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César Troncoso habló de su vida y su obra en el ciclo After Culturales de Búsqueda
“La mirada con nuestras propias películas se vuelve más impiadosa que con otras”, opina el actor, que este fin de semana vuelve a las tablas en Teatro Alianza
César Troncoso en el ciclo After Culturales de Búsqueda. Foto: Mauricio Rodríguez
La carrera de César Troncoso, entre teatro, cine y televisión, se acerca al centenar de títulos y se divide en dos mitades: la primera, teatral y local; la segunda, mayormente audiovisual e internacional. A sus 60 años, es el actor uruguayo que más trascendió fuera de fronteras. Al menos en lo que va del siglo. Pocos días antes de volver al escenario en el drama Del otro lado del mundo, que protagonizará desde el sábado 20 en Teatro Alianza, Troncoso participó del ciclo After Culturales, de Búsqueda, el martes 16 en Magnolio Sala. Allí rememoró su infancia en una casa de la calle Rocha, en el límite entre Aguada y Reducto, al fondo del almacén que tenían sus padres, oriundos de Galicia. Contó cómo se convirtió en actor de teatro primero y en el gran protagonista del cine uruguayo de los últimos 20 años. Y también habló de su otra pasión: el dibujo.
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“De niño miraba en la tele lo que miraba un niño, teniendo en cuenta que había solo cuatro canales, banco y negro, con el comando manual y la imagen con fantasma. Miraba series como Los intocables, Combate, Viaje al fondo del mar, El gran chaparral, Bonanza, y las cuatro o cinco películas que ponían los sábados de tarde. En esa época la señal de ajuste era a las cinco de la tarde, después mirabas a Pilán y seguías de largo, con las novelas de las seis de la tarde. Había una novela argentina llamada Nuestra galleguita, con Laura Love y Norberto Suárez, que mis padres, gallegos los dos, miraban sin falta. Era una joven pobre que llegaba como empleada a una casa de gente rica y se enamoraba del niño Raúl”.
Entre las escondidas, los juegos de cowboy y de guerra, con los zanjones de las veredas como trincheras, esos personajes se fueron instalando en su memoria. “Leía mucho, especialmente la colección Robin Hood, que se la compraba a cinco pesos cada tomo a un peluquero en Parque del Plata. La fantasía y la aventura estuvieron siempre presentes. Leía mucho la colección de Bomba, un niño de la selva, también a Salgari y Verne. Me encantaba también el suplemento El Día de los niños, que sacaba de los diarios que usaba mi viejo para envolver los huevos. Era un niño muy tímido, bastante introvertido, medio zapallo. Jugaba muy poco al fútbol y nada bien; en la pisadita siempre me elegían último y con cara de fastidio. Eso me fue corriendo de la calle. Y la lectura y la tele fueron un mecanismo compensador”.
A sus 15 años descubrió Cinemateca y comenzó a deslumbrarse con cineastas como Fellini, Bergman y Herzog. “Primero fui al liceo 21 y después al 34, en el Centro. Mi viejo había largado el almacén y tenía un bolichito en la galería El País. Yo iba a ayudarlo y ahí descubrí otro mundo: el Centro. Me hice socio de Cinemateca y empecé a ir al cine todo el tiempo. Otro cine. Muy cerca del boliche estaba el Teatro del Centro y venían a tomarse un cafecito actores como Pancho Martínez Mieres y Berto Fontana. Uno de ellos traía una petaquita de tomar alcohol, que usaban en las funciones, para que se la llenáramos con refresco y simular en escena que tomaban whisky. Mi viejo no les cobraba la Coca Cola y ellos nos invitaban con entradas al teatro. Mi viejo no conocía nada del teatro, hasta lo asustaba un poco. Pero a mí sí me interesó”.
Troncoso recuerda muy bien la primera obra de teatro que vio: Los pueblos del sol, una obra, un recital de poesía latinoamericana con Berto Fontana y música en vivo de Washington Carrasco y Cristina Fernández. “Ahí arranqué a ver teatro, y empecé a leer notas sobre teatro y cine. Buscaba siempre en El País las críticas de Abbondanza y las caricaturas de Arotxa. Una de las que recuerdo es la de Charles Bronson, que después se la copié. Leyendo la cartelera, descubrí el Teatro Circular, en la época de Los Comediantes, El Herrero y la Muerte y Doña Ramona, que juntaban cuadras de cola en cada función. En el Circular había muchos recitales de canto popular, y así, entre el cine, el teatro y la música me fui armando un bagaje cultural que mis viejos no tenían pero siempre estimulaban”.
Tras un breve matrimonio, comenzó su formación teatral. “Un día me casé y otro día me divorcié. Al año (ríe). Quedé en banda, en la mitad de un verano, quemado por el divorcio, me enteré de que había clases en Teatro Uno y comencé con Alberto Restuccia. Me di cuenta muy rápido de que eso era lo que quería hacer”. Continuó su formación en la escuela de Teatro La Gaviota, donde conoció a su compañero en un dúo que marcó época: “Con 18 años y los pelos parados, apareció Roberto Suárez. ¡Estaba muy mal de la cabeza! (ríe). Pero de una manera increíble. Fuimos compañeros los tres años de la carrera y armamos el dúo como consecuencia de impulsarnos el uno al otro. Yo solo no me hubiese atrevido”.
Lo primero que hicieron juntos fue “una cosa que se llamaba Oda al triciclo”, inspirada en un triciclo destartalado que Troncoso guardaba en un altillo. Escribían desde la intuición, con cierto bagaje teórico del grotesco y del absurdo, y la poderosa influencia de la revista argentina Fierro, con la que se interiorizaron de la movida teatral alternativa porteña, con grupos como El Parakultural, Gambas al Ajillo y Los Melli, creadores como Tato Barea y el dúo entre Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese, que llevaron la estética de la historieta al escenario. Suárez y Troncoso se vestían con calzoncillos largos y camisetas de frisa, marca La Aurora, que habían pertenecido al abuelo de César, ya fallecido. “Así debutamos en un boliche teatrero llamado La Tramoya. Teníamos una impronta medio roquera y pedimos para hacer un sketch de cinco minutos entre las bandas de rock. Nos dijeron que no nos podían pagar y les dijimos que actuábamos por la bebida. Tratamos de ser lo más caros posible (ríe). Nos dejaron y lo cierto es que gustó”.
Pero en ocasiones lo único que conseguía era repudio. “Una vez, en Sala Verdi, entre Los Traidores y La Tabaré, entramos con esos calzones, nos paramos e hicimos silencio. Nos insultó la Sala Verdi entera (ríe). Igual era muy lindo porque después de las puteadas terminábamos venciendo nosotros. Después nos presentamos en el segundo encuentro de Teatro Joven y ganamos. Eso nos permitió ir a otros boliches como Juntacadáveres y La Taberna del Licnobio y se armó un buen circuito. A veces nos confundían con Petru y Delgrossi y nos contrataban para eventos... y quedaban muy golpeados (risas). Era un tipo de humor muy poco amable, era bastante revulsivo, con mucho insulto, con una expresividad muy fuerte. Si bien yo no era nada tímido en el escenario, me vino muy bien para construir una zona de actuación enérgica, bien definida”.
Salvo la Comedia Nacional, para la que nunca recibió una invitación, Troncoso conoce todos los ambientes y circuitos del actor local: teatro alternativo, teatro independiente y teatro comercial. Siempre ensayando y actuando después de marcar tarjeta en el estudio contable en el que trabajó durante más de 20 años y del que pudo irse en 2011. Actuó en Juego de damas crueles, Destino de dos cosas o de tres y Extraviada, de Mariana Percovich, El ejecutor, dirigida por su amiga María Dodera, y en la obra de teatro-rock de La Tabaré ¿Qué te comics-te? Fue creciendo en la escena teatral y a inicios de los 2000 era un nombre de peso, al frente de obras trascendentes como Frozen, dirigida por Mario Ferreira. En 2003, con la apertura del teatro Movie se le abrió la puerta del teatro comercial: allí protagonizó El método Grönholm, Gorda y Un dios salvaje.
Troncoso cuenta que recién entonces comenzó a ganar dinero en el teatro. “Ahí descubrí lo que era cobrar (ríe). En el teatro uruguayo siempre sucedió que vos no sabés qué pasa en la siguiente función. El teatro me daba extras pero no un modo de vida. Y eso tiene ventajas y desventajas. Uno elige cuándo y qué hacer; como no vas a cobrar un mango podés tomar el riesgo de hacer algo que realmente te gusta. Te la jugás porque tenés laburo y el dinero de la vida pasa por otro lado”.
Para cualquier actor uruguayo la Comedia Nacional significa seguridad económica y también pérdida de libertad. “Hacés teatro y te pagan sueldo. Es una posición privilegiada. Pensé en concursar alguna vez, pero no me coincidieron los tiempos. Pero la contra es no poder elegir. Hoy te toca un protagónico pero mañana solo pasás por el fondo. Después, cuando vi que era posible, ya estaba trabajando fuerte en Brasil, en cine”.
Troncoso pronuncia la palabra cine y comienza la segunda parte de la charla. Su historia en la pantalla empezó en los primeros años del siglo en las series locales Charly en el aire y Adicciones. En 2003 debutó en el corto Perro perdido, de Daniel Hendler, y en el largo El viaje hacia el mar, de Guillermo Casanova. La consagración le llegó en 2007, con El baño del papa. Con Infancia clandestina, se ganó un lugar en la pantalla argentina y en paralelo logró algo inédito y hasta insólito: ser el primer actor uruguayo en hacer carrera en Brasil, en filmes como Al oeste del fin del mundo, Faroeste Caboclo y El vendedor de sueños, y en la serie de TV Globo La flor del Caribe. Después llegó la época de las series de las plataformas, que comenzó para él con El hipnotizador (HBO). Tras la pandemia no ha vuelto a trabajar en Brasil pero sí en Argentina, donde actuó en Iosi, el espía arrepentido (Amazon), en Diciembre 2001 (Star+), en la que encarnó a Eduardo Duhalde. Incluso tiene una trilogía dirigida por Néstor Mazzini, iniciada con 36 horas. Recientemente participó en la primera temporada de El eternauta, serie de Netflix de próximo estreno, basada en el legendario cómic de Héctor Oesterheld, y protagonizada por Ricardo Darín.
Troncoso no siente que le haya costado el pasaje del escenario al set de rodaje. “Creo que la herramienta básica la construís en la escuela. Con una formación teatral, después lo que hacés es ajustar la perilla. Es cierto que no es la misma expresividad la que usás en el Solís para que tu voz se oiga desde el gallinero que para hablar ante una cámara que se acerca a vos tanto como lo desea. Pero lo esencial lo sabés. Después graduás”.
Sobre aquellos primeros años de consolidación del cine uruguayo, entiende que “la mirada con nuestras propias películas se vuelve más impiadosa que con otras. Yo no vi sobreactuación en películas como El dirigible y Otario. A El dirigible la destrozaron y creo que tiene cosas muy interesantes. Pablo Dotta hizo su película, la que deseó y pudo hacer. Con todas las limitaciones e incertidumbres que había logró una película bella, amorosa con Montevideo, con una banda sonora hermosa de Cabrera y con logros poéticos como aquellos tipos colgados de la punta del Palacio Salvo”.
Troncoso inició su camino en la pantalla justo cuando el cine uruguayo comenzó a tener continuidad. Recuerda con mucho cariño El viaje hacia el mar, su primer largo, en el que integró un verdadero dream team, junto con Hugo Arana, Julio Calcagno, Juceca, Héctor Guido y Diego Delgrossi. “Divina película. Mucha gente me la sigue recordando”. Allí comenzó a percibir el reconocimiento del público en su vida cotidiana. “La fama en Uruguay es muy amigable, es un comentario por lo bajo, casi en secreto, al pasar: ‘Mirá, es Troncoso’. El saludo discreto o el que te dice ‘genio’ y sigue de largo. No es como en Argentina o Brasil donde casi no podés salir a la calle. Eso nunca me pasó, por suerte, ese costo de la fama no está nada bueno. Lo que sí está bueno es poder vivir de tu laburo. Eso me lo dio el cine”. El Desconocido, su rol en aquel filme rodado en los caminos polvorientos de la serranía, fue clave para que Enrique Fernández, que ya lo conocía de verlo en el teatro, lo llevara a la película que codirigió con César Charlone: El baño del papa.
Beto, el bagayero de Melo que ve la llegada de Juan Pablo II como una oportunidad para salir de pobre con un baño público, es un gran personaje por sus pliegues y contradicciones, fue el que le dio notoriedad, lo llevó a un público masivo y fue la gran plataforma de su carrera en la región. “Beto hizo la diferencia, sin dudas, pero yo no sé muy bien cómo hago para actuar”, responde sobre cómo compuso ese rol. “No me voy a hacer el humilde, sé que lo hago bien, pero no tengo un método; creo que es ir aproximándome. Para actuar necesitás mucha capacidad de observación, buena porosidad para que las cosas te entren, y me manejo con eso. Para ese rol nos fuimos con Enrique y Virginia a conocer a la gente de Melo que actuó en la película. También participamos de la búsqueda del actor negro que era el otro rol principal. Mario Silva, un albañil de Playa Pascual, sin experiencia como actor, que se animó a ir al casting y se mandó flor de laburo. Todo ese proceso nos fue acercando al mundo de los quileros, los bagayeros de Melo. Pasamos como 15 días juntos con la barra de no actores, los otros contrabandistas. Así, andando en bicicleta, me transformé en bagayero melense. Aún seguimos en contacto, cada tanto hablamos”.
De inmediato comenzó a actuar sin parar. Una película por año y a veces dos. Entre ellas, Mal día para pescar, Zanahoria, Matar a todos, Paisito, El cuarto de Leo, Norberto apenas tarde, Mi Mundial, El candidato, El sereno, Mateína, La teoría de los vidrios rotos, y Otra historia del mundo, en la que comparte cartel con su viejo camarada Suárez. También fue la voz del padre de Anina, en ese exitoso filme animado. Más recientemente volvió a trabajar con su voz, como narrador del podcast Frente al asesino, sobre el periplo criminal de Pablo Goncálvez.
Curiosamente, o no, varios de esos roles fueron policías y militares. “Tengo un máster en milicos”, dice entre risas. “Tengo buen bigote y con eso te doy una cosa autoritaria. La firmeza que no tengo en la vida la tengo en la pantalla (ríe). Es raro, no soy ni por asomo eso. Pero se ve que en algún lado está. Vos tenés todo en tu memoria. Me acuerdo de mi viejo rezongándome o pidiéndome que lo trate de usted, cuando era chico. Algo de eso hay, así conocí un poco de autoridad. No tenés que ser un tipo severo para saber lo que es la severidad. La conocés”. En Brasil, por ser hispanoparlante, se pasó para el otro lado del mostrador: “Me tocó hacer de narco. Me transformé en experto en tránsfugas (risas)”.
Después de tantos roles en películas uruguayas y extranjeras, hay quienes definen a Troncoso como “el Darín uruguayo”. La expresión no lo perturba: “Ahora que trabajé con Ricardo en El eternauta le reclamé la mitad del patrimonio (risas). Supongo que dicen eso por la cantidad de películas y porque, como él en Argentina, yo he sido algo parecido aquí, aunque por suerte están Néstor Guzzini, Alfonso Tort y otros haciendo mucho cine. En pequeña escala, me he dado cuenta de que tengo una convocatoria, pero que no alcanza para sostener o asegurar el éxito de una película, como sí sucede con Darín”. Troncoso y el gran actor argentino ya habían trabajado juntos en XXY (2005). “Yo ya sabía que era un tipo muy buena onda. Y ahora en esta serie confirmé que es muy macanudo, todo el tiempo de buen ánimo y muy solidario con los compañeros, generoso con los piques”.
Cuando no está en un set de rodaje o en el escenario, Troncoso apoya el lápiz en el papel y disfruta de su otra gran pasión: el dibujo. “Dibujo desde chico. De hecho, lo que más hago es dibujar. Cuando era chico imaginaba que de grande sería dibujante, no actor. Dibujo donde puedo. Cuando viajo a rodar me llevo los materiales. Me presenté a algunos salones y premios, donde me rechazaron correctamente (risas). Publiqué esporádicamente y gané alguna mención, pero más que nada dibujo por placer. Es muy relajante y como soy muy obsesivo en todo, me tranquiliza. Me encanta y lo seguiré haciendo”.