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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHace aproximadamente dos semanas, la Iglesia católica fue víctima de actos de intolerancia protagonizados por un grupo de personas que participaban en actividades desarrolladas en el marco del Primer Encuentro de Mujeres del Uruguay.
Con ser censurable el actuar de quienes protagonizaron las agresiones, así como el lamentable silencio de los organismos estatales responsables de custodiar los derechos constitucionales, lo más grave reside, a nuestro juicio, en la extendida falta de reacción de la sociedad ante la violencia e intolerancia exhibidas en la ocasión.
La indiferencia que exhibió la sociedad ante las referidas agresiones y el hecho de que estas tuvieran por causa el disgusto que provoca en algunos grupos determinadas posiciones de la Iglesia católica, hace necesario rescatar la laicidad como expresión del ejercicio de la libertad en el seno de un régimen democrático.
Una laicidad entendida como garantía de respeto a todas las expresiones religiosas, que responda a un nuevo paradigma de relación entre la sociedad y la Iglesia. Una laicidad que no opone lo religioso y lo profano, sino que, respetando la autonomía de ambos, promueve la mutua colaboración en orden al bien común.
Una laicidad que hace posible que la Iglesia y distintas organizaciones sociales, aceptando las diferencias existentes en el seno de una sociedad plural, puedan dialogar y construir juntas un país más justo y solidario.
Otro aspecto que llama a la reflexión es que la indiferencia ante las agresiones señaladas se produjera en una sociedad que reivindica fuertemente el respeto por los derechos humanos.
Lo que razonablemente cabría esperar que ocurriera en una sociedad de talante democrático sería una enérgica y extendida condena respecto a la conducta de quienes, inspirados en una lógica totalitaria, despliegan acciones violentas contra aquellos que sostienen posiciones diferentes a las suyas.
Que no haya sido así evidencia de que algo no anda bien. Y creemos que lo que no anda bien es la forma en la que muchos entienden y practican el modo de “ser ciudadanos”.
Hay una ciudadanía entendida exclusivamente como el “derecho a reclamar derechos”; entonces los ciudadanos, como en el caso que nos ocupa, reclaman por “sus derechos” sin asumir las obligaciones que impone su pertenencia a una comunidad, entre las cuales el respeto por los derechos de sus conciudadanos.
Entendemos, sin embargo, que una sociedad democrática debe, como condición de existencia, asentarse en un concepto de ciudadanía más amplio y generoso.
En realidad, el verdadero ciudadano es aquel que como persona libre y en ejercicio de su autonomía construye junto a sus conciudadanos —sus iguales— una comunidad política. Entonces, delibera, discute, denuncia, propone y hace, con aquellos con quienes comparte la responsabilidad de construir comunidad. Y ello desde un sentido de justicia compartido, que se expresa a través de la lucha por el respeto de los derechos humanos; los propios, pero también los ajenos.
Naturalmente que el ejercicio de la ciudadanía en los términos predicados exige ciudadanos impregnados de virtudes cívicas, que cultiven valores como la libertad, la igualdad, la solidaridad, la tolerancia activa, el diálogo y el respeto por la humanidad de los demás.
La ocurrencia de episodios como el que nos ocupa pone en evidencia la urgente necesidad de poner el foco en la educación en dichos valores, a riesgo de empobrecer la calidad de nuestra democracia.
Ojalá que nuestro país sepa responder a dicho desafío forjando ciudadanos auténticos, que respetando las diferencias sean capaces de construir juntos una sociedad más humana.
Dr. José María Robaina Piegas
CI 1.167.581-4