y que, si hay suerte, siempre los seguiremos teniendo.

Muchos años más tarde, en Barcelona, salía yo de un antro temprano a la mañana. Culebreaba por el barrio Gótico, entre sombras medievales y ramalazos de sol mañanero, buscando una boca de metro, cuando vi que por la mitad de la calle (son casi todas peatonales en el Gótico) se me venía encima alguien leyendo el diario El País mientras caminaba. El hombre bajó el diario y la cara que apareció era la de Manu Chao, quien se paró en seco, saludó con una sonrisa y pidió disculpas por su descuido. Contesté a su saludo y pensé en decirle algo, capaz que el tipo se acordaba de nuestra charla, de la que hacía 10 años, en un destartalado vagón en Montevideo. Concluí que no, que eso era imposible y seguí mi camino hacia el metro. Tampoco era tan raro encontrarse con Manu Chao en la Barcelona de entonces. El hombre tenía un antro (la palabra antro empieza a repetirse sospechosamente en esta nota) en ese mismo barrio Gótico y a veces le daba por tocar la guitarra en él, sin aviso.

Finalmente, a finales de 2003, una mañana de domingo, me dirigía a un ensayo con Kato, mi banda de entonces. Estábamos preparándonos para abrir el show de Anthrax en la Sala Razzmatazz y el único horario de ensayo que habíamos logrado coordinar era el más extraño para una banda de rock: domingos de 10 a 12. Salí del metro en el Poble Nou, con la cinta de la matera cruzada sobre el pecho, y arranqué a caminar hacia la sala, ubicada en el corazón de esa barriada, entonces eminentemente industrial y hoy eminentemente gentrificada. Al dar vuelta la esquina vi a un tipo de espaldas, agachado, bajando una cortina metálica y cerrándola con candado. El hombre llevaba gorra, vestía una camisa a cuadros y tenía puestas bermudas y botas.  “Que payaso este tipo”, pensé de inmediato, “hay que estar un domingo a las nueve y media de la mañana cerrando un garaje disfrazado de Manu Chao. Las cosas que se ven en esta ciudad”. Cuando el hombre disfrazado de Manu Chao se levantó y se dio la vuelta era, cómo no, Manu Chao. Mientras sonreía, dijo: “Hola”, y saludó con la mano. “¡Opa!”, atiné a decir, mientras enrojecía por dentro, por la casualidad y por el giro que la situación le daba a mi prejuicio. “Nos vemos”, me dijo Manu Chao mientras se iba.

Y yo me quedé ahí, con mi matera atravesada, parado en pleno Poble Nou, llegando tarde al ensayo y pensando si alguna vez me voy a volver a encontrar de nuevo a Manu Chao y, esta vez sí, me voy a animar a decirle que yo conversé con él en 1992 y que lo conozco, aunque él no me conozca a mí, que su música fue un punto de inflexión en mis ganas de hacer música y en las de cientos de jóvenes uruguayos que lo vimos en vivo, que por un instante en aquel frío invierno del 92 Mano Negra nos partió el balero y nos puso a pensar en caminos más tibios.

Vida Cultural
2022-11-01T11:39:00