Manejar el disenso

Manejar el disenso

La columna de Gabriel Oddone

6 minutos Comentar

Nº 2272 - 18 al 24 de Abril de 2024

Hablar sobre Uruguay en el exterior da satisfacciones. Por un lado, porque los auditorios suelen ser bastante receptivos y elogiosos cuando escuchan sobre nuestros problemas y desafíos, algo que a veces alienta nuestra autocomplacencia. Por el otro, porque efectivamente cuando uno se escucha hablando de Uruguay fuera de fronteras son muchas las cosas buenas que se pueden decir. Entre todas ellas, creo que la más importante, sobre todo en el mundo en el que vivimos, es que tenemos una sociedad que todavía sabe cómo manejar el disenso.

El debate público en los lugares del planeta a los que logro prestar atención es algo deprimente. Como desde siempre, lo más visible y llamativo suele estar lejos de los temas relevantes. Eso no ha cambiado. Pero en contraste con el pasado, al menos el que yo recuerdo, las discusiones están dominadas por unas formas estridentes que no guardan relación con la sustancia del debate. Así la indignación, el enojo y la agresividad de los interlocutores emergen con una rapidez inusitada. Y eso ocurre en redes sociales, en los medios de comunicación, en los parlamentos y un largo etcétera.

A diferencia de lo que a veces se sostiene, la radicalidad que predomina en los debates públicos lejos de ser una consecuencia de diferencias ideológicas importantes deriva de la ausencia de cuerpos de ideas ordenados que orienten los intercambios. Es la falta de ideologías lo que nos impide separar lo importante de lo inocuo, lo que no permite que sepamos distinguir entre temas en los que es lógico que tengamos visiones distintas de aquellos aspectos de fondo sobre los que las diferencias deberían ser excepcionales.

La fragmentación hasta límites insospechados de las demandas ciudadanas son un reflejo de la ausencia de un eje de pensamiento que permita articular ideas, definir prioridades y ordenar los temas por su importancia. Ello provoca que las expresiones políticas que compiten por acceder al poder se terminen reduciendo a simples entidades que solo agregan demandas deshilvanadas y dispersas gracias a candidatos frenéticos que hacen propuestas sin mucho fundamento.

Así, es el declive de las ideologías lo que facilita la fragmentación de las demandas y el debilitamiento de las democracias. No es al revés. Las sociedades que dan lugar a demandas excesivamente fragmentadas y que diluyen las identidades y fortalezas de sus partidos políticos manejan muy mal el disenso. Y eso es un problema serio, porque al final del día la convivencia civilizada entre los seres humanos es saber encauzar sus diferencias.

En el contexto regional e internacional actual, Uruguay parece ser una excepción. Y lo es por buenas razones. Si bien el debate público no está exento de radicalismos superficiales y de posturas basadas en indignaciones sin mayor fundamento, el país sigue contando con un sistema de partidos políticos denso que es representativo de las ideas y las preferencias ciudadanas. En otras palabras, nuestra democracia goza de buena salud porque las coaliciones de partidos que se han alternado en el gobierno en los últimos 40 años son fuertes y están organizadas a partir de cuerpos de ideas coherentes y representativas de lo que la ciudadanía piensa en materia de políticas públicas.

Debido a ello, nuestro sistema político es la principal fortaleza de Uruguay. Gracias a él, la alternancia en el ejercicio del gobierno es posible y no está cerrada para nadie. Gracias a él, la separación de poderes es indiscutible. Gracias a él, la libertad de expresión está garantizada. Gracias a él, nuestras instituciones públicas son creíbles y tienen reputación de ser transparentes y probas. Gracias a él, las reglas de juego de la economía son claras, estables y verosímiles. Y eso es lo que en el exterior se destaca de nuestro país. En un mundo convulso, fragmentado, con liderazgos de mala calidad y con crisis de representación de los partidos políticos, que Uruguay siga teniendo un sistema de convivencia en el que la tolerancia, la diversidad y el respeto por las diferencias son lo normal es algo muy positivo.

La clave de nuestro sistema político es que ha sabido combinar, al menos hasta ahora, la búsqueda de consensos sobre aspectos de fondo de nuestro modelo de convivencia y el manejo de los disensos sobre orientaciones, prioridades y herramientas de las políticas públicas. Ambas cosas contribuyen a fortalecer la democracia y la cohesión social.

Lo primero, porque los partidos políticos comparten principios como son la adhesión irrestricta a las reglas democráticas de gobierno, el respeto a las libertades y a los derechos de las personas, así como a formas de gobierno reñidas con la corrupción. Asimismo, aunque con matices, también suelen estar de acuerdo en mantener una economía abierta al mundo, aceptar las reglas de mercado como forma de organización económica predominante, garantizar la estabilidad macroeconómica y promover la presencia activa del Estado para regular los mercados y corregir las inequidades que estos provocan.

Y así como el consenso nos fortalece y cohesiona, también lo hace el disenso. Es que, si los partidos políticos estuvieran de acuerdo en muchas más cosas, arriesgarían a no representar de forma adecuada a la ciudadanía, algo que erosionaría su legitimidad y daría oportunidades a los outsiders del sistema. En diversos países, incluidos algunos de la región, la falta de diferencias entre los partidos políticos ha facilitado el avance del populismo.

Por eso, que los partidos políticos tengan posiciones y visiones comunes sobre principios y temas de fondo de la agenda pública, pero que mantengan diferencias importantes sobre aspectos no menos relevantes como la equidad o el papel del Estado en la economía, por mencionar solo dos, es algo muy positivo pero que, al mismo tiempo, plantea un desafío. Porque si en un contexto como el descrito el sistema político no logra encauzar los desafíos que tenemos por delante, como son crecer a mayor ritmo, reducir la pobreza infantil y adolescente y mejorar la seguridad ciudadana, corremos el riesgo de vernos arrastrados al escenario de estridencia inocua, parálisis e indignación que hoy predomina en varios países del mundo.

Tenemos motivos para estar orgullosos, pero debemos evitar la autocomplacencia. Hay mucho camino por recorrer.

(*) El autor es economista, doctor en Historia Económica e integrante del centro de análisis Ágora.