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La isla de Lubang es la principal de un pequeño archipiélago que forma parte de Filipinas, a 150 kilómetros escasos de Manila. Tiene aproximadamente 25 kilómetros de largo por 10 de ancho, una elevación máxima de unos 600 metros y en su mayor parte está cubierta por una densa jungla tropical. Bordeando la costa residen unos 20.000 habitantes, que en su mayoría se dedican a la pesca y la agricultura. Si se observa en Google Maps se puede notar que todos los elementos marcados están en la zona costera, salvo unos pocos en el centro de la isla. Y de esos pocos varios tienen nombres como “Sendero de Onoda” o “Cueva de Onoda” (hay tres). Estos hitos conmemoran al residente más célebre de la isla, que no era filipino, ni siquiera tagalo (la etnia original del archipiélago). También son la principal atracción turística de Lubang.
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Hiroo Onoda (Onoda Hiroo, según el estilo japonés) era un teniente del ejército imperial de su país durante la Segunda Guerra Mundial. Era oficial de inteligencia y había recibido entrenamiento en el cuerpo Futamata, el equivalente japonés de los Marines estadounidenses y otras tropas de elite similares. A fines de 1944 fue destacado en Lubang y se le encomendó la misión de estorbar todo lo posible a las fuerzas estadounidenses que estaban a punto de reconquistarla. Sus órdenes explícitas eran quedarse atrás mientras el ejército japonés se retiraba, destruir el puerto y el aeropuerto (no logró hacer ninguna de las dos cosas), usar tácticas de guerrilla para complicarle la visa a los enemigos, y bajo ningún concepto dejarse capturar o suicidarse. Aguante que ya volvemos, fue más o menos lo que le dijeron sus superiores, y se mandaron mudar.
Y Onoda el obediente aguantó. Aguantó 29 años, hasta convertirse en el último combatiente de la SGM en rendirse, en marzo de 1974. En realidad hubo otro soldado que se rindió luego, en diciembre del mismo año, pero como no era japonés de nacimiento sino taiwanés, y en realidad pasó todo ese tiempo desapercibido en una cabañita en la espesura de Indonesia, el público japonés tomó su aparición con mucha más indiferencia que la de Onoda.
Es que Onoda era desde antes una celebridad en su país, donde sus poco frecuentes avistamientos en la jungla filipina siempre eran noticia. Se sabía dónde estaba (grosso modo) y quién era, pero no había manera de contactarlo, ni a él ni a su reducida tropa. Junto con sus tres subordinados, los únicos que consiguió convencer en 1944 para que lo acompañaran en su misión, utilizaba con un éxito notable tácticas de camuflaje, estrategias de supervivencia y trucos distractivos (como caminar para atrás larguísimos trechos, para que sus huellas señalaran que iban en la dirección opuesta), además de robos relámpago para conseguir telas para remendar sus uniformes y comida, sobre todo arroz. Aprendieron a destilar aceite de coco para conservar sus municiones, y sobre todo la espada samurái familiar de Onoda, a pescar cangrejos de noche y otros trucos para mantener un mínimo, casi inexistente, nivel de comodidad. Sus compañeros fueron asesinados o se entregaron, y los últimos años de su resistencia Onoda los pasó en completa soledad, absolutamente ignorante del fin de la guerra y de hecho de varias guerras. Veía pasar aviones militares sobre la isla y pensaba que el combate de Japón continuaba, sin tener idea de que veía vuelos desde las bases norteamericanas cercanas rumbo a Corea primero y a Vietnam después.
El 20 de febrero de 1974 Onoda se encontró con Norio Suzuki, un explorador excéntrico cuyas metas en la vida eran ver un oso panda en libertad (lo vio), avistar al abominable hombre de las nieves (lo mató una avalancha mientras lo buscaba, en 1982) y encontrar al célebre y elusivo Onoda (lo encontró). Onoda no solo era elusivo por fidelidad a las órdenes recibidas, sino por necesidad: en sus años deambulando por la selva de frente y de espalda sobrevivió a 111 emboscadas del ejército filipino, un record que admiraría al propio Fidel Castro. Suzuki se las ingenió para convencerlo, y en un segundo encuentro acompañado por un octogenario ex oficial del ejército japonés logró que Onoda se rindiera y volviera a Japón, donde se lo consideró un héroe. Detalles como sus acciones en la guerra y la muerte de algunos isleños durante sus incursiones en busca de suministros fueron prontamente olvidados.
Un japonés y un alemán
De todos los directores de cine desde que se inventó este, probablemente el alemán Werner Herzog sea el más humano y el más humanista. Y el más trastornado también. Por un lado, tiene en su haber algunos de los rodajes más turbulentos de la historia, como Aguirre, la ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972) y Fitzcarraldo (1982), sobre todo este último auténtico desquicio selvático que rivalizó con el rodaje de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979). Por otro, algunos de los documentales más profundos y conmovedores sobre la condición humana, como Mi enemigo más querido (Mein Liebster Feind, 1999, sobre la relación con su actor fetiche Klaus Kinski, relación que sólo puede catalogarse como complicada). Grizzly Man (2006, sobre un ecologista simpático y algo botarate que decía ser amigo de los osos salvajes hasta que un oso salvaje se lo comió), Into the Abyss (2011, sobre los últimos días de dos condenados a muerte en Texas) o Dentro del volcán (Into the Inferno, 2016, una exploración de cómo la gente convive con volcanes, en un viaje que lo llevó de Islandia y Etiopía hasta nada menos que Corea del Norte). En todos estos ejemplos, así como en su completa y numerosa filmografía, tanto documental como de ficción, lo que a Herzog le interesa es la gente, registrar sus emociones y su vida sea en el ambiente que sea que se encuentren, de la Antártida al Tíbet o a donde se le antoje apuntar la cámara. Tan profundo es este compromiso del director con la mirada humana que incluso se satiriza a sí mismo (tiene un notable sentido del humor que casi siempre parece incompatible con su severidad germánica) en el falso documental Incident at Loch Ness (Zach Penn, 2004) donde actúa como él mismo, que cae en la trampa de un productor tránsfuga (Penn) que pretende que haga un documental sobre el monstruo del lago Ness. Herzog acepta pero porque pretende filmar, claro, las reacciones y modo de vida de quienes viven a orillas del lago y su leyenda, y velozmente se sumerge en una espiral de delirio, chicas en bikini y monstruos de plástico escondidos en el barco. También se lo puede ver como un inesperado villano del universo Star Wars en la primera temporada de The Mandalorian, donde interactuó en abundancia con el extraterrestre infante Grogu, en ese momento todavía conocido como Baby Yoda, y tan encantado quedó con el muñeco que amenazó al equipo de producción con cosas terribles si se les ocurría cambiarlo por CGI. Obviamente, no lo hicieron. Es el tipo que filmó Fitzcarraldo, a nadie se le ocurre hacer algo que lo pueda hacer enojar.
Y siendo Herzog como es, era inevitable que la historia de Onoda lo atrajera. Primero conoció al exteniente en persona en 1997, luego de un confuso incidente durante una estadía en el país en el que ofendió a un grupo de personalidades japonesas, incluyendo al emperador Akihito, rechazando una invitación para conocerlo. Cuando los asombrados japoneses le preguntaron, ya que no a Akihito, a quién le gustaría conocer, de inmediato dijo que a Onoda. En efecto lo conoció, trabó amistad y se reunió con él varias veces antes de su muerte en 2014. Y siendo Herzog como es, es indudable que en algún rincón de su mente siempre tuvo la idea de filmar un documental con Onoda, llevarlo de nuevo a Lubang o algo así (Onoda ya había vuelto a la isla en 1996 y fue recibido como una celebridad). Como no pudo ser, Herzog tomó el camino más similar posible: escribió un libro sobre la peripecia de Onoda. Y es un libro que se parece a un documental, pero a un documental de Herzog. No es su primer libro, tiene otros sobre sus experiencias personales o el diario de una caminata en invierno desde Munich a París en los años 70 para impedir, por alguna lógica mística, la muerte de un amigo.
El crepúsculo del mundo, editado en Alemania por Blackie Books en 2021, es una novela breve, concisa, poética por momentos, que se centra en los primeros años de la aventura selvática de Onoda y salta a su encuentro con Suzuki y su vuelta a la civilización. Los documentales de Herzog nunca son didácticos ni informativos, sino reflexivos, emocionalmente complejos, a veces desoladores, a veces hilarantes. Y así es su primera novela, fragmentaria, sin ningún afán de exhaustividad o completismo; casi se puede definir, en contenido y estructura, como un documental sin imágenes. Es el retrato de una persona notable que vivió una de las aventuras más extrañas del siglo XX, casi tres décadas en soledad (o con otros chalados como él) manteniendo una fidelidad inquebrantable a un imperio que ya no existía, sobreviviendo con lo mínimo, negándose a que el mundo lo viera pero al mismo tiempo negándose a él mismo el ver lo que pasaba en el exterior, y convenciendo a sus compañeros de sus convicciones. Onoda debió haber sido una personalidad notable para mantener esa burbuja de realidad alternativa (literalmente, por 29 años vivió en un mundo paralelo donde la guerra continuaba), y no alcanzaba con ser un loco o un fanático para sostener esa ficción. Era una especie de genio trastornado.
Pero tan notable y trastornado como Onoda es el propio Herzog, lo que probablemente explique la decisión editorial de ilustrar la tapa de la novela con una foto suya y no del ex teniente, como habría sido de esperar. Es que, se sabe, es el tipo que dirigió Fitzcarraldo.