El odio, un derecho humano

El odio, un derecho humano

La columna de Gabriel Pereyra

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Nº 2092 - 8 al 14 de Octubre de 2020

En Uruguay incitar al odio es ilegal, o sea que odiar es un sentimiento penado por ley. Ser nazi es ilegal. ¿Odiar al nazismo es ilegal? Por tanto, no es que el odio y su incitación sean ilegales per se, sino que deben ser analizados en un contexto acerca de qué o a quién se odia. Odiar a los odiadores, al parecer, no será delito.

Una discusión parecida se plantea con los grados de tolerancia que hay que tener con los intolerantes.

El periodista danés Flemming Rose, responsable de haber divulgado en el diario Jyllands Posten las viñetas sobre Mahoma, publicó en El País de Madrid un artículo en el que señala que “el derecho al odio es tan importante como el derecho al amor, siempre que no se exprese en forma de incitación directa a la violencia”.

“Es difícil negar la legitimidad del odio que sienten los padres cuyos hijos han sufrido los abusos de un pedófilo. Lo mismo se puede decir de las víctimas de un crimen o de las personas a las que se ha humillado de alguna manera. El odio forma parte de la condición humana, nos guste o no”, dice Rose, y recuerda la frase de George Orwell acerca de que “la libertad de expresión solo tiene sentido si incluye el derecho a decirle a la gente lo que no le gusta”.

También se podría recordar a Nietsche: “El hombre de conocimiento debe ser capaz no solo de amar a sus enemigos, sino también de odiar a sus amigos”.

¿A qué viene esta oda al odio? Hace unos días el senador del partido filomilitar Cabildo Abierto, Guido Manini Ríos, dijo que “hay familiares (de desaparecidos) que siguen prisioneros de ese odio que los ha movido toda la vida”.

No es el primero ni el único que contrapone el acto cometido por los representantes de un Estado de matar a una persona y desaparecer el cadáver con el sentimiento que puede haber causado eso en los familiares del asesinado. Una comparación que no admite el menor intento de racionalidad como de misericordia, pero que ha servido como insumo en el debate público.

Tratándose de un dirigente político de un partido de derecha que ha impulsado y apoyado toda medida que sume a la llamada mano dura contra la delincuencia, normas que apuntan a eliminar al delincuente (repartir porte de armas, ampliar la legítima defensa, etc.), llama la atención que plantee el odio como un pecado per se.

¿Qué diría Manini acerca del odio que puede despertar en una mujer que a su marido lo haya asesinado un rapiñero mientras atendía un comercio? ¿Justificaría Manini el odio a la delincuencia de la familia de un niño violado y luego asesinado?

Vamos, todos sabemos cuál sería la respuesta porque estos sectores políticos nunca condenaron el “que los maten a todos” o “que se maten entre ellos”.

Entonces, si se justifica el odio de una viuda cuyo esposo cayó bajo las balas de un rapiñero, ¿por qué no aceptar el mismo sentimiento del familiar de una mujer secuestrada, violada, torturada, asesinada, quemada y enterrada en cal viva o tirados sus restos al mar?

Así como ciertas corrientes filosóficas tildan de prochorros a quienes rechazamos cualquier medida que no procure la recuperación de un detenido y el respeto a sus derechos humanos mientras esté preso, se podría tildar de protorturadores a quienes critican el odio de los familiares de desaparecidos.

Si Manini critica el dolor de un familiar que es víctima de la delincuencia común con la misma enjundia que lo hace con los familiares de desaparecidos, tendré que retractarme en este señalamiento de algo parecido a un doble discurso del “comandante, general, senador”.

En realidad, creo que no es doble discurso. Manini cuestiona a los delincuentes comunes de hoy y abrazaría a sus víctimas, pero no tiene el mismo sentimiento con los delincuentes comunes del pasado y sus víctimas que se arrastran hasta hoy.

Si Manini no es empático con el dolor de los familiares de desaparecidos, que tienen derecho al odio, tengo derecho a dudar de que lo sea con las causas que provocaron tanto dolor.

Sépanlo y asúmanlo, mientras no sea para generar una ira colectiva que se dispare contra alguien que viola la ley, el odio es un derecho humano, sin importar lo que digan esas leyes que cuestionan el odio, pero que no son capaces de castigarlo cuando luce “lógico”. Odio a Hitler. Odio a Gavazzo.

Y, dentro de la lógica del odio, qué bueno sería que los movimientos políticos, las organizaciones estatales, los líderes iluminados, en suma, todos aquellos que piensen que pueden pisotear la consigna del “Nunca más”, supiesen y asumieran que lo que las grandes mayorías tienen para depararles, si sacan el pie fuera del plato de la ley, es odio; un odio profundo, ese que no hay ley que lo pene, porque es puntual, para nada generalizado, y tenue si se tiene en cuenta que en su origen está el recuerdo imborrable de un hijo quemado por la picana, el llanto de una madre ahogada por el tacho, los ojos sin brillo de un padre silenciado para siempre por un cobarde.