La pulsión prohibicionista

La pulsión prohibicionista

escribe Fernando Santullo

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Nº 2273 - 25 de Abril al 2 de Mayo de 2024

El sábado pasado, y a pesar de que habría preferido dormir un rato, madrugué. Valeria Tanco me había invitado a comentar en su programa (muy) matutino de Radio Carve, A ritmo de Tanco, dos noticias que le habían llamado la atención. Así que me hice un café, escuché y comenté. Las dos noticias se referían a sendas prohibiciones, una en Chechenia, Rusia, y otra en el Reino Unido, dos países que se suponen en las antípodas ideológicas, pero que comparten un mismo afán de control sobre sus ciudadanos. En nombre del bien, faltaría más.

La República rusa de Chechenia prohibió la música demasiado rápida y demasiado lenta. “Todas las obras musicales, vocales y coreográficas deben corresponder a un tempo de entre 80 y 116 bpm [beats o pulsaciones por minuto]”, dice la nueva legislación, que además declara que la medida tiene como fin luchar contra la “contaminación” occidental que afecta sus valores conservadores. La ley advierte a los artistas locales que tienen hasta el 1 de junio de este año para reescribir su música para que se adapte al nuevo canon. Según los legisladores chechenos, con esas velocidades permitidas se potencia la escucha de músicas tradicionales y folclóricas en detrimento de otras globalizadas, como el tecno y el rock. Es decir, partiendo del presupuesto de que los valores tradicionales locales son mejores, la ley entiende estar haciéndole un bien a la población al prohibir músicas de tales y cuales velocidades.

Por su parte el Reino Unido está aprobando una ley que prohíbe la venta de cigarrillos a personas nacidas después del 1 de enero de 2009. La medida del gobierno británico se enmarca en su campaña contra el tabaquismo y se propone crear la primera “generación sin humo”. La ley podría comenzar a implementarse a partir de 2027. El proyecto fue aprobado por una abrumadora mayoría en la Cámara de los Comunes, en donde fue votada por 383 votos a favor y 67 en contra. En su argumentario, la ministra de Sanidad, Victoria Atkins, explicó que “no existe libertad en la adicción” y que “la nicotina roba a las personas su libertad para elegir”. Por eso elegimos por ellas incluso cuando son adultas, le faltó agregar.

Empecemos por la segunda: lo que ocurre en el caso del Reino Unido es un desplazamiento. Hasta el momento de aprobarse la ley, la libertad de fumar o no dependía de cada ciudadano, siempre que fuera tal, es decir, que fuera mayor de edad. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el alcohol. Al tratarse de una medida que se aplica a partir de determinada generación y para toda la vida de esa y de las generaciones posteriores, esa libertad que estaba en manos de cada adulto es asumida por el Estado bajo la forma de la prohibición. No deja de ser contradictorio el argumento de la ministra Atkins: en nombre de darte una libertad, te cerceno otra.

Todo esto parte de la base de que todos los consumos vinculados con el tabaco son problemáticos, hasta el punto en que todos deben ser tratados como adicciones. Es lo que se conoce como falacia de composición: si existen consumos problemáticos, legislo como si todos los consumos fueran problemáticos y prohíbo el consumo en sí. Evidentemente, hay consumos problemáticos y siempre existen límites a la libertad. Lo que se discute socialmente es, justo, en dónde debe trazarse el límite y qué formas nos damos para apoyar a quienes sufren esos consumos problemáticos. Es contradictorio que, en tiempos de ampliación de derechos, se elija el camino de la prohibición. Un camino que, lo dicen los ejemplos de la ley seca y la guerra contra las drogas, funciona como una grasera tapada: si obturas el flujo habitual (o legal), el agua servida siempre encuentra un camino de salida que, por lo general, resulta ser el piso de tu cocina.

Colocar a los futuros consumidores de tabaco en una situación de ilegalidad de por vida es la mejor forma de acercarlos al universo de las eventuales mafias que surjan, tal como ocurre con otras drogas y el narco. Porque, y esto lo debería saber un adulto con cierta experiencia en la vida, hay gente que seguirá consumiendo lo que mejor le parezca, diga lo que diga el Estado. El debate es si una prohibición es el mejor camino para asegurar una libertad, la de elegir. Una alternativa sería prohibir a las compañías tabacaleras el uso de nicotina y otros elementos que fomentan la adicción. Pero cualquier legislador sabe que es más fácil ponerle un corsé al ciudadano que a una multinacional.

Lo de Chechenia es un poco más burdo y, si uno no es un músico checheno, hasta gracioso. Como si fuera una vieja película de Woody Allen en blanco y negro, uno puede imaginarse a los censores del régimen del jefe Ramzan Kadirov verificando en una oscura oficina las velocidades de las canciones que son buenas y malas para el pueblo de la república. Más interesante aún es pensar en el operativo logístico y el coste que implicaría controlar los bpm de la música que suena en todos los ámbitos de un país. Dedicar los recursos del Estado a tal tarea es el colmo del delirio autoritario, ineficiente y absurdo. Y la coartada para hacerlo, preservar la identidad conservadora del país, es aún más frágil que la británica. Por no hablar de la precisión ridícula de los parámetros de velocidad que fija.

El prohibicionismo es una suerte de represa que se abre y habilita un torrente que viaja en una única dirección. ¿Por qué considerar malas las velocidades de unas canciones cuando podemos definir qué músicas, qué letras, qué conceptos son malos, porque así lo decidimos nosotros, el gobierno? ¿Por qué prohibir solo el tabaco cuando podemos prohibir todo aquello que, decidimos en un periodo en el poder, es malo para los ciudadanos? ¿Por qué solo sin humo cuando podemos obligar a la gente a ser gente sin grasas, sin autonomía y sin ideas propias? Si ciertas ideas nos parecen malas, ¿por qué no declararlas ilegales en nombre de un bien mayor que se define desde arriba hacia abajo? ¿Por qué no rescatar a las personas de sí mismas de manera completa y absoluta? No debe existir un solo autoritario que no declare hacer las cosas en nombre del bien de la patria, del pueblo y de cada ciudadano, ya sea para preservarlo de los males de la música de occidente, ya sea para alejarlo de sus ganas de fumarse un pucho cada tanto.

El problema de la pulsión prohibicionista es que, al menos en estos casos reseñados, intenta lidiar con aspectos esenciales de la experiencia humana que existen más allá de la fuerza o el poder que puedan ejercer partidos, gobiernos y Estados. La gente se droga desde el neolítico más o menos y vive la experiencia de la música desde hace al menos siete mil años, unos cuantos antes de que existiera cualquier organización estatal moderna. Aquello vinculado al placer y el hedonismo (música y tabaco tienen esas dimensiones, aunque los Estados lo olviden) seguirá siendo buscado por las personas, sea legal o no. Seguiremos discutiendo dónde está el límite, pero la gente seguirá tomando decisiones por su cuenta, porque tomar decisiones es lo que nos hace humanos. Cuando la pulsión prohibicionista choca de frente con la pulsión de vida, por suerte casi siempre gana la vida.