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El rock argentino marcó historia. No solo en ese país sino en toda la región y gran parte del mundo de habla hispana. Músicos como Charly García, Luis Alberto Spinetta, Gustavo Cerati o Fito Páez y bandas como Soda Stereo y Particio Rey y sus Redonditos de Ricota están asociados a lo mejor de la música de las últimas décadas del siglo pasado en, al menos, América Latina. Son un sello de identidad argentino, un activo que se mantiene en el tiempo.
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Pero ahora es otra la música que suena entre los más jóvenes y que vuelve a poner a Argentina y a los músicos de ese país como protagonistas. El nombre genérico con el que algunos lo conocen es hip-hop y trap, reguetón, rap y electro cumbia son algunas de sus variaciones. “Música urbana” es su denominación popular y mueve millones.
El periodista, crítico cultural y arqueólogo pop Fernando García se ha especializado en esa temática. Por eso, para tratar de entender a través de un especialista este nuevo fenómeno que crece a velocidad digital, es que Búsqueda entrevistó a García, que también es curador de Programas Públicos del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, corresponsal de varios medios argentinos e internacionales de primera línea y autor de El Di Tella: Historia íntima de un fenómeno cultural (2021), Crimen y Vanguardia: el caso Shocklender y el surgimiento del Underground en Buenos Aires (2017) y Cómo entrevistar a una estrella de rock y no morir en el intento (2016), entre otros libros.
“Esta generación de artistas de poco más de veinte años está repitiendo en Latinoamérica y España la proyección internacional que el rock argentino perdió a mediados de los 90”, evaluó García.
—¿Como y cuándo se produce la llegada del hip hop en todas sus variaciones (rap, reguetón, electro cumbia) a Argentina?
—Si consideramos el hip hop como una reivindicación afro dentro de la cultura pop, las primeras manifestaciones con eco en Buenos Aires se remontan a principios de los 80, casi como una suerte de intervalo entre el fenómeno de la música disco y lo que terminaría siendo Michael Jackson a partir de Thriller, aunque sus hits de Off The Wall habían sido muy bailados en el circuito dance (una categoría de los 90 aplicada con retroactividad) de la ciudad. Rapper’s Delight de Sugar Hill Gang se conocía acá como Delicias de un charlatán pues la palabra rapper carecía de sentido propio en su idioma (como si rocker se hubiera traducido a “rocoso” en los cincuenta y sesenta) y fue lo primero que puede asociarse directamente al hip hop que sonó en las discotecas. Insisto con esta aclaración porque se tienden a pensar los fenómenos de la cultura pop en estricta relación al rock y la cultura rock argentina eligió el blues en los 70 para descartar como insumos el soul y el funk como músicas “bolicheras”. Entonces es importante entender una genealogía del hip hop en Argentina por fuera del rock o la cultura rock. Tanto la música disco como la Jacksonmanía fueron consumos no integrados, aunque hoy coexistan como “clásicos” (una radio como Aspen arma secuencia con Kool & The Gang, Elton John y los Stones) y no entraban en el radar-rock argentino.
A partir de que el rap se entiende como una música nueva (vía MTV) aparecen citas anecdóticas como “Rap de las Hormigas” o Los Fabulosos Cadillacs que en su cambio de ropa de temporada reemplazan el retro mod del ska (Madness, The Specials) por la novedad de Los Beastie Boys en el disco El Ritmo Mundial (1988). Al menos en ellos hay una apelación generacional que aparece todavía con más fuerza en la primera mitad de los 90 en Babasónicos (que toman estrategias sonoras y de producción del hip hop) e Illya Kuryaki & The Valderramas (IKV), que son niños de la Jacksonmania en la corte del Rey Luis (Alberto). Tanto Babasónicos como IKV reivindican aquellos insumos descartados: música disco, funk, soul y la forma de no-canto del rap. Pero lo siguen haciendo dentro del rock y como pasaporte para entrar en el circuito MTV. En esos años, en las conurbaciones, aparecen artistas independientes de muy baja circulación que ya se desentienden de cualquier genealogía rockera para abanderarse en una internacional del hip hop. Algunas recopilaciones como Nación Hip Hop (1997) dejaron testimonio de esa escena muy marginal (en todos los sentidos) que tuvo su necesario toque político (lo que estaba ausente en YKV) con el grupo de chicas Actitud María Marta. Fueron revelación en 1995 como parte de la escena llamada alternativa y con ciertas peculiaridades que las vuelven esenciales en este racconto: eran un dúo formado por una hija de desaparecidos (esa generación no se había hecho presente en la música popular aún) y otra rapper uruguaya. En la filiación de las Actitud María Marta con organizaciones como H.I.J.O.S se encontró el molde que se destacaba en el rap como nuevo género de protesta. Y ya en ellas aparece la intención de dar el cruce con lo “negro” de una ciudad de baja afro descendencia: unir el pulso de la cumbia y la música tropical con la energía del hip hop. Es el mayor antecedente de los que sobrevendrá como “música urbana” a partir de 2010.
—¿Cómo fue que estos nuevos sonidos pudieron desplazar la hegemonía del rock nacional con un arraigo en, al menos, tres generaciones? ¿Se puede hablar de un cambio sociocultural?
—Podría decirse que a partir de que el rock argentino ocupó una plaza legendaria del folclore (entendiendo todas las músicas sin una relación directa con los sonidos de la posguerra, los baby boomers y la contracultura), como es el Festival de Cosquín, devino también en folclore. Los años 90 fueron el último momento de quiebre en una escena que se había caracterizado por su dinamismo. El rock no dejó de ser masivo, pero muchos de sus artistas podían ser los padres y hasta abuelos de sus fans. Eso no había ocurrido entre 1968 y 1974, el periodo más audaz del rock argentino, ni tampoco en el under de los 80 caracterizado por su iconoclastia. La ruptura en los 90 fue más leve y para el nuevo siglo fenómenos de masas como La Renga o el camino solista del Indio Solari fueron capaces de mover multitudes sin instalar de manera transversal obras que formen parte del cancionero popular como sí había pasado con el pop de los 80 (Virus, Los Abuelos de la Nada, Los Enanitos Verdes o Soda Stereo). Sin Soda Stereo, solo Babasónicos persiste como el modelo de una banda de rock cosmopolita que, siguiendo un ADN muy argentino, es capaz de traducir el lenguaje global en algo propio. Pero estamos hablando de un grupo con treinta años de trayectoria que no puede ser interlocutor de los nativos digitales de principios del siglo XXI. Y este es el público que se volcó a lo que se dio en llamar “música urbana” (¡como si el heavy metal fuera una música rural!) donde hay una correspondencia rítmica entre la cumbia (que ya se había metido entre los consumos del público de rock) y el hip hop vehiculizada por el reguetón como adaptación latina. La idea de pensar en una “música urbana” que excluye a lo que conocemos como pop-rock es, sí, un síntoma socio-cultural. Debería hablarse de una urbanidad digital, donde el espacio de la ciudad (tango, jazz, rock) coexiste con el ciberespacio y esta es la forma sonora de este tiempo sin tiempo y lugar a la vez no-lugar.
—En Estados Unidos en la década del 80 se decía que el Hip Hop era la CNN de los negros ya que era la única forma para que los invisibilizados por el sistema socio-político pudieran hacerse oír por fuera del Bronx. ¿Pasó algo similar en Argentina?
—Hay que pensar en un contexto en el que MTV empezó a transmitir sin incluir artistas negros hasta que el fenómeno de Michael Jackson se impuso por sobre la cultura blanca anglosajona. O que Public Enemy irrumpió diciendo “Elvis no fue mi rey” haciendo un revisionismo explícito sobre la propiedad negra del rock and roll puesta al día con la síncopa y los samples del hip hop. Para la sociología, la aparición de los grupos llamados “barriales” en el rock tuvo un efecto parecido en cuanto a robarle protagonismo al centro de Buenos Aires. La diferencia es que el hip hopno era solo la CNN de los negros sino también una Bauhaus (música, danza, graffiti, cine) pues consiguió ser una música vanguardista y popular al mismo tiempo. Nuestro rock neorrealista (como prefiero llamarlo) de los 90 fue en cambio ultraconservador con excepciones notables como Pity Alvarez, cuyo rap Una Vela asume la marginalidad desde la propia experiencia. Las sucesivas crisis económicas que fueron deteriorando las capas medias hicieron que la cumbia saliera del gueto (o que el gueto se ampliase) y la vertiente llamada “villera” (sin eufemismos) pateara el tablero. A las letras de amor, más o menos eróticas, de la cumbia clásica se le agregaron descripciones de la marginalidad muy auténticas sobre todo a través de Damas Gratis y Yerba Brava. Fueron ellos los equivalentes de ese costado del hip hop(que de ninguna manera es el único) y ese fue un insumo de la “Música urbana” con L-Gante como figura emergente en esa transfusión de cumbia pura, reguetón, música electrónica y trap con el hip hop como marco estético global.
—¿Por qué considera que Argentina se transformó en uno de los bastiones más importantes de este género?
—Diría que es una característica del ADN cultural argentino. Esa capacidad de absorber la cultura global y darle una traducción, una versión propia que termina resultando muy atractiva para el resto de Latinoamérica y España al menos. Eso es lo que pasó con el pop en los 80 y Soda Stereo ofreciendo una versión en español de todas las manifestaciones post punk que no era solo una réplica, una fotocopia, sino una apropiación con sutiles rasgos locales que, por la manera porteña, no tenían el exotismo que Brasil (con una personalidad única a partir del tropicalismo) o México pueden darle a un oyente anglo. La diferencia es que esta explosión del trap y la música urbana tiene referentes también latinos como Daddy Yankee y Bad Bunny y entonces el espejo refleja pero también deforma. Esta generación de artistas de poco más de veinte años está repitiendo en Latinoamérica y España la proyección internacional que el rock argentino perdió a mediados de los 90. Luego, los intercambios que pueden establecerse hoy entre un productor-artista como Bizarrap y cantantes de trap de distintas ciudades de Latinoamérica son mucho más veloces y consiguen una vidriera que antes llevaba años de giras. Una estrella pop ancient regime como Shakira le ha pedido que produzca su nuevo lanzamiento cuando diez o veinte años atrás hubiera corrido detrás de algún DJ o productor de electrónica europeo. Sin embargo, la colaboración de Bizarrap con Shakira subida el 11 de enero es un evento mediático antes que artístico. Una suerte de Tik Tok blues de una mujer despechada que apela a todos los clichés del empoderamiento que se mide por sus clics: 27 millones en 13 horas. No es ni la mejor producción de Bizarrap ni, mucho menos, un hit memorable de Shakira. Es gossip puro resuelto rápido y en las redes para un consumo on line de veras frenético.
—La cultura rock establecía una distinción muy fuerte entre la tropa propia (“los del palo”) y un afuera nutrido por el público de las discotecas designado de forma generalizada como “cheto”. Esto no parece suceder con el trapy la música urbana. ¿Por qué?
—La cultura rock, sus artistas, sus discos, su público se formaron en un marco de disidencia contracultural. Muchas veces se exagera su lugar de resistencia, pero es cierto que hasta los 80 (con la excepción de Sui Generis) funcionaba por fuera del mercado y eso exigía una pertenencia que ninguna otra música popular ostentaba. Esa idea del rock como estilo de vida funcionaba en el marco de una clase media extendida que coqueteaba con los ideales revolucionarios sin llegar a comprometerse en sus formas extremas. Pero se podía ser “cheto” o “roquero” en distintos lugares y al mismo tiempo. De hecho, músicas nuevas como el punk o el reggae fueron introducidas por hijos de familias acomodadas que tenían la posibilidad de viajar para luego ser esparcidas por la espiral social. Estamos en un tiempo muy distinto, donde las cumbias más marginales pueden sonar en una fiesta en un country pegado a una villa y el público de Lollapalooza, cuya edición argentina tiene una fuerte connotación aspiracional, baila, canta y celebra odas a barriadas postergadas para después volver a su burbuja de colegio o universidad privada. Se da un doble juego aquí: el público del Lolla 2022, cuya grilla estuvo hegemonizada por el trap, es aspiracional positivo en cuanto paga una entrada muy cara en un lugar privilegiado como el Hipódromo de San Isidro pero consume con perfiles aspiracionales negativos al celebrar esas rimas que nada dicen sobre sus vidas. Acaso haya un atractivo de morbo erótico en este juego.
—Bizarrap, Duki y Trueno pero también muchas mujeres, como Nicki Nicole y Cazzu tienen decenas de millones de oyentes mensuales en Spotify. Es interesante que las mujeres tengan este peso en la música urbana. ¿Lo tenían en el rock?
—Este protagonismo de las chicas (con Nicki Nicole llegando a televisión de EE.UU) es uno de los rasgos más interesantes del trap y la “música urbana”. Están representando este tiempo de impronta feminista, pero sin convertirse en comisarias políticas del nuevo paradigma. Es más un síntoma generacional que confluye con el movimiento #Niunamenos aunque no sean artistas militantes. Usan el cuerpo y las coreografías sin temor de ser señaladas como “hegemónicas” y, en todo caso, como Nicki Nicole en “Wapo Traketero” invierten el centro del poder sexual. Pero, así como resulta casi natural que en este contexto haya tantos nombres femeninos como masculinos, también hay que subrayar que en la “música urbana” muchas mujeres son más interesantes como artistas que los hombres. Natty Peluso o Sara Hebe, que están en un límite híbrido de trap, cumbia y hip hop y hasta dance pop, son performers increíbles, acaso nuestra primera generación de divas al estilo del neo soul en EE.UU. El rol de las mujeres en el rock ha sido muy distinto: en los 60 y 70 la participación es muy lateral. En el under y el pop de los 80 sí hubo mujeres de fuerte impronta como Vivi Tellas, Fabiana Cantilo o la Negra Poli que sin tocar instrumento alguno ni cantar era uno de los vértices de esa invención hermosa llamada Patricio Rey. Pero en ningún caso es comparable a lo que está pasando hoy. Para citar a Ratones Paranoicos, las chicas quieren trap.
—En general, las letras de estos temas cuentan de manera muy cruda la vida en las periferias, en este caso de Argentina, pero pareciera que también reflejan la situación de todas las periferias del mundo. ¿Existe un fenómeno estético y cultural generalizado que comienza a dar voz a estos sectores o es solo algo inherente a este género?
—El trap argentino trabaja todos los tópicos del hip hop global desde la reivindicación de clase (cuando se habla de “barrio” siempre es extramuros) a rimas de autosuperación (“Cumplí mi misión como rapero le compré a mamá la casa que quería”, Duki en la Bzrp Music Sessions, Vol. 50) y ostentación. Esa narrativa es original del rap estadounidense pero fue adoptada en distintas geografías de la exclusión más allá de cuestiones raciales: desde la Banlieu parisina, la ex Yugoslavia (con su propia forma: el turbo folk), las migraciones centroamericanas a Los Ángeles, las ruinas del Welfare State en el Reino Unido o el sistema socialista que tienen sus propios intérpretes de rap. El rap y el hip hop se internacionalizaron tanto como la psicodelia a fines de los 60 pero si aquel lenguaje expresaba un mundo que buscaba expandir el modelo legado por las generaciones anteriores en este caso se trató de aquellos que hoy ni siquiera pueden aspirar a eso. El rap es lengua franca en un proceso de desigualdad global casi insoportable. De todos modos, reducirlo a esa perspectiva sociológica es pura corrección política: en muchos casos es la música popular más innovadora de los últimos treinta años.