Nº 2174 - 19 al 25 de Mayo de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa candidez de Quincey es conmovedora: como un insecto atraído por la luz, con menos de 20 años emprende un viaje largo y costoso por Gales en busca de William Wordsworth, el autor de Baladas líricas, que tanto le había fascinado. En esa penosa travesía descubre que no cuenta con el valor necesario para enfrentar al poeta que admira y que tampoco puede confiar en el bien que su familia le desea; a tal punto es así que opta por vivir al borde de la muerte de hambre con tal de no volver a hablar con los de su sangre. Nos consta que durante este período no le faltó material de lectura, con un costo asociado nada despreciable: De Quincey prescindió de los alimentos del cuerpo a favor de los alimentos del espíritu con una frecuencia pasmosa, y aunque la metáfora es hermosa, lo efectivo de la mendicidad no deja de ser un poco excesivo.
Es que De Quincey (1785-1859) fue un hombre de excesos verdaderamente épicos: dilapidó la fortuna de su padre y la suya propia en mantener a sus ocho hijos, en solventar su culposo opio y en comprar libros que coleccionó durante toda la vida. A tal punto se dio a estas inclinaciones —cedió al caballo negro de su alma— que fue a parar a la cárcel o, mejor dicho, a un cielo de deudores: el Santuario de los Deudores de Holyrood, en Edimburgo, que funcionó desde el siglo XII hasta el XIX, cuando en 1880 se abolió la prisión por deudas. En esos siete siglos fue permitido a los dispendiosos o desgraciados vivir una vida perfectamente apacible en esa pequeña ciudad-parque en la que cesaban los poderes de los magistrados escoceses. Para vivir allí había que ser admitido por un superintendente, y estaba permitido visitar la ciudad los domingos sin riesgo de ser aprehendido por la policía.
Entre 1835 y 1840, los amigos de De Quincey le escribieron a esa dirección en varios períodos, y así fue que este hombre se convirtió en un fantasma en su propia ciudad (nació en Manchester, pero vivió en Escocia la mayor parte de su vida), pero no conforme con ser un espectro en vida repitió este comportamiento después de muerto. “Cabe, tal vez, recordar que todavía hoy esta obra aumenta y que no es ilógico esperar que siga aumentando. En 1946, a casi 90 años de la muerte del autor, aparece su interpretación de la famosa carta de Johnson a Lord Chesterfield. La explicación de esta fecundidad póstuma, que confiere al mundo una suerte de mágica riqueza, debe de hallarse en la costumbre que tenía De Quincey de llenar materialmente de libros y de papeles los cuartos que alquilaba, para luego cerrarlos y mudarse, y en el descubrimiento, por parte de algunos de sus locadores posteriores, de que esos cuartos eran posibles fuentes de recursos”, indica Bioy Casares desde la introducción al volumen de Ensayistas ingleses (Océano).
De Quincey, claro, es bien conocido por sus terribles hábitos, entre ellos, el más famoso, el del láudano; al respecto dice: “Si bien comer opio es un placer sensual, y estoy obligado a confesar que me entregué a él hasta un punto nunca registrado en nadie, no es menos cierto que luché con religioso celo por librarme de esta sujeción fascinante y que, después de mucho, he conseguido lo que jamás oí decir de nadie: desatar casi hasta los últimos eslabones la maldita cadena que me oprimía” (Alianza Editorial).
Sus luchas contra la adicción nos hablan del valor de la disciplina en la sociedad que pronto sería victoriana, pero sobre todo de uno de los elementos que permiten el surgimiento del victorianismo en tanto que pretensión panóptica de la vida privada, en especial de la actividad amorosa y el reino de la moral que tiene la región genital como referente. Me refiero a la inauguración del concepto de salud pública: Confesiones de un opiófago inglés, de 1821, es ante todo una advertencia para el público general acerca de los peligros del consumo de opio, una droga que por esos años venía ganando momentum, dentro y fuera de la profesión de letras. En esta suerte de novela y homenaje a los éxtasis de los estados alterados puede leerse sobre los contratiempos que la droga impuso en su vida y de los esfuerzos que De Quincey tuvo que hacer para superar su adicción, meta que cumplió solo parcialmente. Las Confesiones son también, por supuesto, un recordatorio de que toda creación es un poco la muerte de su creador: los períodos de más intensa y fulgurante producción corresponden a los de más intensa dependencia.