Hablar de amor

Hablar de amor

La columna de Facundo Ponce de León

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Nº 2142 - 30 de Setiembre al 6 de Octubre de 2021

Ya lo sé: parece una frase sacada de un artista de temas melódicos, esos que son tan azucarados que hasta te ponen incómodo. Ya lo sé: es un lugar común de esos que se vuelven exasperantes y tornan banal cualquier intento de profundidad. Ya lo sé: parece algo que no tiene nada que ver con la política, es más, hay quienes dicen que son opuestos. Sin embargo, hay que repetirlo una y otra vez: lo revolucionario es amar. La política tiene que ser, en su raíz, un acto de amor.

¿Por qué parece tan inoportuna una postura política a favor del amor? Hay por lo menos tres razones. La primera es teórica: son muchos los autores que niegan la afectividad como una categoría política valiosa, es más, la consideran contraproducente. Maquiavelo, Hobbes, Marx, Nietzsche, Weber, Foucault, todos coinciden en ver la política como puja por el poder. Lo afectivo distrae o porque te vuelve blandito o porque te saca de foco, o por ambas cosas a la vez. ¿Cuál es el foco? Hacerse del poder y mantenerse en él. Enemigos, estrategia, negociación, zarpazo, táctica, victoria. Gestión del poder. ¿Y el amor? Eso solo para cuando llegues a casa. Hay una amplia literatura que defiende esta visión y hay muchas personas que se dedican a la política y al periodismo que están inmersos en este paradigma.

Sin ir más lejos, así se puede interpretar la Marcha de la Diversidad celebrada la semana pasada. Me refiero específicamente al inicio de la proclama que se leyó en la plaza Primero de Mayo en representación de los 18 colectivos que organizaron la movida. Defender los derechos, denunciar y exigir “respuestas de un Estado ausente que, desde la inacción, está dando un mensaje de antiderechos, de retrocesos y de represión”, fueron las palabras con las que abrieron el discurso.

Luchemos, hay que pelear, exigir, reivindicar, ganémosle al sistema patriarcal una parcela de poder, y cuánto más grande, mejor, igual nunca será suficiente porque esos machos hijos de puta ya nos han jodido demasiado. Es una posición que suena muy actual, pero tiene el respaldo de pensadores clásicos de la política. Agredir al enemigo para debilitarlo y avanzar. ¿Qué puede tener que ver el amor en esta lucha? El cambio sería radical. Sería una marcha para reivindicar el vínculo de las personas entre sí sin temor a represalias, celebrar la dignidad de ser quien quieras o puedas ser sin sentir miedo, sería más dionisíaca, incluso, invitando a la convivencia una vez que termine la fiesta.

Imaginemos una proclama que dijera algo así: “Gracias al Estado uruguayo por ser pionero en estos temas; gracias a las personas que no pertenecen a los colectivos, pero aprendieron a respetarnos; gracias a la Intendencia de Montevideo y al Ministerio de Salud Pública por evacuar nuestras dudas respecto al desarrollo de la marcha. Queremos ser felices, que la gente se sienta bien, que se preocupe por los demás, sea LGTBI o sea quien sea, entendamos que es más importante amarnos que enfrentarnos”. ¿Suena media naif? Y capaz que sí, pero también sería más revolucionaria. Tener definido un enemigo y odiarlo es más fácil.

Hay una segunda razón teórica que explica la extrañeza del amor como categoría política y es su carácter eminentemente privado, íntimo, alejado de lo público. El amor necesita de intimidad para consolidarse. Los verdaderos afectos son privados, exponerlos a la luz pública es una manera de traicionarlos. Una persona puede expresar públicamente que está enamorada, pero si solo le dice a su pareja “te amo” frente a un micrófono o una cámara o un vivo de Instagram, entonces no hay genuino afecto. Este no necesita difusión.

Si bien las categorías de lo público y lo privado están en plena mutación a raíz las nuevas tecnologías, sigue habiendo argumentos concretos y certeros para defender la intimidad del amor. ¿Entonces cómo hablar de una revolución política en el amar? La manera de zanjar esta cuestión es compleja, la hipótesis de trabajo es la siguiente: el amor es un acto que presupone querer el bien de y para otra persona. Eso ya tiene implícito una dimensión que no es solo privada. Incluso se puede querer/desear ese bien para un colectivo o una organización. Esto implica lo público en sentido amplio: política, arte, comercio, negocios, cultura, salud.

En otras palabras: yo puedo querer que les vaya bien a personas con las que no me une una relación de amor. El amor es una plataforma más amplia de mi vínculo concreto y privado con las personas que amo. Es esta distinción la que habilita la dimensión política. No se trata de amarnos todos, sino de entender que mis acciones públicas y políticas presuponen la búsqueda del bien para otras personas y que esa búsqueda es una acción amorosa.

También aquí hay una tradición clásica de pensamiento que nos lleva a Aristóteles y a Cicerón. Este último incluso lo dice en términos políticos en el libro II de De los deberes: “De todas las cosas no hay ninguna más apta para guardar y conservar nuestro poder que ser amados, y nada más contrario que el ser temidos (…). El temor es mal guardián de un poder duradero; la benevolencia, en cambio, la guarda durante toda la vida (…). Los que en un Estado libre se arman de forma que infundan temor son las personas más dementes que puedan existir”.

No es descabellado pensar que a Cicerón lo escandalizaría pasarse una mañana leyendo tuits y que tuitearía a favor del amor (luego llamaría a algún amigo estoico para aguantar el vendaval). En todo caso, es demente eliminar el amor de la vida política, es decir, de las relaciones de poder. Concebirlas sin ese trasfondo amoroso es enfrascarse en un espiral de violencia, rencor y resentimiento. En la otra vereda, el amor es un impulso que mueve hacia el bien de los demás, es proactivo, confía, estimula, desata cosas buenas. Toda victoria política debería serlo en función de un aprendizaje de amor, de encontrar modos de desarrollo humano.

La última razón que complica este asunto es que el amor contiene un elemento trascendente, espiritual, intangible. Y la política es también materialidad, administración de recursos, problemas aquí y ahora. ¿Cómo conciliar esta realidad tangible con la inconmensurabilidad del amor? ¿Cómo hacer para que no devenga en un problema más de la teología que de la política? Los ejemplos históricos de esta confusión son varios y requerirían una reflexión en sí misma (políticos que se creían enviados de Dios o religiosos que se creían administradores de asuntos mundanos).

Hay que habitar en esa tensión de amor intangible e indicadores concretos. No hay modo de resolverla sin traicionarla. En el fondo, la historia de las personas, de las ideas, de los pueblos, de los partidos políticos, de los colectivos, es esa tensión en carne viva. Los artistas son quienes lo dicen mejor. “Y el amor… El amor… Amar hasta reventar si es posible, porque eso… eso es la vida”, cantaba ayer el Sabalero. “Esa es mi revolución: llenar de amor mi sangre, y si reviento, que se esparza en el viento el amor que llevo adentro”, canta hoy 4 Pesos de Propina.