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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáAtribuyen a Sir Winston Churchill haber afirmado que la democracia es el peor sistema de gobierno creado por el hombre, con exclusión de todos los demás. Y reflexionando con detenimiento acerca de tan peculiar aforismo es inevitable concluir que la idea originadora de tal modelo de convivencia es inmejorable, pero que malinterpretada —como viene haciéndose desde hace ya más de dos mil seiscientos años— genera en realidad la peor estructura organizativa que pudiese adoptar una colectividad humana cualquiera.
Justamente por esta última circunstancia identifica hoy —en los hechos— la más inicua, dañina y perniciosa forma de relacionamiento interpersonal que jamás alguien hubiera podido concebir.
En el siglo II antes de la era cristiana el célebre historiador griego Polibio dio a conocer una teoría, según la cual hayuna secuencia inexorable de regímenes políticos distintos, caracterizado cada uno por el número de personas con facultades para ejercer el poder, así como por las intenciones —viles u honorables— que las mueven....
Adujo que las monarquías —donde solo un individuo manda y legisla en aras del bien común respaldado inicialmente por la comunidad que dirige a causa de su notoria pericia, integridad y pujanza— degeneran antes o después —cuando quien ocupa el trono antepone sus pretensiones particulares a las del pueblo desentendiéndose del bienestar general— en absolutismos ignominiosos, en tiranías crueles y opresivas...
Estas —a la postre— se ven desplazadas por élites ilustradas, prestigiosas y de vocación redentora que logran encumbrarse con el beneplácito popular invocando la manumisión, la justicia y el progreso global, pero con el paso del tiempo el egoísmo, la codicia y el desenfreno de quienes luego van integrándolas desvirtúan el rol de las nobles aristocracias primigenias, convirtiéndolas en corporaciones totalitarias, depredadoras e intolerantes; en oligarquías malévolas, despiadadas e insaciables cuyos desbordes, iniquidades y exacciones llevan tarde o temprano a que los damnificados renieguen de cualquier forma de subordinación a quienes debiendo velar por todos procuran solo acrecentar su patrimonio y perpetuar su hegemonía.
Es entonces cuando los postergados, marginados y excluidos advierten que no es preciso ni razonable consentir ser expoliados y sojuzgados por quienes viven holgada y ociosamente a expensas de su esfuerzo productivo sin aportarles contrapartidas útiles e infieren que para neutralizar, prevenir, impedir, enmendar y hasta castigar los despropósitos, arbitrariedades y atropellos de los abusadores encaramados en los puestos jerárquicos, lo pertinente sería que todos los miembros de la comunidad se confiriesen recíprocamente potestades para gravitar de modo eficaz y equitativo en las resoluciones que debieran tomarse acerca de cualquier asunto de interés compartido; concluyen finalmente que la isonomía es el requisito indispensable y suficiente para coexistir en forma pacífica y constructiva y asumen que su voluntad conjunta manifestada con solemnidad en consultas públicas vinculantes debería constituir la única fuente de validez jurídica; rechazan por tanto categórica y definitivamente que alguien pueda imponer sus deseos o sus preferencias a otros; cada sujeto es habilitado por los demás para resolver sin interferencias de ningún tipo lo que atañe solamente a él y por añadidura se le conceden atribuciones para incidir en forma oportuna, ponderada y efectiva en aquello que también le incumbe, a cambio de que otorgue idénticas prerrogativas a sus pares. En consecuencia, todos alcanzan el máximo nivel de autonomía posible viviendo en sociedad y gozan de la justicia más perfecta imaginable, por cuanto se adjudican derechos y deberes análogos a los que se declaran y aceptan como iguales.
Empero —a juicio de Aristóteles, Maquiavelo, Jean Jacques Rousseau, Giovanni Sartori e incontables otros pensadores eximios de todas las épocas— esta fórmula de integración óptima preludia siempre de manera larvada su contracara sórdida; el más abyecto régimen político factible: la oclocracia; el despotismo irreflexivo de la multitud, la prepotencia irracional del vulgo; el más nefasto, indigno y pérfido mecanismo de interacción obtusa, egoísta y destructiva; es cuando las instituciones de la nación —a estar por las apreciaciones del filósofo escocés James Mackintosh— caen bajo el control antojadizo del populacho corrompido y tumultuoso; es cuando campea la horda ignorante, desaprensiva y pendenciera, la chusma, el tropel; es cuando impera el desconcierto, el caos, el encono gratuito y la conflictividad exacerbada; es cuando —según la tesis de Polibio— se alcanza el grado extremo de perversión cívica; es cuando incluso los hombres más independientes, lúcidos y circunspectos claman por el advenimiento de un caudillo providencial que instaure nuevamente un Estado autocrático para restablecer la paz y el orden, recomenzando así el fatídico ciclo.
Las evidencias empíricas avalan semejante razonamiento; sin embargo, esta fase postrera de la serie no puede imputarse —como invariablemente se hace— a la depravación, a la idiotez, a la torpeza o al extravío moral del gentío; por absurdo que parezca, son las reglas instituidas para buscar puntos de avenimiento entre nosotros y para obrar de consuno en procura de objetivos plausibles las que transforman a los pueblos en turbas infames, al ser humano en verdugo de sus congéneres y a cada persona en causante directa de sus propias desventuras.
Paradójicamente, la misma base conceptual que dio cohesión, identidad y sustento normativo a los antiguos atenienses para forjar un Siglo de Oro pletórico de conquistas materiales y espirituales que aún ahora deslumbran al mundo entero es lo que viene ocasionando entre nosotros desavenencias, antagonismos, enemistades irreconciliables y enfrentamientos violentos que nos arrastran a una debacle de alcance planetario...
Y es fácil entender por qué: nuestros mentores griegos ponían en práctica la equidad que preconizaban; permitían a todos exponer en asamblea sus deseos y preferencias, expresar libremente por qué aprobaban u objetaban las mociones ahí presentadas y apoyar o impugnar de manera efectiva los planteos que se formularan. Pero también respetaban a cabalidad las posturas que adoptase cualquier ciudadano. Hacer esto era preceptivo por cuanto sabidamente ninguno aceptaría con indolencia resoluciones tomadas invocando también su nombre para que se les reconociese legalidad universal si vulneraban o desconocían alguno de sus derechos. Por consiguiente, para que fuese aprobada cualquier iniciativa debía contar indefectiblemente con el apoyo, con la conformidad o al menos con la tolerancia de todo el que se viese afectado por esa medida; un objetivo aparentemente difícil de lograr —y hasta imposible—, pero que refiriéndose únicamente a cuestiones de interés común es probable que pudieran alcanzarlo inclusive con facilidad esgrimiendo argumentos persuasivos incontrovertibles o resarciendo con altruismo a quien se viese perjudicado por su implementación, cuando proceder en esta forma correspondiese.
Nosotros —en cambio— hemos optado por un reduccionismo simplista y dicotómico; para zanjar cualquier disyuntiva nos guiamos por la voluntad preponderante de modo tajante y excluyente; renunciamos por completo a buscar fórmulas conciliatorias para orientar nuestro accionar mancomunado evitando lesionar o disgustar a nadie y favorecemos a la mayoría de las personas que ansían lo mismo desestimando con alevosía y mezquindad el sentir de quienes discrepan o pretenden algo distinto; un comportamiento ilógico y hasta inmoral; una conducta insolidaria, inamistosa y agraviante pero además ilegítima en un sistema de convivencia que oficialmente se proclame democrático, habida cuenta de que la igualdad —en términos de soberanía— es para gravitar de modo eficaz en las determinaciones que se adopten sobre los asuntos de interés comunitario y no meramente para intervenir en los procesos decisorios ritualmente.
Y es por desconocer algo tan obvio que venimos propiciando, intensificando, expandiendo y ahondando el clima de creciente malestar, inquina, resentimiento y beligerancia que nos abruma; cada resolución que adoptamos a través de una consulta popular vinculante frustra las aspiraciones o las expectativas de un sector de los interesados en el asunto a dirimir que puede llegar a ser casi el cincuenta por ciento de los mismos; es por esto que la frustración, el desánimo, la iracundia, la hostilidad y la fractura social se han vuelto males endémicos por doquier; y ningún sociólogo, politólogo, experto en Psicología, historiador u observador inteligente parece haber siquiera vislumbrado esta inconsistencia doctrinaria en dos mil trescientos años.
Por Fundación Homini Veritas
Sergio Hebert Canero Dávila
CI 1.066.60-8