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Fue una epifanía, así lo recuerda el propio David Fincher cuando su padre lo llevó al cine a ver El ciudadano (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles. Podemos reconstruir ese día porque a muchos nos provocó un impacto similar. El niño David iba de la mano de su padre Jack, la expectativa en la cola para sacar las entradas, la luminosa marquesina que anunciaba la película, las grandes fotos de Welles como el poderoso magnate de los medios de comunicación, la curiosa historia de su vida contada en espiral, sin un único centro específico para abordar el relato, el impactante primer plano en que un brazo cae vencido al tiempo que de su mano se desprende una bola de cristal con nieve de utilería y se pronuncia la misteriosa palabra: “Rosebud”. A la salida del cine, cuando la realidad todavía es incapaz de acomodar su ritmo a las imágenes que nos han sobrecogido, padre e hijo caminan en silencio de vuelta al hogar asimilando a su manera el espectáculo. Habían compartido una experiencia única: el gusto por las historias inmortales, la transmisión de un clásico y, en definitiva, el amor por el cine.
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Fincher se convirtió en un realizador, y de los importantes, filmó películas recordadas que ya se aprontan a ser futuros clásicos —el tiempo lo dirá— como Alien 3 (1992), Pecados capitales (Seven, 1995) y El Club de la Pelea (1999), y mantuvo en carpeta un proyecto que algún día volvería a unir al padre y al hijo gracias a aquella imborrable ida al cine: Mank. El guion fue escrito por su padre Jack y el título no es antojadizo. Refiere a Herman Mankiewicz, el coautor con Welles del libreto de El ciudadano, único Oscar que recibió la película en su momento. Jack, que era un escritor y ensayista y entre otros trabajos había hecho una biopic sobre Howard Hughes, murió a los 72 años en 2003. Su hijo se encarga ahora de llevar la historia a la pantalla, esta vez no a las grandes sales, que debido a la pandemia atraviesan una nueva crisis, sino a la plataforma Netflix, que acaba de estrenar la película Mank (2020) el viernes 4.
La tesis central es que Herman Mankiewicz fue el autor principal del guion. Tal vez por el amor que Jack Fincher tenía a su profesión y la simpatía con otros escritores. Tal vez porque así lo argumentó la crítica de cine Pauline Kael. O tal vez por la hidalguía que tuvo un rebelde y borracho izquierdista recluido en el rancho North Verde del desierto de Mojave para cumplir los 20 días de plazo que le dio Welles y terminar el trabajo. O quizá sencillamente para contar la historia de una de las más emblemáticas películas de la historia del cine —para muchos la película— no desde el genial Orson Welles, que además de coparticipar en la escritura de El ciudadano, la dirigió, la produjo y fue el principal intérprete, sino desde un lugar más asordinado, más de oficina y oculto, como es en definitiva la labor de un libretista. En todo caso, un libreto no es una película. Un libreto es una cantidad de páginas impresas que, puestas sobre el alféizar de una ventana, el viento se las puede llevar. Sobre lo escrito hay que concebir imágenes, hay que darles ritmo en el montaje, hay que elegir las locaciones y los decorados, hay que interpretar los personajes involucrados, hay que atender a los sonidos y a la música, etc., etc. El cine es una labor grupal que en el mejor de los ejemplos responde a la visión de un autor, pero que siempre tiene el bordado incuestionable de varios técnicos que muchas veces también son artistas. Y Welles, a lo largo de su frondosa y conflictiva carrera, así lo ha demostrado.
Herman J. Mankiewicz (1897-1953) era uno de los guionistas mejor pagos de Paramount a fines de los 20 y principios de los 30 en Hollywood. Había sido periodista y crítico teatral. Sus padres eran judíos emigrantes alemanes. Más allá de ciertos logros, el alcoholismo se lo fue tragando, de modo que su principal creación fue precisamente la escritura de El ciudadano. En cambio, su hermano menor, Joseph L. Mankiewicz, tuvo una carrera más rutilante, alcanzando fama no solo en el guion, sino también en la dirección con películas como La malvada (All About Eve, 1950, que se puede ver en Qubit), un despiadado drama sobre el mundo del teatro con un elenco encabezado por Bette Davis y Anne Baxter, que ganó seis premios Oscar, incluyendo Mejor película, dirección y guion, además de otra estatuilla para George Sanders como Mejor actor secundario. Joseph era quien aportaba la pausa reflexiva, el consejo medido, según cuenta la película de Fincher.
Mank, el hermano mayor, el personaje, el borracho interpretado por Gary Oldman, era conocido también como un compulsivo apostador, por lo general a favor de las causas perdidas. Lo conocían los técnicos, utileros y guardias del estudio, lo conocían los productores, los directores, los actores y las actrices, y en particular lo estimaba por su inteligencia y sentido del humor el magnate de la prensa Randolph Hearst, que todo lo hacía para los ojos de su amada actriz de pacotilla Marion (Amanda Seyfried). Trabajaba en equipo y así presentaba muchas veces sus ideas en el despacho de los peces gordos, aportando semillas junto con los otros guionistas. Una de las mejores secuencias de la película ocurre cuando irrumpe Louis B. Mayer (Arliss Howard), recalcando en una loca carrera por los pasillos de su estudio que la única figura de su productora no es un actor o una actriz estrella, no son los directores y mucho menos los guionistas, tampoco la venta de un sueño: la figura final es sencillamente el famoso león de la Metro. En otras palabras: el logo de la empresa mata todo.
Filmada en un impecable blanco y negro que una vez más demuestra la inigualable expresividad de matices y contrastes difícilmente alcanzados por el color, Mank es cine dentro del cine, ese eterno juego de cajas chinas, de historias dentro de historias y en especial de los entretelones que se esconden, rumian y acechan detrás de los mágicos sueños que vemos en la pantalla. En cierta forma, Fincher quiso hacer una suerte de Ciudadano Mank, apelando a una vida que también se exhibe en espiral, también en blanco y negro, también con la famosa profundidad de campo que impuso el fotógrafo Gregg Toland y también con el primer plano de una mano, la de Mank soltando desde la cama y casi inconsciente por el alcohol, no una bola de cristal, sino una botella vacía.
Hay detalles muy agudos sobre negocios y política estadounidense (la eterna e incansable puja entre demócratas y republicanos), sobre el ascenso del nazismo en Alemania y el modo en que algunos minimizaban la figura de Hitler a fines de los 30, como Mayer, que era judío, pero tenía un total desconocimiento del panorama internacional (en un momento dice: “¿Qué es un campo de concentración?”). La voz y la estampa de Tom Burke son iguales a las del joven Orson Welles. Asimismo, abundan chismes sobre la interna del cine hollywoodense y apuntes pequeños pero muy logrados como la forma en que la esposa de Mank —que le soportaba estoicamente las borracheras y las ridículas apuestas— deletrea a un camarero el apellido Mankiewicz, letra por letra, para rematar con una zeta final “salida de la nada”.
El problema es que la película parece tenerlo todo, pero nunca logra despegar. Promete grandeza a cada rato, en cada secuencia —y en la carrera el espectador se embala—, pero no la consigue. Incluso la actuación de un monstruo como Gary Oldman tiene algo de banal, de borracho bueno que se enfrenta a las adversidades, la mayor de las cuales es el propio Hearst (Charles Dance, que luce más como un payaso silencioso que como un temible magnate). Es como si Oldman todavía estuviese haciendo la digestión que le costó la tremenda ingesta de Churchill, por la que se llevó más que merecidamente el Oscar al Mejor actor principal.
Voy a arriesgar una apuesta, como lo haría Mank. Si esta película la hubiesen hecho los Coen…