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Phoebe Siegler, una treintañera neoyorquina, llega a California con una misión: encontrar a Anabella, la hija adolescente de una amiga, que desapareció de su dormitorio universitario sin dejar rastros. Para seguirle la pista, una asistente social la remite a un detective especializado en ubicar gente, Charles Heist, el detective salvaje del título (Mondadori, 2023). Lo de “salvaje” no refiere a primitivo o descontrolado, el título original de la novela es The Feral Detective, que podría haberse traducido más ajustadamente como “El detective asilvestrado” (como un animal devuelto a la naturaleza), aunque sin duda sería un nombre mucho menos llamativo. También podría haber evitado incontables dudas y preguntas sobre qué relación tiene el libro con Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, y la respuesta a todas ellas es absolutamente ninguna.
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En cuanto baja del avión Phoebe le da la espalda a Los Ángeles, kilómetro cero de la novela negra, y se sumerge en las profundidades del Inland Empire, una enorme zona aledaña al sur-este de la ciudad, de algo menos de la mitad del tamaño de Uruguay y compuesta por un sinfín de ciudades, pueblos, zonas semi rurales, parques, valles desérticos, montañas, bosques y lo que a uno se le ocurra imaginar, desparramados sin mucho orden por el territorio y unidos entre sí por autopistas de múltiples carriles abarrotadas de tráfico a toda hora. Y, como una lugareña le explica a Phoebe, es la zona de Estados Unidos con la mayor frontera hacia la nada, a lo salvaje, o sea, hacia el desierto. Es una especie de gigantesco no-lugar de variedad surrealista (por algo David Lynch usó su nombre como título de su último largometraje, aunque ni una sola escena está rodada en la zona), y lo más opuesto al paisaje y la dinámica en que Phoebe vivió toda su vida. Está perdida en territorio extraño, pero también la época le es ajena. Donald Trump acaba de ganar las elecciones y para la liberal (en el antiguo sentido del término, como opuesto a conservadora) es el fin del mundo. Phoebe está perdida en el espacio y en el tiempo.
La protagonista conoce a Heist en su despacho, que comparte con una zarigüeya que vive en el cajón del escritorio y una chica sin hogar que se esconde en un armario. Le explica el asunto, y Heist se compromete a hacer averiguaciones. Phoebe se va, y en otra voltereta que dinamita el clasicismo de la novela negra, la narración la sigue a ella y no al detective, que durante el relato se limitará a aparecer y desaparecer de la trama. Formalmente es una novela negra, pero en realidad es el recuento del terremoto electoral que arrasó la vida de Phoebe, neoyorquina arquetípica, hija de psicólogos, votante de Hillary Clinton, más que un poco neurótica, que cuando quiere relajarse va a una cafetería a leer una novela de Elena Ferrante. Trabajaba como redactora en el The New York Times, pero cuando la dirección del diario invitó a Trump a la redacción no pudo soportarlo y renunció. Una de sus amigas le cuenta que está paralizada sin poder tomar el subte, porque cuando piensa en que el tren va a pasar a pocas cuadras de la Torre Trump sufre ataques de pánico. Así de perdidos están Phoebe y su círculo, y en ese estado mental es que se sumerge en el mundo de Heist (a quien las elecciones le importan un pito).
La primera y única pista que tiene para ofrecerle a Heist es que Anabella era fanática de Leonard Cohen, a niveles obsesivos. Varias veces hablaba de irse a conocer el monasterio budista donde Cohen se recluyó por años, en el monte Baldy, en los límites del Inland Empire. Heist le dice que va a averiguar, pero que antes tiene que hacer otras cosas, y la lleva a una comunidad de personas sin techo que viven en el cauce de un río a punto de inundarse por las lluvias. Heist mata dos pájaros de un tiro, haciendo averiguaciones sobre Anabella y dedicándose a su tarea principal: rescatar gente.
Durante el primer tercio del libro, Phoebe vaga por la zona entre perpleja y frustrada, hasta que convence a Heist de visitar el monte Baldy y el monasterio. Y entonces aparecen dos cadáveres de un sacrificio ritual, y todo se complica.
Tribus en el desierto
Resulta que la desaparición de Anabella está conectada con el pasado de Heist, y para encontrarla tienen que sumergirse en las raíces de su vida. Y estas raíces están en lo más profundo del desierto de Mojave, en la tensión casi ancestral entre dos comunidades, las Liebres (un matriarcado benigno y asentado) y los Osos (un patriarcado de ex reclusos, motoqueros y barbudos en general, dispersos y agresivos). Ambas tribus tienen el mismo origen, el delirio hippie de principios de los 70. Una comunidad utópica falló espectacularmente, y de sus restos y retazos terminaron formándose las Liebre y los Osos, hermanados pero opuestos. Heist es hijo de las Liebres (identificar a la madre nunca fue una opción en la tribu) y de alguno de los Osos. Y estos últimos quieren que sea su rey.
Todo lo que sigue tiene un aire leve a surrealismo, pero no mucha mayor que el terreno real en que se desarrolla. El desierto de Mojave es una inmensidad vacía y desolada, pero parte de esa zona alucinada que comienza en Los Ángeles, sigue por el Inland Empire y termina en el mismo desierto. Es el Gran Vacío, la nada existencial definitiva, pero la gentrificación está a la vuelta de la esquina. En su centro se pueden encontrar comunidades y aldeas como la de las Liebres, totalmente fuera del sistema, totalmente autosuficiente, y a no mucha distancia se puede encontrar un spa de lujo con restorán vegano, clases de yoga y piscinas termales. Prácticamente todo pueblo o localidad que se menciona en el libro es reconocible por alguna novela, película, canción u otra referencia cultural.
Y mientras la trama se desarrolla y se van develando los misterios, queda claro que el libro es también una alegoría sobre la era Trump y la debacle de la cultura liberal (en el viejo significado del término). Novela policial deconstruida, sí. Relato de misterio, sí. Pero también el testimonio en clave de una generación que perdió sus referencias. La generación de Jonathan Lethem.
El niño que vio Star Wars
Lethem es el novelista de la reversión, de tomar los géneros y reutilizarlos a su manera. De contar historias utilizando los tópicos de la ciencia ficción o la novela negra pero solo como telón de fondo. Un ejemplo perfecto es Cuando Alice se subió a la mesa (Caballo Negro, 2022). La historia de un profesor universitario que debe asumir que su pareja lo dejó de querer cuando se enamoró de otra persona, un universo de bolsillo creado en un laboratorio, que solo se comunica aceptando o rechazando los objetos que le ofrecen. Y sin embargo es una historia de desamor.
En el límite entre su infancia y adolescencia vio Star Wars. Muchas veces. 13 veces. Y también leyó las obras completas de Philip K. Dick. Claramente eso le dio la base sobre la que construir su obra de ficción, pero siempre deconstruyendo, siempre invirtiendo polaridades. Sus libros tienen cierta similitud con los de su cogeneracional Michael Chabon, aunque este último es más fiel a la narrativa tradicional. Pero ambos comparten la pasión por las historias dislocadas, con foco extraño, con personajes que demuestran ser más significativos que el entorno en que el autor los coloca. Y ambos, pero sobre todo Lethem, están empeñados en mostrar lo general a través de lo singular, lo personal a través de lo desmesurado. Y más que nada el choque de realidades, como le ocurre a Phoebe. Si a Lethem se le preguntara si está buscando alcanzar aquella quimera delirante de los escritores estadounidenses, escribir la “Gran Novela Americana” (americana porque se sabe que Estados Unidos tiene vocación de sinécdoque) perfectamente podría reírse y preguntar: “¿Cuál de las Américas?”.