La cultura no es autoayuda

La cultura no es autoayuda

escribe Fernando Santullo

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Nº 2275 - 9 al 15 de Mayo de 2024

Hace unos días se estrenó en Netflix la serie Bebé Reno, la historia de un acosado y su acosadora en clave de comedia negra. Negrísima, diría, y con aristas dramáticas bastante inesperadas que, finalmente, la terminan alejando de la comedia. Según parece, basada en un caso real pero, sin la menor duda, una ficción. Justo por eso, por tratarse de una ficción, me viene resultando llamativo que la mayor parte de las reseñas o comentarios que he leído sobre ella no la juzgan en tanto objeto cultural y artístico sino en clave de libro de autoayuda que debería guiar nuestros pasos en el mundo real. Y eso, esa mirada, es un emergente de la era del activismo del todo en la que estamos inmersos. Entiendo que eso es peligroso para la libertad creativa e intentaré exponer por qué.

Lo primero, un objeto de arte, la ficción, en este caso una serie televisiva, no se debería regir por las reglas de la política o del bienestar social. Como bien apunta en su libro El ruido de una época la escritora argentina Ariana Harwicz: “El arte no tiene que tener ninguna función. El arte no es el ministerio de justicia, ni el social, ni el de la mujer, ni el de la igualdad, ni el de la familia”. Esa idea de que una serie de televisión debe ser mirada y analizada con el medidor de empatías encendido es un disparate que, de hecho, elimina la propia idea del arte y la sustituye por la propaganda y el marketing político. Si mis ideas son buenas, deben aparecer reflejadas en todo objeto simbólico que exista en la vida social. Esa idea huele a aire estancado, incluso si se la huele al aire libre.

La posibilidad de la ficción es, precisamente, mirar lo que no está, investigar el borde, arrojar una mirada sobre los límites de lo que es correcto y lo que no. Es cuestionar el punto en donde colectivamente hemos trazado la raya. Es el opuesto exacto de la pretensión de confirmar lo que políticamente decidimos que es bueno o malo. Por eso la llamamos ficción y no documental. Ni siquiera la literatura realista escapa a eso: podemos intentar reproducir la realidad tanto como nos resulte posible, pero no dejará de ser una mirada construida sobre esa realidad.

Esta confusión puede deberse, entre otras razones, a lo sugerido por las teorías constructivistas, que han proliferado en la academia, sobre todo en las ciencias sociales, desde hace al menos 40 años. Esas teorías se colaron en las políticas públicas y de ahí se fueron derramando sobre la gente de a pie, bajo la forma del sentido común. Por ejemplo, el sentido común que nos dice qué cosas debemos esperar de un producto de ficción. Así, la ficción es entendida como lección moral antes que como espacio de libertad y expresión creativa. La diferencia parece clara: no es lo mismo describir un asesinato en una novela que asesinar a alguien en la realidad. Y sin embargo, eso es en esencia lo que cree quien entiende que las palabras (y por ende las ideas) equivalen a los actos.

Para esa mirada, una serie como Bebé Reno plantea varios problemas. Por ejemplo, que la víctima sea un hombre y su victimaria una mujer. Eso choca de frente con el activismo, que, partiendo de la base factual de que las mujeres son mayoritariamente las víctimas de la violencia de género, da un salto (i)lógico y pasa a afirmar que no existen las mujeres victimarias de ninguna clase. Porque esa es la madre del cordero: el activista no quiere analizar unos hechos, quiere militar contra o a favor de una causa. Y para ello no tiene problema en esquivar los aspectos de la realidad que le complican la tarea.

Para decirlo en términos toscamente marxistas, cualquier ideología tiene una parte alusiva y una elusiva. La primera echa mano de los datos de la realidad que sirven para confirmar el punto de vista propio. La segunda esquiva prolijamente todos aquellos datos que pueden cuestionar el credo. Y eso es precisamente lo que se hace cuando se mira un producto cultural desde la perspectiva del activista ideológico: el objeto será “bueno” y “útil” si confirma aquello que quiero confirmar, y “malo” o “complicado” si en su relato cuestiona mi perspectiva.

La serie en cuestión, que obviamente es apenas una coartada para hablar de todo esto, también plantea otros asuntos que resultan espinosos para el activismo del todo. Por ejemplo, problematiza a través del humor una serie de situaciones que de humorístico tienen poco. La violencia sexual, por ejemplo. Y eso para el activista del todo es una ofensa. Si algo caracteriza al activismo, además de su falta de ecuanimidad y su sesgo, es la total falta de sentido de humor. Es precisamente en su carácter de ficción que un objeto como Bebé Reno puede meterse en zonas oscuras y ambiguas. Pero la oscuridad y la ambigüedad no tienen espacio en el mundo del activismo, que suele dudar muy poco sobre la luminosidad de sus medios y fines.

La idea de que el arte debe ser parte de una agenda del bienestar social ha sido discutida en estas columnas en otras ocasiones. Lo interesante, y por eso insisto, es que esa idea no para de extenderse, incluso entre quienes se dedican profesionalmente a la crítica cultural. Convertidos en portavoces de las buenas nuevas sociales, los antiguos críticos culturales reservan hoy su ferocidad para aquellas manifestaciones que no se pliegan a la agenda del bien. Que un crítico de arte o de cultura se sienta molesto cuando una obra cuestiona los límites de lo establecido es un oxímoron respecto a la función que el crítico tenía hasta el advenimiento del activismo del todo. Abandonada la pretensión de un arte que no deba subordinarse a una agenda política, la crítica cultural deviene en crítica política (y hasta partidaria) sin más.

Para colmo de males, esa mirada constructivista se aleja poco y nada de los libros y manuales de autoayuda: descartada la revolución (después de probar las mieles del poder, nadie quiere prender fuego la pradera), lo que va quedando es la autoconstrucción personal, digitada desde las agendas políticas. Esto es desde los poderes establecidos. Así, el arte pasa a ser una herramienta de apuntalamiento del desarrollo personal, que debe ir siempre en la dirección que nos señalan desde arriba. Y con ello, el arte pierde todo su potencial subversivo, que es la idea que latía detrás de las vanguardias de comienzos del siglo XX. No se ha dicho lo suficiente: un arte que no incomode al statu quo difícilmente merezca ser llamado arte.

Ese es el valor de una ficción como Bebé Reno: tensiona, incomoda, es ambivalente, no tiene héroes claros ni villanos absolutos, invierte roles, cambia de perspectiva, obliga a pensar. Es todo aquello que el activismo, que se caracteriza por sus gestos nítidos, lo absoluto de sus representaciones y la seriedad mortal de quien se sabe representante de una buena causa, no es ni será jamás. En la carga de ambigüedad y de matices que logre contener la ficción del presente, ese universo que incomoda al activista del todo, es donde reside su valor, su carga transformadora. Al arte y a la cultura no debería exigírseles jamás que sean un libro de autoayuda, por más justa que nos parezca la ideología que nos guía.