Flamenco y rap en el Museo del Prado

Flamenco y rap en el Museo del Prado

Emma Sanguinetti

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Nº 2273 - 25 de Abril al 2 de Mayo de 2024

La apertura de las salas de los museos a otras disciplinas artísticas es siempre a primera vista una buena noticia. Estimula el perenne anhelo de totalidad de las artes, genera la interconexión de públicos y en principio todos salen ganando. No obstante, se está ante una apuesta de alto riesgo, porque la fusión entre expresiones artísticas de distinta naturaleza exige sutiles mecanismos de equilibrio para que las obras de arte no terminen relegadas al rol de mero decorado. O, lo que es aún peor, que se conviertan en comparsa instrumental de dudosas intenciones, como sucedió en 2018 con la burda incursión en las salas del Museo del Louvre de la cantante Beyoncé y su esposo el rapero Jay-Z.

El problema está en que se suele plantear el dilema de forma maniquea, enfrentando el afán de los museos por quitarse el polvo elitista a las ansias de otros roces de los exponentes de la música contemporánea. Tirios y troyanos vuelven estéril toda discusión, cuando en realidad solo se trata de encontrar el tono y saber dónde poner el acento. Y eso es precisamente lo que viene de hacer el Museo del Prado de Madrid, que sorprendió con dos propuestas distintas, una de música y otra de danza, y demostró a puro talento que en estos asuntos hay un terreno infinito por transitar y muchas mentes por abrir.

Debo confesar que el rap no es lo mío, quizá sea generacional, no lo sé, en todo caso la ignorancia no me desvelaba hasta que vi el reciente videoclip del puertorriqueño Residente grabado en directo en la icónica sala 12 del museo —la de Las meninas— y en la Gran Galería Central. Sinceramente, me conmovió.

Se trata de la versión del sencillo 313 que integra el álbum Las letras ya no importan y en el que participan —a la par de Residente— la fabulosa cantante y compositora española Silvia Pérez Cruz y la violinista Noemí Gasparini, francesa de nacimiento y formación pero de reivindicada ascendencia mexicana. Múltiples aciertos hacen al impacto visual y emocional que produce la propuesta. La austeridad de la relación entre silencio, pausa y voz; el diálogo entre la solitaria palabra y la bella simultaneidad del coro; los fuera de foco de las obras y los flashes nítidos de sus detalles, sin olvidar la gestualidad corporal, la que en el rapeo es siempre ampulosa y en esta ocasión es pura mesura. Asimismo, todo se expande cuando frente a la Adoración de los magos, de Peter Paul Rubens, la voz de Pérez Cruz y el solo de violín nos inundan, provocando una asombrosa sensación de recogimiento.

Es posible que toda esta refinada orquestación responda a la historia que hay detrás; la canción es un tributo a la violinista Valentina Gasparini fallecida en 2022, hermana de Noemí y amiga cercana de Residente; es más, el violín con el que toca es el de Valentina. De allí que la letra nos hable del tiempo y de la fragilidad y sea un bello canto a lo efímero en medio de la inmortalidad de las pinturas de Velázquez y Rubens.

En distinto registro, el video A los pies del Bosco es un impactante solo de danza flamenca protagonizado por el inigualable bailaor y coreógrafo gaditano Eduardo Guerrero. Una vez más, solo cabe una palabra: conmovedor.

En este caso el despliegue ocurre en otra de las míticas salas del museo, la 56 A, en donde reina la obra más famosa del pintor flamenco Jheronimus van Aken, más conocido como el Bosco: el tríptico El jardín de las delicias (1490-1500). El retablo es una enigmática maquinaria en tres tablas que nos habla del destino de la humanidad, de los pecados del origen, de las pasiones y los tormentos del infierno. En 2021, Guerrero se inspiró en él para crear su espectáculo Debajo de los pies, el que ahora adapta en una electrizante versión de 3 minutos y 58 segundos bailando frente al retablo desplegado en toda su monumentalidad.

Guerrero es un bailaor de fusión que aúna con extrema sensibilidad la ancestral tradición flamenca con la danza clásica y contemporánea. Con una técnica depurada y precisa, crea un mundo de pasos, piruetas y zapateo tan elegante como poderoso. Todo fluye con suavidad y a la vez con contundencia y carácter, de allí que alcance una armonía que quita el aliento por la perfecta conexión simbólica entre imagen y cuerpo en movimiento. Allí están el deseo y la carnalidad, el caos, la salvación y el dolor. Los brazos de Guerrero se alzan al cielo en un desesperado gesto existencial, ruegan, ansían, imploran; no en vano la crítica suele definirlo como “geométrico y picassiano”.

Así, pues, el Prado madrileño nos regala dos propuestas que pueden verse en su web y que vienen a confirmar que el museo, aquel templo sagrado e inviolable, puede ser el perfecto escenario para la integración de las artes, sin por ello convertirse en una superflua feria de vanidades.