El odio como peste

El odio como peste

La columna de Andrés Danza

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Nº 2272 - 18 al 24 de Abril de 2024

Una discusión por una pelea callejera entre un perro y dos gatos en la que participan tres personas: el dueño del perro y la pareja dueña de los gatos. La sangre se acelera y presiona, el rojo avanza y domina y la furia empieza a ahogar, hasta que arrasa con el sentido común como si fuera un tsunami. Uno de los protagonistas del intercambio de insultos cada vez más desmedidos concentra sus palabras de odio y desprecio hacia la mujer. Su novio la defiende y ahora la violencia pasa a ser física. Resultado: recibe varias puñaladas en diferentes partes del cuerpo y muere poco rato después. Parece de película, pero pasó en un barrio residencial de Montevideo.

Dos grupos de adolescentes intercambian miradas de odio en un boliche durante gran parte de la noche. Se miden amenazantes, se insultan a la distancia, se hacen señas provocativas, se invitan a sucumbir en una especie de ritual de violencia fuera del local. Pasadas las cinco de la mañana salen y el duelo se concreta, aunque de una forma más violenta a la prevista. Resultado: un adolescente de 15 años es asesinado brutalmente. Parece de película, pero pasó en Punta del Este, el balneario más importante y lujoso de Uruguay.

Un festejo de un cumpleaños en la madrugada se transforma en un martirio para los vecinos. Gritos, música a un volumen muy alto, coros entonando estribillos de forma desafinada, el exceso de alcohol y otras sustancias en su mayor esplendor. Un vecino reacciona indignado. Golpea la puerta una, dos, tres veces en reclamo de silencio. A la cuarta ingresa con un revólver y mata a uno de los organizadores. Parece de película, pero pasó en la ciudad de Tacuarembó.

La lista es mucho más larga. Las historias se podrían seguir enumerando una tras otra y dejarían por el piso a las escenas más violentas hechas para la pantalla grande. Películas galardonadas como la norteamericana Tiempos violentos o la argentina Relatos salvajes quedarían hasta infantiles ante este glosario de realidad ocurrido en Uruguay. De hecho, el 19% de los homicidios en 2023 (73 casos) fueron como consecuencia de cuestiones menores, de diferencias ocurridas en la cotidianidad.

Pero no solo homicidios. Las noticias referidas a violencia ejercida contra inspectores de tránsito en la vía pública son cada vez más frecuentes, al igual que las que relatan peleas callejeras inverosímiles o furias descontroladas desatadas por tonterías o videos subidos a las redes sociales que registran insultos en el transporte público, golpes a simples transeúntes y hasta un duelo de cortes carcelarios entre cuidacoches en plena calle Arocena, del barrio de clase alta Carrasco.

Nos está ganando el odio. Avanza a los gritos, pero muchos prefieren taparse con fuerza los oídos antes que admitirlo. Poco queda de aquella sociedad amortiguadora de mediados del siglo pasado, de esa amabilidad y respeto que tanto caracterizaron a la “Suiza de América”. También es escaso el remanente de ese buen nivel cultural generalizado del que tanto nos enorgullecíamos hace décadas y que servía para frenar los impulsos más primarios de destrucción al que piensa o actúa de forma diferente.

Porque lo que más avanzó fue el odio. Y cuando logra posicionarse en un lugar de privilegio en cualquier sociedad, como ocurre ahora en la uruguaya, el odio se transforma en violencia. Van de la mano. Es imposible que se separen.

Hace muchos años que viene creciendo la intensidad de ese odio colectivo, como si fuera una peste incontrolable. Los primeros síntomas se hicieron evidentes en el fútbol. Primero se separaron las hinchadas de tribunas para evitar las trifulcas, después llegaron los asesinados en los alrededores de los estadios, y luego se siguieron sumando una tras otra las muertes y las medidas cada vez más desesperadas y frustrantes para tratar de contenerlas. Ya llegamos hasta partidos sin hinchada visitante, pero ese no parece ser el fin del tobogán.

De un tiempo a esta parte, la marea roja de odio que ya sumergió a todo el fútbol empezó a mojar los pies de la política. Y sigue subiendo, día tras día. Ya está por encima de las rodillas de muchos y a algunos hasta los sumergió. Cada vez son más los dirigentes que se guían por su odio a los adversarios en lugar de por sus ganas de hacer. De cada cien insultos que emiten, surge alguna propuesta o comentario positivo y ese grado de agresividad les da un protagonismo envidiable por parte de muchos otros de sus colegas en las redes sociales y también en los medios de comunicación. Predican con el ejemplo exitoso. Y negativo.

En ese contexto verbal complicado, hay iniciativas legales que pueden tener muy buenas intenciones pero que también fomentan el odio. Una de ellas es intentar prohibir por ley cualquier tipo de negación al terrorismo de Estado aplicado durante la última dictadura militar, como si pensar distinto debiera ser sancionado o incluso fuera un delito. Otra, para enumerar solo una de cada lado, es votar una norma para castigar con prisión a los que promuevan noticias falsas. Tanto negar el terrorismo de Estado como mentir y enchastrar a sabiendas es totalmente reprobable, pero no tolerar y castigar desde el Parlamento a los que lo hacen, por más que estén en la antípodas ideológicas y lejos del sentido común, es un acto de violencia silenciosa, basada en el odio. Además, se puede prestar a cualquier tipo de arbitrariedades.

Los anteriores son solo los ejemplos más recientes, que pueden parecer menores, pero hay muchos más —de palabra y de hecho— que demuestran cómo el odio crece en la política uruguaya como antes lo había hecho en el fútbol. Todavía es incipiente pero está y hay que asumirlo.

Argentina no tomó en cuenta las luces amarillas del pasado y dejó crecer la grieta, alimentada por el desprecio al que piensa o vive de forma diferente. En 2008 el dirigente kirchnerista Luis D´Elía le espetó en la radio al comunicador Fernando Peña, ya fallecido, el sentir de muchísimos de los suyos. “Lo único que me mueve es el odio contra la puta oligarquía argentina”, dijo primero y después avanzó: “Te odio, Peña, odio tu plata, odio tu casa, tus coches, tu historia, odio a la gente como vos que defiende un país injusto e inequitativo”. Una señal de alerta que no fue la primera pero sí un indicio de la peste que se venía.

Quince años después, todos se odian con todos en el país vecino y lo dicen sin ningún tipo de vergüenza. Hasta el presidente Javier Milei argumenta que una de sus principales motivaciones es el “odio al Estado” y a la “casta política”, y del otro lado lo tratan de fascista. El odio es más grande al adversario que a lo que realmente está mal en la sociedad y eso es lo que destruye.

Dicen que todo lo que pasa en Argentina nos llega, aunque con un poco de retraso. Hagamos lo imposible para que esta sea la excepción. Todavía estamos a tiempo.