El Guapo y la derrota

El Guapo y la derrota

La columna de Facundo Ponce de León

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Nº 2124 - 27 de Mayo al 2 de Junio de 2021

Algunas personas se molestan con el reconocimiento que da la muerte. “Ahora que se fue todos le tiran flores, pero hasta la semana pasada le daban palo y muchos no creían ni en él ni en su gestión como ministro”. Es así. No creían. Pero llegó la muerte. Y eso cambia porque ya no habrá cambio posible. Algo queda trunco, no se puede hacer más. Entonces viene el respeto por lo hecho.

Esta actitud de valorar recién ahora la figura de Jorge Larrañaga no es un defecto de algunas personas, o del ser uruguayo, o de la política partidaria, no, nada eso, es la condición humana misma que cuando sobreviene la muerte valora aquello que antes no reconocíamos, o no apreciábamos, o no prestábamos la atención necesaria.

Dicha esta generalidad sobre la sorpresiva muerte del ministro del Interior, hay otras tres cuestiones en las reacciones a su partida sobre las que conviene detenerse. La primera es el respeto general de la clase política a pesar de ser un blanco fanático. Esto es algo que se puede confundir con lo primero que dijimos de que la muerte es la mejor publicidad. Pero en realidad responde a otro fenómeno.

El modo de referirse a Larrañaga que tuvieron Julio María Sanguinetti, José Mujica, Carolina Cosse o Yamandú Orsi dice mucho del talante político que tenía Larrañaga. No lo digo porque hayan dicho que están tristes, algo que puede ser el resultado obvio de una muerte inesperada, sino porque sus declaraciones revelan el modo que tenía el exministro de tejer las relaciones políticas-humanas. La sumatoria de declaraciones demuestran una actitud republicana que convivió armónicamente con su ser tan fervientemente blanco. Es una señal que puede sonar paradójica, aunque no lo sea: ser blanco hasta la médula es saber tratar con aquellos que no son blancos. Aquí hay una clave de convivencia democrática que refiere a la importancia de las relaciones interpersonales.

No era un gran estadista Larrañaga, tampoco era un gran intelectual, era alguien que tenía un respeto profundo por el trato con las personas. En esa relación íntima se tejía su ser político y ese entramado solo se reconoce cuando sobreviene la ausencia. Y ahí nos venimos a enterar de llamadas, consejos, confesiones, respetos, preocupaciones que hacen al “corazón ensanchado” del político, para utilizar la feliz expresión que utilizó el presidente Luis Lacalle Pou en su discurso en el cementerio de Paysandú.

El segundo aspecto tiene que ver con la complejidad respecto a la figura de Wilson Ferreira y su legado dentro del Partido Nacional. Larrañaga, con su vida y con su muerte, representa esta confusión de las diferentes aristas que tenía el caudillo.

Wilson fue un estadista que entre 1963 y 1967 impulsó desde el Ministerio de Ganadería la creación de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (CIDE), una entidad que nucleó cinco ministerios y otros organismos para generar una visión integral de la sociedad uruguaya y su proyección económico-social. Luego Wilson fue un parlamentario brillante e histriónico, temido por adversarios y actor clave en los turbulentos tiempos que derivaron en la dictadura. Este segundo Wilson, más vehemente y menos articulador que el primero.

Está también el tercer Wilson, que es el que viene del exilio y tiende la mano a la gobernabilidad. Para sorpresa de muchos, eligió un camino menos confrontativo que tuvo su clímax en la ley de caducidad, que él veía como condición necesaria para la continuidad democrática. Este Wilson no es el mismo que gritó “Viva el Partido Nacional” la noche fatídica del 27 de junio de 1973.

Está por último el Wilson de la liturgia del Partido Nacional, a la que también refería Lacalle Pou en su discurso de despedida a Larrañaga. Conocer la tierra y su gente, el poncho blanco y el caballo, el fogón, la guitarreada y el recuerdo de las gestas heroicas, siempre heroicas, siempre por la patria. Hay orden de no aflojar. Este Wilson de la liturgia es, junto con el parlamentario brillante y enemigo de la dictadura, el más conocido y venerado. Pero no ha habido hasta ahora un político que haya articulado todas las dimensiones de Wilson, no para imitarlo, sino para mejorarlo, para construir a partir de eso la novedad. Larrañaga tampoco pudo. Su muerte deja un vacío que también es un espacio simbólico a llenar.

Por último, la muerte de Larrañaga se suma al altar de las muertes a destiempo del Partido Nacional. Leandro Gómez, Francisco Labandeira, Aparicio Saravia, Washington Beltrán, Héctor Gutiérrez Ruiz, Fernando Oliú, Wilson Ferreira Aldunate, Héctor Martín Sturla, Villanueva Saravia, Elisabeth Arrieta, Andrés Abt... todas personas que se mueren cuando no debían, cuando estaban en su mejor momento, que dejan truncas cosas que venían encaminadas, que se van sin ser despedidas.

Estas muertes conforman en su conjunto una épica de la derrota del Partido Nacional. A primera vista puede sonar negativo. Pero eso es porque vivimos en una sociedad obsesionada con el éxito y la victoria, que no entiende que derrota viene de derrotero y esto es tomarse en serio la frase que todo el mundo repite de Tabárez: el camino es la recompensa. Y el camino es, siempre, un derrotero, un andar con rumbo pero a los tumbos, un recorrido que tiene piedras invisibles con las que se tropieza de verdad.

Hace poco un amigo me hacía notar la cantidad de veces que perdió el Partido Nacional las elecciones a lo largo de la historia. Me lo decía con ironía y lo asociaba al desenfreno romántico y las macanas de los caudillos. Seguramente haya algo de razón en esto. Pero también hay otra lectura: en la épica de la derrota se aprende a vivir sin el poder. Y así cobra otra dimensión el “estar al servicio de la causa”.

El Partido Colorado fue tan exitoso en su historia que se enamoró del poder y leyó toda su identidad con esa lógica. Hoy está buscando cómo interpretarse desde otro lugar porque no supo leerse sin derrota. El Frente Amplio es también una historia de éxito. Se funda en 1971 y a los 19 años, dictadura mediante, ya gana la Intendencia de Montevideo, victoria que mantiene hasta el día de hoy. Luego en 2004 llega al gobierno nacional por tres períodos consecutivos con mayoría parlamentaria. Victoria. Poder. Cambiar. Lo hizo y hay muchos logros. Pero también al Frente Amplio le sobrevino la lógica del poder por el poder mismo. Y ahora está a la búsqueda de su nueva épica, de un discurso que vuelva a conectar con las bases, de una revisión de su razón de ser más allá del éxito.

El Partido Nacional no es ajeno a estos peligros, pero con su épica de la derrota, con su gastarse en el servicio y acceder al poder para luego perderlo, ha construido una base narrativa que conecta con el ser nacional más allá de los cálculos y las banderas. También por eso, a muchos que jamás votaron a Larrañaga, les puso tan triste su partida. Porque su derrota es también la nuestra.