El affaire Ovejero

El affaire Ovejero

escribe Fernando Santullo

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Nº 2121 - 6 al 12 de Mayo de 2021

Como me ocurre cada tanto, llegó la mañana del miércoles y aún no tenía claro sobre qué iba a versar esta columna. Me encontraba dividido entre hacer una relectura de un muy buen artículo de Daniel Buquet sobre la llamada “libertad responsable” o ponerme a escribir sobre un nuevo caso de censura de Facebook, el enésimo. Uno cuyo blanco fue el reconocido intelectual español Félix Ovejero Lucas, profesor de la Universidad de Barcelona, columnista y autor de un montón de valiosos textos analíticos.

Tras leer un artículo de Esteban Valenti sobre el tema de la “libertad responsable” y constatar que el asunto se ha bastardeado hasta el punto de ser mera carnaza partidaria, me incliné por lo que podemos llamar “El affaire Ovejero”. Estoy seguro de que la nota que escribió Buquet, que recomiendo aunque no esté del todo de acuerdo con sus conclusiones, será retomada por otros lectores, dado que se mete a fondo con los criterios ideológicos latentes detrás de la idea de la “libertad responsable”. En todo caso, sobre el asunto de Facebook y su cada vez más descarada vocación censora, tenemos un poco más de distancia y aún es posible comentarlo sin terminar siendo parte del ruido.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Filosofía Política y de Ética y Economía en la Universidad de Barcelona. Nacido en la ciudad condal en 1957, es autor de una docena larga de libros de análisis político, económico y social. Sus títulos más recientes son La deriva reaccionaria de la izquierda, de 2018; Sobrevivir al naufragio, de 2020; y Secesionismo y democracia, editado este mismo año. Fue articulista habitual en El País hasta que dicho diario decidió reducir el espacio destinado a colaboradores no posmodernos, y actualmente es articulista del más conservador El Mundo. Una verdadera ironía si se entiende que querer conservar algo es un gesto necesariamente malo en sí mismo. Una consecuencia natural si, por el contrario, se considera que algunos de los logros de las sociedades democráticas deben ser conservados. Cosas como la libertad de expresión, la libertad de culto, la libertad de asociación y de pensamiento.

Ovejero es conocido por su implacable análisis, de raíz a veces explícitamente marxista, de los nacionalismos que revuelven España (y Europa, todo hay que decirlo). Cuestiona frontalmente la idea de que los miembros económicamente más privilegiados de una comunidad puedan romper la unidad de decisión y de distribución existente (España), en nombre de algún pasado cultural medieval, recreado de forma que encaje en el proyecto político presente de esa élite. O que, en nombre de esa diversidad que existe en España (y que desaparece cuando se habla, por ejemplo, de Cataluña, en donde solo parecen existir independentistas), la izquierda española se haya asociado con las derechas nacionales católicas más rancias de la península ibérica.

Por ejemplo, sobre el proyecto de Podemos, Ovejero decía hace apenas algunos meses: “Podemos se mudó en Unidas Podemos y la ontología más o menos democrática y de clase de la primera hora dio paso a un batiburrillo nutrido de los residuos del posmodernismo: emociones, identidades, teoría queer, etcétera. Eso sí, con vocación sancionadora: un nuevo oscurantismo moralista decidido a imponer el silencio a quien recordara las debilidades de los argumentos o las desvergüenzas intelectuales. El potingue se blindará con descalificaciones estremecedoras selladas en leyes: racista, homófobo y, recientemente, negacionista. No dirán “tu crítica no se sostiene por esto o por lo otro”, sino “me ofende y, por tanto, no puedes opinar”. Como si los astrólogos acallaran a los físicos de altas energías”. Cualquier parecido con tendencias visibles en el Uruguay del presente no es en absoluto casual.

El asunto es que hace unos días el señor Ovejero se despertó con la noticia de que Facebook le había cancelado la cuenta. Sin explicación alguna, solo el orwelliano mensaje: “Si seguimos considerando que tus publicaciones o comentarios no cumplen nuestras normas comunitarias, tu cuenta seguirá inhabilitada. Nuestro objetivo es garantizar la seguridad de las personas en Facebook, por lo que no podrás usar Facebook mientras revisamos tus publicaciones y comentarios”. Pese a sus intentos por contactar con algún responsable o al menos un irresponsable que le pudiera explicar en qué sentido y con qué contenidos había dejado de cumplir con las normas de la red, el resultado fue nulo. Una semana después y pese a sus mejores esfuerzos de comunicación, su cuenta permanece cerrada.

Se podrá recurrir al clásico argumento del patovica: la casa se reserva el derecho de admisión. Y es verdad, con un par de salvedades que intenté explicar cuando fue Twitter quien le bajó la cuenta al entonces presidente de Estados Unidos Donald Trump. Esto es, que la decisión sobre qué cosas podemos hablar o no en la charla pública en las redes no es algo que competa en exclusiva a quien pone el tablero de juego para esa charla (y se enriquece gracias a ello). No lo es porque el CEO (o el algoritmo o quien sea) que bloqueó la cuenta de Ovejero, carece de legitimidad democrática para hacerlo. Y a que, citando un tuit que el académico Gonzalo Frasca escribió cuando lo de Trump: “Twitter tiene una posición tan dominante en ciertos temas públicos que expulsarte te retira en los hechos de un espacio privado que se comporta como público”. Lo mismo aplica para Facebook.

Cualquiera que siga a Ovejero sabe que sus posteos son eminentemente analíticos. Que de ninguna manera lo que escribe y publica tiene el menor sentido antidemocrático o califica como fake news (el argumento que muchos usaron para justificar la bajada de la cuenta de Trump). Que lejos de ser alguien que contribuya al ruido que mencioné al comienzo de la columna, es una persona que dedica sus mejores esfuerzos a la charla razonada. La prueba es su obra publicada pero también lo era su muro de Facebook. Todo lo que había en ese muro se perdió sin la menor explicación al respecto, como lágrimas en la lluvia. Como ejemplificaba el filósofo Félix de Azúa sobre el asunto: “Imaginen ustedes que Telefónica nos cortara el teléfono cuando dijéramos algo que no les gustara a los directivos”. Un directivo que, de yapa, carece de nombre y de rostro, es solo un mensaje a-la-1984 en la pantalla.

Nuestra charla pública, especialmente este último año, se ha procesado en buena medida a través de la redes. Sin ir más lejos, a través de las redes el presidente Luis Lacalle Pou anunció hace unos días el cese de un ministro. Si naturalizamos esta censura orwelliana sobre los límites de nuestra conversación, naturalizamos que se privatice buena parte de las decisiones que tomamos como democracia. La comparación que hace De Azúa con las empresas telefónicas no es banal: es hora de que las redes sociales abandonen el capitalismo salvaje cool que las rige y asuman su responsabilidad social. Y no bajo la forma de bonitos códigos deontológicos internos sino en el terreno de sus acciones en el espacio público que, de hecho, son sus plataformas. Ese espacio en el que vienen comportándose como opacos censores, sin responsabilidad ni rostro.