Los nubarrones del desempleo

Los nubarrones del desempleo

La columna de Mercedes Rosende

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Nº 2272 - 18 al 24 de Abril de 2024

Me sorprende la gente que dice que no usa las cajas automáticas del supermercado para no dejar sin trabajo a las cajeras. Sin duda, un fin noble perseguido a través de un medio de dudosa utilidad. Lo mismo habría sido oponerse a usar la electricidad para no provocar desempleo entre los que encendían las lámparas de gas de la calle, o manifestarse en contra de los colchones de espuma para salvar de la ruina a los cardadores, o negarse a consumir leche de botella para no perjudicar al lechero que llegaba con el carro o no comprar una heladera para preservar el trabajo del hielero.

Sí, hubo un tiempo en que una telefonista se ocupaba de conectar nuestra línea de teléfono con otra línea, hubo un tiempo en el que un niño de nombre Canillita vendía diarios de papel recorriendo las calles, y yo llegué a conocer a un señor que se presentaba como telegrafista, otro como amanuense, y a varias señoras que decían ser mecanógrafas. Los trabajos, me da la impresión, van y vienen desde hace mucho tiempo, se destruyen y se crean, quizá hoy a mayor velocidad.

Los agoreros y futurólogos nos dicen que pongamos las barbas en remojo porque para 2030 muchos trabajos habrán desaparecido. Y es innegable que vienen tiempos bravos (¿cuándo no?), que hay gente amenazada de quedarse sin trabajo, que hay oficios o profesiones con muerte anunciada en el horizonte, como las cajeras de supermercado. Los nubarrones del desempleo se ciernen sobre una población potencialmente enorme desde que todo saber o habilidad amenaza ser sustituido —y en breve, nos dicen— por algo más eficiente y barato, llámese inmigrantes, robótica, inteligencia artificial, trabajo a distancia. Y es probable que sea cierto, al menos en parte.

No es necesario que nos remontemos al aguatero que paseaba su carro por las calles empedradas de Montevideo, pensemos en trabajos que hasta ayer eran comunes y que casi han dejado de existir en el último decenio: agentes de viajes o corredores de seguros, servicios que hoy nos ofrecen las plataformas y que contratamos sin intermediarios. Los analistas más pesimistas ven aproximarse ese futuro distópico disparado por cambios tecnológicos imprevisibles y presagian la transformación de los trabajadores en una masa de personas inútiles que habrá que mantener entretenida y lo más dócil posible.

Hasta hace poco estas profecías me generaban el pánico que sentimos frente a lo desconocido y lo incontrolable, pero hoy, pasados los años sin que se produzca la catástrofe, o no a los niveles anunciados, la predicción parece exagerada. Si pensamos en los sucesivos cambios de enfoque al individualizar la amenaza, veremos que nada es tan claro ni tan seguro: si al principio se hablaba del big data y de la “Internet de las cosas” como las grandes amenazas, si después fue la robótica y la automatización, ahora el problema parece estar centrado en la inteligencia artificial (IA). Y mañana quién sabe por dónde andará el cuco que nos va a dejar sin trabajo.

No, no digo que no vaya a suceder nada, pero las cifras no anuncian una hecatombe inmediata. Es más, los números de los análisis de las pérdidas de empleo varían, y varían tanto que hacen sospechar que hoy nadie sabe muy bien a dónde nos conduce la tecnología. La mayoría de los esfuerzos por calcular la pérdida de puestos de trabajo se basan en un informe de Carl Benedikt Frey y Michael A. Osborne de 2013 referidos a automatización y trabajo, sobre todo en la afirmación de que la tecnología disponible (en ese entonces) iba a permitir automatizar el 47% de los puestos. Algo que claramente, 10 años después, no ha sucedido. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) usó el enfoque propuesto por los autores para sus propias estimaciones, que arrojaron porcentajes muy inferiores: entre un 5% y un 9% de pérdida. Por otro lado, PriceWaterhouseCoopers hizo su propia ponderación y concluyó que en Reino Unido y Estados Unidos podría automatizarse más de 35% de los empleos. ¿A quién le creemos?

La automatización tiene, además, sus propios costos —maquinaria, comunicaciones ágiles y seguras, reparaciones, mantenimiento— y es vulnerable a los problemas que experimenta la informática en general. También hay estudios que indican que en determinados casos es menos eficiente que los trabajadores que sustituyó, como el caso de las grúas manejadas por sistemas. Es más, si la tecnología estuviera sustituyendo a los trabajadores a gran escala, necesariamente deberíamos ver un incremento de la productividad y, sin embargo, las estadísticas muestran una disminución general de su crecimiento en los países de la OCDE. Conclusión: la tecnología que reemplaza a los trabajadores no es la panacea, funciona en algunos casos y en otros puede ser cara e ineficiente.

Es cierto que la automatización o la robótica o la IA reemplazarán algunos trabajos, hoy hasta podemos suponer cuáles, pero por el momento no sabemos cuántos ni cuándo se producirá. Me atrevería a decir desde el sentido común que los números que estiman pérdidas de puestos no son tan homogéneamente relevantes desde que el resultado depende de factores que no siempre son los mismos: legislaciones que regulan los despidos, relación entre costos laborales y tecnológicos, preferencias sociales y políticas, posibilidad de deslocalización, por citar solo algunos. Sin contar con que los procesos de incorporación de tecnología son complejos, nunca lineales.

Sí, el discurso sobre la automatización tiene un componente de verdad, nadie lo niega, pero eso no significa que los trabajos que desaparezcan no vayan luego a ser reemplazados por otros. Toda nueva tecnología tiende a eliminar tareas existentes, y también hace surgir empleos nuevos, aunque exista un desfase temporal entre la destrucción de unos y la creación de los otros. Además, lo que estará en juego en el mundo del trabajo en los próximos tiempos no puede sustraerse de una reflexión profunda que contemple cambios en la economía global, cambios en nuestras sociedades que todavía asumen como inevitables, como daños colaterales, el desempleo, la precariedad, la pobreza y la explotación.