El autor soy yo

escribe Eduardo Alvariza 

Fue una epifanía, así lo recuerda el propio David Fincher cuando su padre lo llevó al cine a ver El ciudadano (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles. Podemos reconstruir ese día porque a muchos nos provocó un impacto similar. El niño David iba de la mano de su padre Jack, la expectativa en la cola para sacar las entradas, la luminosa marquesina que anunciaba la película, las grandes fotos de Welles como el poderoso magnate de los medios de comunicación, la curiosa historia de su vida contada en espiral, sin un único centro específico para abordar el relato, el impactante primer plano en que un brazo cae vencido al tiempo que de su mano se desprende una bola de cristal con nieve de utilería y se pronuncia la misteriosa palabra: “Rosebud”. A la salida del cine, cuando la realidad todavía es incapaz de acomodar su ritmo a las imágenes que nos han sobrecogido, padre e hijo caminan en silencio de vuelta al hogar asimilando a su manera el espectáculo. Habían compartido una experiencia única: el gusto por las historias inmortales, la transmisión de un clásico y, en definitiva, el amor por el cine.

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