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    A merced de los imbéciles

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2100 - 3 al 9 de Diciembre de 2020

    Lunes al mediodía. Tras haber visto el partidazo que jugó Edinson Cavani el domingo, en donde 45 minutos le dieron para hacer un pase de gol y meter dos, entro en la web de un canal deportivo para ver el video con el resumen del partido. Como hemos visto de manera notoria en estos días, a veces el entusiasmo futbolero se extiende más allá del final del partido. Mi sorpresa al entrar es que el nombre Cavani no aparece asociado a su excelente partido del día anterior, sino a la posible sanción que recibiría de parte de la asociación inglesa de fútbol (FA) por haber usado la palabra negrito en un mensaje a un amigo que lo felicitaba en Instagram. Un amigo que además es blanco.

    Al comienzo pensé que era joda: a quién se le ocurre que una asociación de fútbol se plantee sancionar a un jugador por un comentario en un diálogo entre amigos. Quiero decir, ¿qué cornos tiene que ir a meterse una federación en esa clase de intercambio? Pero después caí en la cuenta de que es exactamente la clase de imbecilidad que resulta esperable en este mundo imbécil al que hemos arribado y en el que, para alegría de muchos imbéciles, nos seguimos sumergiendo de manera veloz y delirante. Cuando digo imbécil lo digo en el sentido que le otorga la Real Academia Española en la primera acepción de su definición online: “1. Adj. Tonto o falto de inteligencia”. Y tonto es, según la misma RAE: “1. adj. Dicho de una persona: falta o escasa de entendimiento o de razón”. Un imbécil es entonces, en el estricto sentido en que lo empleo aquí, alguien o algo que no es inteligente, que no entiende y que no razona. O que, si lo hace, anda escaso de todo eso.

    Leo en la noticia que el argumento para sancionar a Cavani es que la palabra negrito es un insulto en cualquier situación y circunstancia. Incluso cuando es un comentario claramente amistoso entre dos personas que se conocen y en donde, de manera inequívoca, no existe una agresión ni nada parecido. Como argumento no parece inteligente, carece de entendimiento y tampoco suena razonable. Y es que las palabras no son objetos exteriores a su circunstancia y contexto, no son pájaros en vuelo que definen cosas desde lo alto del cielo. De hecho, son justo lo contrario: las palabras solo tienen sentido cuando se dicen en un contexto definido y específico. Y ese sentido es el que le asignan sus hablantes, no la federación inglesa, el Vaticano o el Corán. Y es justo ese sentido estricto el que es codificado a posteriori por instituciones como la citada RAE que, contrariamente a lo que se suele creer, carece de poder (y de intencionalidad) para definir previamente algo. La RAE se limita a registrar usos y a transmitirlos, cambiando esos significados sí y solo sí los hablantes los cambian en sus usos habituales.

    Justo por eso el problema de la FA con negrito es primo hermano del problema que trae consigo el lenguaje inclusivo: el sentido que se asigna a las palabras no es resultado de una serie de cambios más o menos espontáneos, generalizados y extendidos a lo largo del tiempo, sino de una ingeniería social previa. Una que se cree capaz de definir, con prescindencia de los usos reales que los hablantes dan a las palabras, qué cosas son “buenas”, “malas”, “deseables” o “indeseables” en el habla real. Es decir, de una ingeniería social que cree que es su derecho (¡su deber!) impulsar castigos y censuras contra aquellos usos reales de las palabras que considera “malos”, “poco apropiados” o que “atrasan”. Y, viceversa, a premiar con dineros y prebendas a quienes hagan un uso “correcto” de los sentidos de las cosas que esa ingeniería social promueve. Ideología disfrazada de bien común, versión 3.0.

    He leído por ahí que tratándose de la federación inglesa de fútbol, y como esta lo pone en su reglamento, tiene derecho a hacer lo que quiera. Bueno, sí y no. Derecho es probable que tenga, por eso amenaza a Cavani. Otra cosa es si a ese mamarracho se le puede seguir llamando derecho o si ya estamos en condiciones de llamarlo persecución, prepotencia o, para ponernos foucaltianos, panóptico en estado puro. Preguntarnos si a esa clase de mirada literal y descontextualizada se la puede asociar con algo más que prepotear a individuos de manera arbitraria y tonta (según definición de la RAE) para imponer unos usos y sentidos que el lenguaje real puede o no tener. Sentidos que, por cierto, no pueden depender de lo que diga una empresa, por muy rica que sea. Sentidos diversos que, por el mero hecho de existir, deben ser considerados antes de meterse en ese pantano neoestalinista que los imbéciles, en sentido estricto que consigné al principio de esta nota, adoran aplaudir.

    Una de las características de ese aplauso es la convicción de que estos cambios empujados a golpe de prepotencia buenista son en la dirección “correcta”. Es decir, la vieja idea de que los medios pueden ser justificados por los fines: si después de la sanción a Cavani, nadie más se anima a escribir negrito, ni siquiera en una charla amistosa entre amigos, es que habremos avanzado. Pero no es así. No lo es porque las palabras solo adquieren su sentido real en su contexto específico y la eventual sanción a Cavani (entre tres y 12 partidos, sale mucho más barato romperle la pierna a un rival) se produciría precisamente gracias a haber eliminado por completo ese contexto. Por eso no vale la comparación con el caso de Suárez y Evrá hace unos años: Suárez le dijo eso a un rival en el campo de juego, quien dijo sentirse ofendido y lo denunció. Sin meterse en el posible victimismo/oportunismo de Evrá, ahí al menos hubo alguien que dijo sentirse ofendido por el sentido de las palabras. No ocurrió eso en el caso de Cavani.

    No es loco entender que estamos ante una nueva vuelta de tuerca en esta especie de delirio constructivista que cree que los problemas de la realidad (como el racismo) se solucionan cuando se censura y castiga a personas con nombre y apellido por los usos que esas personas hacen de las palabras en contextos específicos. Ya no hace falta que alguien se declare ofendido por algo y reclame una compensación o un castigo para que su dolor de víctima se vea apaciguado. Ahora la policía del lenguaje y del pensamiento, esa que conoce el sentido unívoco de todas las palabras que se usan, empezó a actuar de oficio. Tal como actúan de oficio quienes usan dinero colectivo para empujar “su” sentido del lenguaje y para premiar a quienes escriban, piensen o canten a las cosas “correctas”.

    Los veteranos punks californianos Bad Religion son una fija en estas columnas por sus letras poéticas, certeras y que muchas veces resumen mejor que cualquier sociólogo el presente en que fueron escritas y al que se dirigen. Por eso cito un fragmento de su tema At the Mercy of Imbeciles: “Yo no inventé las reglas, / pero claramente estamos guiados por tontos. / Es bueno conocer sus métodos / para saber cómo no comportarse”. Efectivamente, estamos a merced de los imbéciles, tal como los define la RAE. Esos que ya lograron que Cavani pida disculpas por algo que sabe que no hizo y que amagan con salir a buscar a todo aquel que no acepte su sentido imbécil de las cosas.