Nació en Tacuarembó en 1934 en una familia humilde, con un padre militar y una madre ama de casa. Por su situación familiar se vino a Montevideo a vivir con su abuela, y para José Gamarra la llegada a la capital y su ingreso a los 11 años a la escuela pública 129 de Flor de Maroñas fue el primer escalón para su carrera artística. Porque esa escuela, una de las cinco con un plan piloto de programas especiales para desarrollar la expresión artística en los niños, marcaría su futuro. Su maestra en el taller de plástica fue María Mercedes Antelo, un nombre que Gamarra nunca va a olvidar. Fue Antelo quien al ver su primer dibujo se dio cuenta del gran talento de aquel niño que había ilustrado con naturalidad el movimiento de un gallinero con gallinas y gallos a las corridas. Entonces decidió impulsarlo. Un ojo certero el de la maestra, que no se equivocó. A sus 89 años, Gamarra es uno de los principales artistas uruguayos, cuya obra reconocida internacionalmente forma parte de las colecciones de grandes museos como el Moma, el Metropolitan o el Modern Art de Nueva York, o el Museo de Arte Moderno de París y de Buenos Aires.
Hace 10 años, el artista expuso en Tacuarembó, su tierra natal, y ahora por primera vez lo hace en el MNAV que acompaña la muestra con un hermoso catálogo. Un reconocimiento que Uruguay le debía. “Aun los que estamos en esto redescubrimos a Gamarra. Es de nuestros grandes artistas, y no es una convención decirlo. Es poco conocido para el público no solo porque vive en Francia, sino porque no tuvo la oportunidad de tener una gran muestra antológica. Las obras que donó no son marginales, son muy importantes. Es un acto de generosidad enorme el de Gamarra, y poco común”, dijo a Búsqueda Enrique Aguerre, director del MNAV y a cargo de la organización de la muestra que se exhibirá hasta el 21 de mayo. Aguerre contó con qué criterios armó esta retrospectiva. “Definí un montaje de tipo cronológico, pero con un pequeño salto cuando el tema lo requería. Se organiza en tres grandes períodos: infancia y adolescencia, los signos y las selvas”.
Mimetismo, 1982, óleo sobre tela
Rostros y lunas
“A los 9 años fue un ir y venir, por eso estaba siempre repitiendo. Me ponían en el segundo o en el primer año, pero lo que me reforzaba era que ya estaba mezclado con el dibujo. En la escuela piloto a la que fui había un programa especial, incluso había una orquestita, que funcionaba separado de las demás clases. No era que me enseñaran dibujo, sino que a los niños nos consideraban como creadores. Todo ese movimiento educativo tuvo diferentes maneras de presentarse. Recuerdo que hubo un congreso de la Unesco y se planteaba que lo niños, además de estudiar lo tradicional, trabajaran el dibujo, la música, la danza”, contó Gamarra en el apartamento de su representante, Heber Perdigón, quien ha investigado la trayectoria artística de Gamarra y su trabajo lo volcó en una exhaustiva monografía en francés y español publicada en 2021. De aquellos años, provienen los retratos de sus compañeros. Hay varios en la muestra, algunos son coloridos, otros, a lápiz sobre papel. Asombra la gestualidad de los rostros, las miradas, el detalle en los rasgos. Asombra que los haya hecho un niño de 11 o 12 años. Perdigón recopiló en el libro Historias de papel aquellos inicios como retratista. Gamarra piensa unos segundos antes de responder qué importancia tuvo para él el dibujo en sus inicios. “La creación del artista es un misterio. Diría que más que el dibujo en el caso de mi generación fue la Escuela de Bellas Artes y las clases con Vicente Martín, que nos educó en ver y reproducir exactamente lo que veíamos. Eso nos dio una solidez para trabajar el espacio, el dibujo, la pintura. Esa enseñanza es de acá y era la enseñanza de Torres García. Como Martín fue su alumno aplicaba esa manera de crear”.
En 1947 murió el padre de Gamarra y la situación económica de la familia se volvió más crítica. En ese momento, la maestra Antelo le consiguió un trabajo en la Oficina de Arquitectura del Jockey Club que le permitía continuar pintando. Así comenzó a trabajar en 1948 a los 16 años, cuando ya había expuesto sus obras en dos muestras colectivas, una en el Subte de Montevideo, con alumnos de varias escuelas, y otra con Mario Spallanzani en el Ateneo, que fue inaugurada por el poeta Carlos Sabat Ercasty. También significó el contacto con otra parte de la ciudad, con el movimiento de 18 de Julio, con la cercanía del Sodre, con la vida urbana y cultural.
En la muestra llama la atención su pintura de lunas en un cielo onírico que recuerda a las de José Cuneo, aunque en ese momento Gamarra no las había visto. “Las lunas las hacía en la escuela. En esa época con mi familia íbamos a buscar la leche a los expendios, a veces de noche. Le tocaba a mi hermano o a mí. Yo pintaba lo que veía. Hay un cuadro que creo que aparece en el catálogo con un automóvil bajo la lluvia”. Ese cuadro es bellísimo, se llama Auto bajo lluvia, tiene los colores de una noche azulada, en la que se distinguen algunas siluetas, la luz que proyecta el foco de un auto y arbolitos sacudidos por el agua. Gamarra tenía 16 años cuando lo pintó. A los 12, había conocido a Cuneo sin saber quién era Cuneo. El maestro había ido a ver el trabajo de los niños de las escuelas piloto a un congreso de educación en los Institutos Normales. Allí estuvo Gamarra con algunos de sus trabajos. En ese momento, Cuneo no se imaginaba que uno de esos niños iba a ser un artista consagrado: José Gamarra.
El lenguaje de los signos
La muestra se abre con una foto de grandes dimensiones en blanco y negro que muestra a Gamarra en un jardín selvático de la casa de Paso de la Arena. Pero la selva como motivo de sus obras vendría después. En el momento de la foto, estaba trabajando en los signos. Hacia fines de los 50, se fue alejando de lo figurativo y sus naturalezas muertas empezaron a geometrizarse, a hacerse cada vez más abstractas, hasta convertirse en signos, en una especie de caligrafía propia. Es el momento del movimiento informalista, en el que tenía protagonismo la materia. “Empecé a trabajar la materia con Antoni Tàpies cuando vino a Montevideo. De la materia nació el signo. Siempre dependemos de algo, alguien tiene que haber hecho una experiencia para que otro llegue y la continúe, el arte es eso. Yo lo continúo, pero no de la manera que practicaba Tàpies. De a poco agregué símbolos que son ejercicios, una invención continua, cosas que hacía en un formato muy pequeño. Producía mucho sin saber que ese ejercicio iba a generar tanto interés por tanto tiempo. Después de una exposición que hice en la Galería Americana se expusieron esas obras con signos, y recuerdo que hubo un comentario sin firma en un diario que interpretó perfectamente cómo veía yo la cosa”, explicó el artista.
Ese comentario es un artículo anónimo que se publicó en el diario Época en 1962 a raíz de la muestra que recordaba Gamarra. Lleva por título El lirismo de los signos y aparece reproducido en el libro Historias de papel: “Son reducidos dibujos y grabados, deliciosas orfebrerías impresas para verlas con el ritmo pausado de quien ojea un libro de horas, donde lo esencial es el movimiento”, dice en una parte de su texto el articulista desconocido. En la muestra se incluyen tres obras de este período, que fueron premios nacionales y que ya poseía el MNAV. Esas obras han sido exhibidas en muestras colectivas como en Fricciones modernas del 2022.
En 1959, cuando recién se había casado con Dilma Ferrín, a Gamarra le llegó una nueva oportunidad que implicaba conocer nueva ciudad: la beca Itamaratí para estudiar grabado en Río de Janeiro. Hacia allí marchó la pareja. Dos años después lo nombraron profesor de pintura y fresco en San Pablo y se trasladaron a esa ciudad. “El primero en estar sorprendido fui yo mismo”, comentó Gamarra sobre su llegada a Brasil. “Nos van indicando el camino quienes se interesan por nuestro trabajo. Brasil mantenía lazos culturales con Uruguay y se intercambiaban actividades y práctica en colaboración con Adolfo Pastor, director de la Escuela de Bellas Artes. Un día él me dijo: ‘¿Por qué usted no se presenta a la beca, Gamarra?’. Entonces me presenté y la gané. Esa beca me llevó a trabajar en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro con Johnnt Friedlaender y con Iberé Camargo”.
París y después la selva propia
La carrera artística de Gamarra toma vuelo después de sus cuatro años en Brasil. En 1962 participó en la tercera Bienal de Jóvenes Pintores de Montevideo y en la tercera Bienal de Jóvenes de París, donde obtuvo el Premio de Pintura. El gobierno francés le otorgó una beca y en 1963 llegó a París, donde decidió instalarse hasta hoy. Y fue en París donde comenzó su etapa selvática.
“Ni bien llegué me compraron los cuadros, me abrieron una cuenta, lo único que faltaba era trabajar. Después me integré y fui descubriendo el uso del color. Veníamos de un país donde todo era gris a causa de Torres. Entonces veía que todos los artistas, no solo los franceses, eran grandes coloristas. París no fue una gran sorpresa porque conocía París sin haber estado por el cine y porque en aquel momento Uruguay le daba más importancia a Francia”.
Posiblemente, quienes visiten la muestra se quedarán con el color verde en la retina. Pero el verde de las obras que integran la serie selvática de Gamarra no es uniforme, se mezcla con otros colores y pasa por todas las gamas. Va de lo más luminoso a lo más sombrío y a veces tiene sus momentos líricos o de ensoñación. La selva de Gamarra es propia y está recreada desde París. Tiene influencia de la literatura, de Eduardo Galeano y de Horacio Quiroga, del cine y del cómic. También de algunas experiencias de adolescente, como las que vivió en excursiones que organizaba el Instituto de Ciencias Naturales. “Lo dirigía Pancho Olivera, que tenía una librería. Llevaba gente que se interesaba por sus investigaciones. Participaban una treintena de personas y el Ejército preparaba las carpas. Eso fue toda una experiencia. Se hablaba de historia y también del mundo mágico y de la naturaleza”.
En sus selvas hay cielos maravillosos con un horizonte que se va perdiendo a medida que avanza la vegetación. Hay lunas antropomórficas que parecen mirar con asombro lo que sucede allá abajo, en una jungla donde se mezclan aborígenes, conquistadores, helicópteros camuflados como si fueran criaturas selváticas y algunos personajes salidos de la historieta: Superman en una balsa, Hernán Cortés con una anaconda a franjas rojas y blancas y cupidos con aspecto indígena.
Hay cuadros terribles que muestran enterramientos de cuerpos en fosas colectivas o cadáveres lanzados desde helicópteros que a veces tiran también bombas. Son obras producto de los 70, con la violencia de las dictaduras, de las guerrillas con violaciones a los derechos humanos mientras las corporaciones continúan trabajando en la extracción de recursos naturales. Es una obra de denuncia y de preocupaciones medioambientales cuando ese no era un tema prioritario.
“Él reelabora su selva desde París con profundas raíces latinoamericanas. Muchos intelectuales que vivieron en Europa lo hicieron. Es una selva imaginada, problematizada, atravesada por la Historia con mayúscula y por las pequeñas historias, por eso se empiezan a superponer las corporaciones, las extracciones de petróleo y de recursos naturales, las detenciones y desapariciones, las operaciones militares y policiales. También aparece la narrativa del gran arte europeo interceptado por el arte latinoamericano. Es fascinante”, comentó Aguerre en un recorrido por la muestra con Búsqueda.
La selva de Gamarra es muy sensorial, sus pinturas parecen desprender la humedad, el olor a humo de las chimeneas, que tiene un color casi irreal, y los helicópteros parecen aturdir cuando se estrellan contra el arcoíris. Gamarra creó una propia técnica para pintar esos arcoíris recurrentes en sus cielos. “Armaba como especies de vías y cada uno proyectaba un color del arcoíris. No pintaba uno a uno sino que con el pincel lograba el efecto, el gesto perfecto”.
En una de las pinturas aparece el Cristo Redentor con una metralleta en su espalda, como esperando el ataque; en otra, un caballito muy blanco y pequeño atraviesa al galope la selva ya talada mientras los helicópteros continúan amenazantes en el cielo. Garance Cappatti, crítica de arte, escribió sobre la obra de Gamarra: “Dos mundos se enfrentan: por un lado, la naturaleza, donde el caballo blanco brinca, símbolo de libertad; por otro lado, los diferentes poderes que fundan la estructura del mundo: el dinero, la ganancia, la posesión y el poder político, sinónimos de amenazas y de agresiones. La pintura de Gamarra es un himno a la libertad”.
Entre esos símbolos y personajes aparece un San Jorge, uno de los tantos que pintó, en otro caballo blanco. Pero este santo no mata a un dragón, sino a un gorila. “Yo pensaba en los gorilas de acá, de Latinoamérica en aquellos años de dictaduras”, comentó el artista. En otra oportunidad, Gamarra pintó un gorila blanco como denuncia por el apartheid africano.
También hay pinturas de frutas, que parecen tan frescas y sabrosas como si recién se hubieran comprado en el mercado. A la naturaleza muerta regresó en los años 80. Y entre medio de los signos, la selva y los retratos aparecen los juguetes, algunos de tono macabro como su Gioconda con sonrisa a manivela y dientes postizos. “Son juguetes trágicos”, explicó el artista. “Es algo muy particular. Una vez se hizo una fiesta de la Gioconda en una galería francesa. Cada artista hacía su Gioconda. La mía era chiquita, se le daba manija y ella se reía. Tuvo mucho éxito, incluso Mario Benedetti que estaba en París en ese momento hizo un artículo sobre la que yo había creado. Ahí interviene la manualidad, he sido siempre un gran hacedor de cosas con la mano. En la escuela llegué a hacer toda una ciudad de cartón o un barco entero”. Con sus manos también construyó un avión en 1972 de acrílico y cartón. Es colorido y lo maneja la anaconda de franjas rojas y blancas con cabeza azulada.
Gamarra se emociona cuando se le pregunta por qué donó su obra al MNAV, cuando podría haberlo hecho a cualquier gran museo de Francia o del mundo. Él explica que quiere mostrar cómo la educación puede tener diferentes vertientes y que la enseñanza de las artes es una de ellas. Habla del orgullo de mostrar su forma de hacer arte, pero no para dar cátedra. Y no puede decir más.
La oportunidad para conocer lo que no se puede decir con palabras comienza hoy. Hasta mayo se organizarán visitas guiadas que llevará a cabo el propio director del MNAV. No hay que perderse esta exposición que sigue un largo periplo del arista que trajo su talento desde Tacuarembó y lo proyectó hacia el mundo.