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    El derecho a la blasfemia

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2217 - 16 al 22 de Marzo de 2023

    Desde ya, y para que las almas sensibles no pierdan su tiempo con esta columna, empezaré aclarando que defiendo la idea de que una sociedad laica debe proteger el derecho a la irreverencia, a burlarse de cualquier ideología o creación de la mente humana, en suma, que debe proteger la libertad de expresión.

    Supongo que recordarán aquellas tres viñetas publicadas en Charlie Hebdo que desencadenaron una matanza. En una de ellas Mahoma, en las puertas del paraíso y con un turbante en forma de bomba, recibe a una multitud de hombres chamuscados que suponemos terroristas suicidas y les dice: “Paren, paren: se nos acabaron las vírgenes”.

    ¿Era ir demasiado lejos?

    La Real Academia Española define la blasfemia como “palabra o expresión injuriosa que se dice contra Dios o las cosas sagradas”. Es una ofensa verbal o fáctica dirigida a lo venerado, generalmente por una religión, aunque no necesariamente una religión. Y si criticar o burlarse de los dioses implica transgredir leyes sagradas, su castigo sería propio de las teocracias, que basan su derecho en la divinidad.

    Francia, que tal vez tenga la tradición satírica más antigua del mundo, marcó la pauta en tiempos de la Revolución al dejar de prohibir la blasfemia como parte fundamental de la libertad de expresión. También introdujo el concepto de libertad de imprenta, pilar de todos los derechos posteriores. A principios del siglo XIX aparecieron revistas de humor político que fueron un antecedente del anticlericalismo que terminó engendrando el Estado laico actual. También está expresamente consagrada la libertad de blasfemar desde principios de la III República (1870-1940). Sin embargo, cuando salió publicada aquella caricatura que mencionaba, algunos se preguntaron si no era ir demasiado lejos.

    ¿Era ir demasiado lejos?

    El 7 de enero de 2015, a eso de las 12 del mediodía, dos hombres armados con rifles de asalto se metieron en la sala de reuniones del semanario Charlie Hebdo, donde estaba funcionando el comité editorial. Preguntaron por el director, Charb, y le dispararon. Luego dispararon contra todo lo que se moviera: murieron Cabu, Tignous, Wolinski y Honoré, que eran dibujantes, dos redactores y un corrector.

    Las caricaturas de Mahoma, que desencadenaron reacciones furibundas en el mundo musulmán, llegaron incluso a los tribunales, y Charlie Hebdo fue demandada por la Asociación Siria por la Libertad y otras asociaciones musulmanas por un posible delito de “injurias públicas contra un grupo de personas en razón de su religión”.

    “Estimamos que estas caricaturas hacen una amalgama escandalosa entre la religión y el terrorismo, y esto se llama racismo”, dijo el abogado de los demandantes. Philippe Val, el director de la publicación, preguntó: “Si no tenemos derecho a reírnos de un terrorista, ¿qué armas tenemos los ciudadanos?”. En este caso, el semanario y su director fueron absueltos.

    Es cierto que los Estados también deben garantizar la libertad de culto y la pluralidad de creencias, pero eso no significa que les deba erigir un pedestal ni convertirlas en valores indiscutidos e incuestionables. Por eso el derecho positivo de muchos países, junto con la libertad de culto, reconoce la legalidad de bromear o criticar o blasfemar contra las ideas (religiones, símbolos, dogmas, cargos públicos) como parte de la libertad de expresión y de la libertad de prensa. Y es importante recordar que los derechos humanos protegen a las personas y no a las ideas abstractas ni a los sistemas de creencias. Dioses, libros sagrados, religiones, personajes y símbolos no tienen derechos como los ciudadanos. Sin embargo, en 79 países sigue siendo un delito y en seis de ellos se castiga con la pena de muerte.

    Sí, también es cierto que en todo el mundo hay personas y grupos víctimas de expresiones de odio relacionadas con su religión o sus ideas, y tienen derecho a recibir protección. Pero prohibir la irreverencia no es el camino. El Pew Research Center (citado por OpenGlobalRights en su web) encontró una correlación entre la existencia de leyes contra la blasfemia y la discriminación gubernamental contra las minorías: en el 55% de los países que tienen leyes contra la blasfemia el Estado discrimina a las minorías, mientras que esto sucede en el 22% de los países que no tienen leyes en su contra.

    El respeto a la libertad de prensa debe ser un valor absoluto, muchos derechos positivos lo reconocen y consagran sin restricciones. Otros señalan que debe haber algún tipo de límites y que la frontera sería (otra vez) la posibilidad de ofender a las personas que practican alguna fe. Pero una reglamentación que resultara equitativa tendría que regular también las expresiones de los creyentes que pudieran ofender la ética o las convicciones ideológicas de los ateos, o de los fieles a otros credos. Si estableciéramos límites, serían difusos, dependerían del contexto y de muchas otras variables.

    El Estado comprometido con la neutralidad no debería establecer ese tipo de límites, no debería convertirse en una policía moral confesional ni atribuirse la función de dictar el monopolio legal de la ortodoxia, de la interpretación de lo correcto y aceptable. La persecución de las disidencias o de las heterodoxias puede parir sociedades monoconfesionales y monocordes en el pensamiento y suele terminar siendo una función disuasoria que amordaza a la población y la sumerge en una espiral de silencio de autocensura. Las caricaturas que cito como ejemplo pueden gustar o pueden molestar, es legítimo que así sea, lo que no pueden es convertirse en un hecho delictivo, porque la criminalización de la opinión nos deja en una pendiente resbaladiza que lleva a otras censuras.