El otro síndrome de Estocolmo

El otro síndrome de Estocolmo

La columna de Gabriel Pereyra

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Nº 2273 - 25 de Abril al 2 de Mayo de 2024

Sicarios de ocho años. Muchachos de 14 años acribillados por el crimen organizado. Bombas que estallan y matan a inocentes. Periodistas asesinados, políticos exiliados por temor a ser secuestrados por narcotraficantes. Barrios de la periferia cercados por el delito y la violencia. Alerta de corrupción en la política.

¿América Latina? No, Suecia. Uno de los países nórdicos que a mediados del siglo pasado hizo una potente inversión en primera infancia; modelo del Estado de bienestar que aseguraba igualdad y libertad a sus ciudadanos; uno de los países más pacíficos de la Unión Europea; un ejemplo en las pruebas internacionales de evaluación educativa; el sueño del desarrollo en su plenitud.

Desde hace unos años, ciudadanos, autoridades, medios de comunicación no salen de su asombro. Suecia se ha convertido en el segundo país de Europa con más muertos en tiroteos detrás de Croacia.

Pero la violencia que llegó de la mano del narcotráfico no solo afecta a Suecia. En Marsella (Francia), las mafias se tirotean en plena calle; en Bélgica, Amberes, el tercer puerto más importante de Europa, es un colador de cocaína y vecinos de algunos barrios de Bruselas hablan del “infierno” en el que están sumidos por la guerra de bandas; en Holanda, la princesa Amalia de Orange está recluida porque, junto con el primer ministro, Mark Rutte, ha sido amenazada de muerte y temen que pueda ser secuestrada por grupos narcos.

¿Qué le ha pasado al Viejo Continente, a sus países desarrollados y sus añejas y consolidadas democracias?

Nada muy distinto a lo que le ha ocurrido a América Latina, el continente más desigual y violento del mundo.

Solo que les llegó más tarde, seguramente gracias a los beneficios del desarrollo y su impacto en la integración social.

Para encontrar parte del origen de esta novedad que es el estallido de violencia en Europa, basta con revisar las noticias de hace una década, cuando el fenómeno de la inmigración comenzó a impactar en los índices de pobreza, marginalidad y violencia hasta entonces no vinculada al narcotráfico.

Pero al ser Europa el segundo mercado de consumo de drogas ilícitas detrás de Estados Unidos (EE.UU.) estaba sentada la base para que pobreza, marginación y narcotráfico se encontraran.

Entre los grupos de inmigrantes de segunda y tercera generación, los altos índices de desarrollo humano comenzaron a decaer y con él los buenos resultados educativos y el desempleo juvenil.

El primer ministro del gobierno más conservador que ha tenido Suecia, Ulf Kristersson, dijo que su país “no ha visto nada como esto antes” y culpó de la situación a la “ingenuidad política” y a la “integración fallida”.

Camila Salazar, directora de Fryshuset, organización que trabaja en Estocolmo en la prevención de la violencia juvenil, dijo a elDiario.es que “las pandillas son el síntoma de múltiples fracasos en la sociedad”. Salazar sostuvo que su organización, que trabaja en barrios vulnerables, lleva “10 años advirtiendo cómo se ha normalizado la violencia sin que nadie del gobierno haya escuchado”.

“No importa cuántas personas se metan en la cárcel, tenemos una cola de jóvenes que, por conseguir dinero, reconocimiento y un sentido de pertenencia a un grupo, están dispuestos a unirse a las pandillas”, añadió.

Y la directora de Europol, la belga Catherine de Bolle, les espetó a los gobernantes: “Pónganse a trabajar en ese fenómeno antes de que se les vaya de las manos”. En línea con las advertencias que los expertos lanzan sobre las, en ocasiones, frágiles instituciones latinoamericanas, De Bolle advirtió que el narco afectará a las democracias europeas “porque el narco corrompe a dirigentes políticos pero también a agentes de policías y a personal de los sistemas judiciales”.

La situación de Europa y el narcotráfico invita a algunas reflexiones.

Tarde, pero el camino de ser países de consumo a países de acopio e incluso de producción de drogas ilegales los llevó a la violencia explícita.

La inversión en infancia y educación es necesaria, pero no suficiente para frenar el incesante avance del narco.

El desarrollo es un objetivo imprescindible, pero eso no nos liberará de las consecuencias del paradigma prohibicionista.

A pesar de lo sólidas de sus instituciones, los expertos empiezan a verlas acechadas por las mafias de las drogas.

No solo por los enormes montos de dinero que maneja, el narcotráfico es un fenómeno con una lógica intrínseca que lo diferencia de cualquier otro delito o riesgo para las sociedades y sus instituciones.

El hecho de que, de pique, la prohibición lo primero que hace no es preservar ningún valor sino conculcar un derecho humano básico, como es la libertad del ser humano de consumir lo que quiera, lo que plantea es una lucha no contra la potencia de los Estados, sino contra una fuerza que avasalla cualquier virtud que una nación puede tener: la condición humana.

Y una parte de esa condición humana es la que lleva a que, ante un fenómeno multicausal y complejo, los gobiernos reaccionen con el estómago y no con la razón.

Con sus universidades prestigiosas y poderosos centros de investigación, Europa parece no haber aprendido del errático y fallido camino que los países desarrollados iniciaron en la década de los 90, detrás de la guerra a las drogas que impuso EE.UU.: represión, encierro y un desbalance fenomenal entre la atención a la oferta y la demanda.

La Europa del reparto de jeringas, de los centros para que los adictos consuman con seguridad, de las medidas progresistas ante el ingreso incesante y creciente de drogas, frente a este estallido de violencia, en vez de revisar sus desgastados Estados de bienestar y las fallidas políticas migratorias, reaccionó como lo hicieron los países subdesarrollados: desde diversos sectores políticos surgieron propuestas de aumento de penas, de bajar la edad de imputabilidad, de sacar al Ejército a las calles. En seis años, Suecia desplegó 3.300 policías más en las calles y el gobierno conservador analiza cómo implementar medidas punitivas más duras contra las pandillas y la creación de cárceles para menores de edad.

Estas primeras reacciones abren poca esperanza de que Europa pudiera inclinar la balanza de la fracasada hegemonía de EE.UU. en enfrentar al narcotráfico y emprender un camino que rompa el paradigma prohibicionista.

Hubo una época en que el desarrollo ponía los consumidores y el subdesarrollo, los muertos. Esa época terminó. El narco da muestras cada vez más contundentes de estar ganando la batalla. Pero las naciones desarrolladas siguen teniendo aún fortalezas económicas e institucionales que los países en vías de desarrollo no.

Si a Europa, con sus millones, su desarrollo, sus democracias consolidadas, le está pasando esto, ¿cuál será el destino de nuestra Latinoamérica, con sus países productores, su pobreza y desigualdad endémica y, en algunos casos, sus frágiles instituciones? Si sus países no emprenden un camino propio en este asunto, el narco terminará por arrastrarnos a todos a situaciones de violencia y crisis institucionales como nunca hemos visto.