Fantasmas en la máquina

Fantasmas en la máquina

La columna de Fernando Santullo

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Nº 2202 - 1 al 7 de Diciembre de 2022

En la columna de hace un par de semanas recordaba que la política real, la que se basa en la búsqueda de acuerdos entre quienes piensan distinto, necesitaba del gris. Esto es, que cuando se va a una negociación con quien piensa diferente, no se puede ir con la idea de que si no se obtiene el 100% de lo deseado, no vale la pena sentarse a conversar ni a negociar. Intentaba señalar allí que una negociación entre distintos implica necesariamente alguna clase de cesión de parte de los negociantes. Por eso decía que las posturas maximalistas, que entienden la política como un todo o nada, no suelen ser especialmente productivas en el mundo de la realpolitik. Es verdad que funcionan muy bien como faro interior, como horizonte utópico al que se aspira, pero no como parte de la política real.

Esa búsqueda del gris que planteaba necesita de algo que es previo: si los negociantes no se reconocen validez mutua, la charla se vuelve difícil, cuando no imposible. Si considero que aquel que tengo enfrente no merece estar sentado a la mesa, si creo que carece de legitimidad, que no debería estar charlando allí, conmigo, el problema pasa a ser entonces otro. Si no le reconozco el derecho, la vocación, la capacidad y la honestidad, tenemos un problema que es previo a la negociación. El de reconocer interlocutores válidos.

Este problema lo analizó exhaustivamente hace ya varias décadas el filósofo y sociólogo Jurgen Habermas en su libro Teoría de la acción comunicativa, en donde entre otras cosas trata de reseñar (y apuntalar) ese vínculo, ese pacto implícito mínimo que existe entre los ciudadanos para comunicarse socialmente entre sí, reconociéndose como iguales y libres. Para que la comunicación exista y sea efectiva, es necesario ese pacto sin el cual no hay siquiera una sociedad posible, no digamos ya deseable. Al no reconocerle las mismas pretensiones de validez a quien está sentado al otro lado de la mesa, lo que se hace es bombardear la posibilidad misma de la política. Y es justo eso lo que se hace cuando se moraliza la política.

¿En qué consiste esa moralización de la política? En una entrevista reciente, el escritor español Daniel Gascón la resumía como “asumir que el otro no tiene buenas intenciones”. Y agregaba que “esa moralización de la política es insostenible y lleva a menospreciar aspectos técnicos y a negar el pluralismo porque asumes que el otro está fuera del discurso posible”. Moralizar aquí se usa en sentido negativo, claro. Moralizar implica colocarse uno mismo en un plano superior y declarar desde ahí que el otro no es honesto y por lo tanto es un inmoral que no merece sentarse a la mesa donde se conversa. “Es esa moralización que refuerza lo más sectario y que considera el pluralismo como algo que debe limitarse a los que piensan parecido. Pero eso no es pluralismo”, concluía Gascón.

Ahora, todo esto de la moralización y mi columna previa sobre el gris se refieren al mundo de la política real, a la vida real. Y eso es necesariamente distinto a lo que ocurre en las redes sociales. La política en el mundo real, tanto si la hace un político profesional como el ciudadano a través de su voto o sus acciones políticas, se hace siempre con la identidad real, con nombre, apellido y documento. ¿Por qué? Porque el ejercicio de la voluntad ciudadana necesita de la identidad para poder ser real y efectiva. En las redes eso no es necesario ni importa. Pero si no importa es precisamente porque en las redes no se es ciudadano sino apenas un fantasma sin identidad que no hace, no puede hacer, política real. Aunque creemos estar haciendo política en las redes, lo que hacemos es el equivalente a jugar al FIFA: le pegamos de bolea sin que pique, pero en realidad estamos apretando los botones de un joystick.

Por eso en las redes lo que prima es la moralina por sobre la política. Moralina no como crítica a una cierta moral que nos resulta anticuada, victoriana, sino como superioridad moral. Como la convicción, a veces feroz, de que ciertas personas no deberían poder expresar sus puntos de vista. De que el diálogo no es algo prioritario si a lo que puedo dedicar mis horas es a intentar cancelar a quien sea que yo considere en la vereda incorrecta. Moralina que no es más que la exhibición narcisista de lo que, asumo, son mis valores superiores. Entre otras razones, es por ese anonimato que las redes se prestan al escarnio y el sarcasmo antes que a la charla amable entre desconocidos que piensan distinto. Por eso en las “redes morales” (Darwin Desbocatti dixit) lo primero que resuena es la descalificación del otro, sin que exista el menor intento de conversar.

Ahora, como los creadores de las redes son conscientes de la violencia apenas contenida que carga a su invento, es que todas ellas tienen la opción del bloqueo. No es una mala opción: no compromete la libertad de expresión de nadie (todos pueden seguir gritando insultos a piaccere) y al mismo tiempo permite acotar (un poco al menos) el terreno de la charla, así como sus interlocutores. No tiene sentido intentar conversar con quien no te reconoce como interlocutor y solo usa la posibilidad de intercambiar como plataforma para sus insultos. O para exponer sus exterminios, genocidios, teorías conspirativas, fanatismos religiosos, etc. Si lo que te interesa es intercambiar ideas, es claro que las redes no son el mejor lugar. Pero si insistís, conviene charlar con quienes de verdad tienen ganas de hacerlo.

En su libro En el enjambre, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han decía que “una sociedad sin respeto, sin el phatos de la distancia, conduce a una sociedad del escándalo”. Y agregaba que los enjambres digitales “no desarrollan energías políticas. Las shitstorms (literalmente, “tormentas de mierda”) tampoco son capaces de cuestionar las dominantes relaciones de poder. Se precipitan solo sobre personas particulares, por cuanto las comprometen o las convierten en motivo de escándalo”.

Es por eso que haríamos bien en separar la paja del trigo, la política de la vida real, de los escandaletes ruidosos de las redes. La primera necesita de nosotros como ciudadanos reales que ejerzamos un contralor firme y también de políticos que estén dispuestos a dialogar para encontrar acuerdos que mejoren nuestra vida en común. Los segundos no necesitan ni siquiera identidad real porque son apenas un simulacro de vida. Identidades digitales interesadas en exhibir su superioridad moral antes que en conversar sobre lo real de manera provechosa. Fantasmas en la máquina, sin posibilidad de salir de allí. Un click, dos clicks, un insulto, dos insultos. La nada misma.