Nº 2186 - 11 al 17 de Agosto de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl estatismo despierta más consensos que las leyes de la naturaleza; se cree más en el poder curativo y aun redentor del Estado que en la gravitación universal o en la segunda ley de la termodinámica. Pese a los innúmeros fracasos de estas políticas, los estatistas siguen convencidos de que no es la libertad aquello que cifra la apertura hacia el progreso personal, sino el sistema de ruegos de más planes sociales articulado con generosas ofertas electorales aquello que libera a las personas de los apremios de la pobreza y de la indignidad de la dependencia. El indigente devenido en votante se convierte rápidamente en mayoría y la política termina siendo un servicio asistencial organizado para que los asistentes conserven y multipliquen ámbitos de gestión, mejoren todo el tiempo sus beneficios en la nómina y se aseguren que ninguno de lo que podrían trabajar se arriesguen a conseguir honestamente su pan y su lugar en un mercado abierto donde la política nada tendría qué hacer.
En línea con Hegel, la primacía del Estado y de la política se sigue interpretando como la consecuencia inevitable de una lógica histórico-dialéctica del desarrollo que supuestamente lleva del Estado local y feudal al Estado nación y de las fusiones continentales a un orden mundial político global en el que se nos obliga a todos a creer que el sistema político tiene la llave de la prosperidad de las naciones. Si el Estado no estuviera allí para salvar a las personas de su deber de construirse un destino, si no fuera que el Estado administra mejor que los particulares los derechos y bienes, el mundo habría colapsado en las filas del hambre y de la incertidumbre; tal es lo que sostiene la prédica de todos los partidos políticos de todos los colores del vano espectro de la política del último siglo y medio.
Lo verdaderamente curioso de este vasto proceso en el que hemos quedado entrampados es que además de ir contra los valores que dice defender, además de desarmar lo que hace de cada hombre un héroe de la vida y de las circunstancias que le han tocado en suerte a fuerza de trabajo, de creatividad, de racionalidad y de firmeza moral, se le ofrece a cambio la superchería de una salvación que nunca llega a ser tal, porque en la práctica no es posible que todo el mundo tenga lo mismo todo el tiempo, siendo que unos tienen que pagar para que otros usufructúen sin mayor conciencia. Y eso sin considerar el indeseable concurso de la intermediación, que es la clase política cuya segunda misión (la primera es subsistir a cualquier costo) consiste en mediar entre los que trabajan y producen y la legión parasitaria que sostiene la base electoral, que conforma las grandes mayorías.
La redistribución es extremadamente popular, principalmente porque la mayoría se ve a sí misma del lado de los beneficiarios, lo que, se sabe, a largo plazo es una ilusión. La redistribución va de los ricos al aparato estatal y de este a los necesitados o a quienes aportan mayorías como clientela política. Inevitablemente el proceso degenera y el flujo de dinero de los contribuyentes va de los ricos al Estado y al sistema de funcionarios y dirigentes; allí se licúa, se filtra y regresa bajo la forma de beneficios a los sectores que tienen o tendrán las mejores conexiones con la “clase política”.
Aun con esa base y práctica inmoral el procedimiento debería asegurar la persistencia de una idea de paraíso continuo, pero como opera con demandas infinitas en realidad es una fuente potencialmente explosiva de desengaños y de amarga incomprensión. A la creencia en su garantía de aumento del bienestar común se suma la duda sobre la sostenibilidad de la financiación; en algún momento la plata se termina. Y ahí aparece el nudo que la política ata pero que no tiene armas ni tampoco ingenio para desatar sin que medie una saludable inmolación: por un lado, los ciudadanos y contribuyentes esperan todos los beneficios que les prometen los políticos electos; pero, por otro, dado que la política siempre promete más de lo que se puede cumplir, aumenta el número de frustrados y disminuye el de satisfechos; el descontento se instala, y junto con él vienen el recelo, la desconfianza y a renglón seguido la violencia.
Así, la fábula de la redistribución como factor de estabilidad que sostiene la convivencia estalla por los aires y por lo común el Estado de bienestar termina en manos de cualquier aventurero de esos que saben sacar ganancias de las esperanzas muertas.