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El daguerrotipo elegido para la portada es una reliquia. En la solapa del libro se informa que posiblemente haya sido tomado en 1860 y que es único porque no se conoce otro daguerrotipo, ni siquiera a escala internacional, que muestre la fachada de una librería. En este caso es la de la Librería Española de Real y Prado, ubicada en la calle Misiones de la Ciudad Vieja. “Gran surtido de libros”, anunciaba el comercio debajo de su nombre, y aclaraba que en ese “surtido” había ejemplares de religión, instrucción, derecho, historia y medicina. Fundada por el español Hipólito Real y Prado, la librería fue una de las primeras en integrar el paisaje urbano montevideano de la Ciudad Vieja, que después se extendió principalmente al Centro y el Cordón.
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Un librero, Andrés Linardi, un cronista de la ciudad, Alejandro Michelena, y un periodista, Gabriel Sosa, se unieron para contar el origen de los primeros vendedores de libros, el de las imprentas, el de los pioneros en la edición, publicación y distribución. Pero, sobre todo, este trabajo sigue el crecimiento, y en algunos casos la crisis, de esos locales tan especiales, que llegaron a ser lugares de tertulias y centro de referencia para los lectores. Son 160 años los que atraviesa Historia de las librerías montevideanas 1830-1990 (Planeta, 2021), un libro de atractivo diseño, a cargo de Lucía Franco, y de páginas satinadas que incluye viejos avisos, logos, fotos de libreros y de sus clientes, de la ciudad antigua con sus tranvías y señoras de capelina y de esas hermosas estanterías repletas de arriba a abajo de libros.
Unas cuantas librerías que se mencionan en este trabajo fueron desapareciendo lentamente hasta que de ellas quedó, con suerte, un edificio emblemático o un conjunto de buenos recuerdos. Porque, en general, son buenos recuerdos los que deja una librería. También están las resistentes, las que han sobrevivido a crisis económicas, a traslados de sus sedes, a la censura y allanamientos de la dictadura y a los cambios en los hábitos de lectura. Entre ellas están las que hoy podemos seguir disfrutando, como Linardi y Risso, El Galeón o Ruben, por nombrar algunas de las más antiguas de la ciudad.
“Hablar de librerías es también hablar de libreros y es pensar ese espacio paulatinamente construido como un lugar de búsqueda, intercambio y cercanías, en el que la presencia de lo impreso pasó a convertirse en el centro de todo interés”, dice en la introducción Alejandra Torres Torres, a propósito de la expansión de la ciudad y de la llegada de inmigrantes después de la Guerra Grande.
Entre ellos, hay una figura fundamental: la de Jaime Hernández, un tipógrafo valenciano que llegó a Montevideo en 1830. La foto lo muestra serio y solemne, con su bigote ancho y una mano extrañamente escondida entre los botones de su sobretodo. “El decano de la prensa montevideana”, dice la leyenda que acompaña su retrato. El primer capítulo del libro está destinado a su perfil y es una atractiva novedad para quienes desconocen a esta figura que se abrió camino en el mundo del libro, en ese momento comercializado junto con otros productos. Hernández tuvo su propia imprenta y en 1834 abrió su librería, que tuvo diferentes locales en la Ciudad Vieja. Además, era un hombre con sus claroscuros, muy afable y querido, al mismo tiempo que traficaba esclavos. Todo un personaje, como para seguir investigando.
El capítulo cuarto se detiene en uno de los momentos más fecundos en la cultura uruguaya y en una generación: la del Novecientos, la primera generación literaria uruguaya. El cambio del siglo XIX al XX llegó con las vanguardias, los ismos y los dandis. Intelectuales y escritores solían reunirse en peñas y cenáculos. “Inevitablemente, las librerías se ampliaron, se desarrollaron y se multiplicaron a más lectores, más libreros”, dice el libro, y recuerda a Orsini Bertani, un florentino llegado a Montevideo a comienzos del siglo XX que fue librero y editor. Él abrió dos librerías: Moderna, en la calle Sarandí, y Florencio Sánchez, en 18 de Julio. Tuvo además una imprenta en la que publicó a los más reconocidos autores del Novecientos.
Otros inmigrantes llegaron con su saber y su ímpetu para impulsar el libro. Uno de ellos fue el español Antonio Barreiro y Ramos, que fundó la Librería Nacional, el origen de lo que fue la cadena Barreiro y Ramos, que sobrevivió con sus descendientes hasta fines del siglo XX. Antonio Barreiro y Ramos orientó su labor hacia la publicación, distribución y comercialización de libros. Otros nombres de libreros que marcaron la época son los de Francisco Vázquez Cores, quien en 1883 fundó la Librería Universal, o el gallego Claudio García, quien tuvo una librería llamada La Bolsa de los Libros, frecuentada por anarquistas. “Permitido registrar sin compromiso”, decía un cartel porque fue un adelantado en dejar que los clientes hurgaran en los estantes. De la época también es el surgimiento de La Popular, en el Cordón, que a mediados del siglo XX cambió su nombre a Mosca Hnos.
Grandes libreros fueron primero vendedores con un puesto callejero. Es el caso de Benito Milla, otro inmigrante español que vendía sus libros en la plaza Cagancha. Después fundó una librería en la calle Ciudadela y años después la editorial Alfa, uno de los sellos fundamentales de los años 60 junto con Ediciones de la Banda Oriental y Arca.
A mediados del siglo XX se dio otro momento próspero en la actividad cultural del país, con la generación del 45 marcando la labor intelectual, creativa y crítica. El Palacio del Libro (de los Monteverde), Papacito, La Casa del Estudiante son algunas de las librerías que surgieron en esos años y que se expandieron por el Centro y el Cordón. En 1944 abrió la Librería Salamanca, antecedente de la hermosa Linardi y Risso, que en 1958 se ubicó donde la conocemos hoy, en la calle Juan Carlos Gómez. Nutrida con las bibliotecas familiares, si alguien quiere encontrar una primera edición, seguro que esa es su librería. Allí se formaron otros grandes libreros como Roberto Cataldo, quien comenzó vendiendo en la feria de Tristán y en 1980 fundó El Galeón, primero con un local en el Centro, después en la Ciudad Vieja y hoy está en la plaza Independencia. Quien entra a El Galeón siente la avalancha de volúmenes que avanzan por todos los lugares disponibles y la avalancha del delicioso olor a libro.
Hubo una caída de las librerías en los años 60 y otra fuerte en la crisis de 2002. Pero aún dan pelea las que resistieron, y a ellas se sumaron con renovada energía las nuevas, con otra concepción del negocio y de la difusión del libro. “Aunque la lectura es un placer solitario, el libro es un gran e inagotable generador de comunidad”, dicen las últimas palabras de este trabajo, que queda abierto para que otros sigan contando la historia.