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Jimi Hendrix, Jim Morrison, Kurt Cobain y Amy Winehouse murieron a los 27 años. Y Jean Vigo, a los 29. Los cuatro primeros, por complicaciones con el eterno problema de las drogas; el cineasta francés fue víctima de la tuberculosis. Una muerte menos rockera y más romántica, pero no menos épica a su manera. Es como si los músicos hubiesen acaparado el nicho de los que se van temprano, cuando existen casos de volatilidades extraordinarias como Raymond Radiguet, que murió a los 20 años y dejó dos novelas famosas, una de ellas El diablo en el cuerpo, que fue llevada a la pantalla grande varias veces. Hay adolescentes homéricos en la pintura y en la escultura, y también en el cine. No debemos olvidar que James Dean se reventó con su Porsche a los 24 años, dejando al club de los 27 como unos veteranos.
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Vigo tuvo una vida corta y digamos hoy que gloriosa debido a su influencia en el cine francés y mundial, aunque con casi ninguna fama, a no ser la adquirida en los círculos cinéfilos más inmediatos y atentos, que distaban mucho del glamour y ensordecimiento actual del negocio cinematográfico. Solo rodó un par de cortos (Taris y A propósito de Niza), un mediometraje autobiográfico que causó asombro (Cero en conducta) y un único largometraje, considerado una de las indiscutidas obras maestras de la historia del cine: La Atalante. En total, menos de 200 minutos, casi lo que dura la estirada y sobrevalorada Oppenheimer.
Hijo de un anarquista que murió en la cárcel en extrañas circunstancias (según la policía, ahorcado con el cordón de sus zapatos, claro, ja, ja), Jean Vigo fue muy pronto un huérfano que entraba y salía de los internados de París y Niza, ciudad a la que dedicó el corto documental A propósito de Niza (1930), poco más de 20 minutos con imágenes increíbles de la rambla, los hoteles y cafés, las señoras y señores adinerados que los frecuentan, todos tomando sol rigurosamente vestidos en reposaras en esa playa con arena rocosa, y las clases populares disfrutando un carnaval con el desfile de cabezudos o trabajando en fábricas con enormes chimeneas que generan espeso humo. Clásico contraste entre ricos y pobres pero sin las costuras de la ideología burda y la mala confección. La disolución del Estado será una completa guasada a nivel pragmático, algo imposible de practicar incluso en Ciudad Gótica, pero el anarquismo tiene un principio filosófico difícil de derribar: el poder siempre corrompe.
Su padre se había cambiado el apellido Vigo por el de Almereyda, según cuenta François Truffaut en el libro de notas recopiladas Las películas de mi vida (Cuenco de Plata, 2015) porque contenía todas las letras de la palabra merde. Coherente visión para quien está siempre del lado de los más débiles y considera cualquier organización gubernamental una mierda, y por ende los nombres del registro civil. Hay bastante de ese espíritu anarquista en la obra de Vigo, de un humor despiadado y libertario, como queda patente en Cero en conducta (1933), sobre uno de los tantos internados en los que pasó su infancia y donde los niños no dejan de hacer guarradas y rebelarse contra sus mayores, algo menos de una hora de película que fue la base espiritual de Los 400 golpes del propio Truffaut, puntapié inicial de ese movimiento fundamental del cine independiente llamado nouvelle vague. Cuanta más libertad haya para filmar, más distendidas y auténticas serán las obras.
Pero La Atalante (L’Atalante, 1934) es mucho más que humor, rebelión y autenticidad. La anécdota es muy sencilla: un joven matrimonio (Dita Parlo y Jean Dasté) que acaba de casarse se va a vivir a la barcaza en la cual trabaja el marido como patrón, y allí los esperan un muchacho y un viejo marinero que está interpretado por el genial Michel Simon. Cuatro personas a bordo de la barcaza carguera que surca los ríos y canales, junto a un montón de gatos que los acompañan. Vivir sobre el suave balanceo de las aguas. Describiendo la cotidianidad, la vida diaria, cocinar y lavar la ropa, los apretados camarotes, el trabajo en cubierta y el descanso a la noche, se abre todo un horizonte de sugerencias y poesía espontánea, no conscientemente buscada. La muchacha asombrada por las luces y los escaparates de una París casi naif cuando salen a dar un paseo, los celos del marido ante la aparición de un personaje chaplinesco que baila y vende telas y así encandila a su esposa, las curdas y extravagancias de Michel Simon, en cuyo camarote hay baratijas de todo tipo, desde una marioneta, un acordeón y una vitrola hasta recuerdos de viajes a Shanghái, La Habana, Singapur, Caracas y San Francisco, además de un frasco con… las manos de un amigo. “Es el único recuerdo que me queda de él”, dice Simon sin aspavientos ni drama ante el rostro de asco y repugnancia de Dita Parlo. Un triunfo de las formas y de cómo representar las cosas antes que explicarlas.
Hay escenas asombrosas por el grado de limpieza, equilibrio y espontaneidad, muchas de ellas, improvisadas. A 90 años de filmada —insisto: a 90 años— impresiona. En una humilde barcaza tenemos una caja plagada de resonancias. No es un dato menor que el director de fotografía y habitual colaborador de Vigo haya sido el ruso Boris Kaufman, el hermano de Dziga Vértov, otro pionero en esto de dar vida a las imágenes. Kaufman, que abandonó Rusia en 1917 y se radicó con su familia en Francia, trabajaría luego en los Estados Unidos para Sidney Lumet y Elia Kazan y se llevaría el Oscar a la Mejor fotografía gracias a Nido de ratas (On the Waterfront, 1954).
Vigo, como Truffaut, fue primero un gran espectador y fundador de cine clubes. Se cansó de ver cine antes de hacerlo. Ver antes que hacer, una ecuación fundamental. Imágenes, no símbolos. Gran parte de su adolescencia errática fue corregida en la oscuridad de una sala donde aún hoy un misterioso halo de luz ilumina con todas las formas de la vida una pantalla que atrae nuestras emociones. Y cuando estuvo preparado se largó a pedir trabajo en los estudios, de lo que sea, sin importarle incluso limpiar los baños.
El cine fue fundado por los franceses con los pioneros hermanos Lumière. Muy sintéticamente, en el período mudo galo destacaron el genial Georges Méliès y René Clair. Y en los años 30, a comienzos del sonoro, además de Jean Renoir y Abel Gance, estaba Vigo, un adelantado a su tiempo. Hay que resaltar que Cero en conducta fue prohibida en la librepensante Francia por su “irreverencia” y “antipatriotismo”. Asimismo, Gaumont, la productora de La Atalante, no quedó conforme con la película y le realizó algunos cambios y cortes, que el debilitado director no tuvo más remedio que aceptar. Complicada cosa esto de ir contra los que ponen el dinero, seas o no anarquista. Durante el rodaje Vigo ya estaba enfermo y dirigió varias escenas desde un catre. Murió a los pocos meses de estrenada la película. En 2001 y gracias a otras copias que circulaban se realizó una restauración que se considera completa y la más fiel al autor y es la que puede encontrarse en la plataforma Cinemalversa.
No sé a cuántos lectores les puede interesar después de leer esta reseña ver La Atalante. Seguramente, a poquísimos. Basándome en el espíritu de Vigo y su padre, si es a una sola persona ya está bien. Puede cambiar de posición, a veces detrás de Orson Welles, a veces por encima de Kurosawa o Murnau, peleando un lugar con Fellini, Ford o Bergman, pero La Atalante de Jean Vigo siempre está en las listas de las mejores películas de todos los tiempos.