La herencia del Guapo

La herencia del Guapo

La columna de Gabriel Pereyra

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Nº 2124 - 27 de Mayo al 2 de Junio de 2021

Era leal, trabajador, honesto, un hombre bueno, como lo describieron decenas de sus colegas y periodistas. La repentina muerte del ministro del Interior, Jorge Larrañaga, provocó una sensación de tristeza muy extendida por estas y otras razones que darían para muchas columnas.

Pero como hombre público, nada menos que ministro del Interior, su desaparición física produce una situación política que, por el cargo que desempeñaba, no es menor y que es necesario empezar a abordar porque, más temprano que tarde, quizás se empiecen a sentir sus consecuencias.

Su sustituto, Luis Alberto Heber, hombre del cerno herrerista, hereda no solo los problemas de inseguridad que han heredado todos los ministros del Interior de la era posdictadura, sino también una buena imagen de Larrañaga con la que inevitablemente será comparado. Hereda un equipo que no fue elegido por él, sino por Larrañaga. Y hereda también una estructura policial y de funcionamiento —devenida del nuevo gobierno— y de estilo con el que Larrañaga tuvo que llenar espacios vacíos que quedaron tras los profundos cambios que hubo en el ministerio.

Larrañaga no quería ser ministro del Interior. Al menos eso me dijo poco antes de asumir. Pero cuando el presidente se lo ofreció con un pedido especial de que aceptara, Larrañaga no podía negarse luego de que lideró, casi en soledad, la recolección de firmas para instituir una serie de medidas sobre seguridad pública, reunidas bajo la consigna “Vivir sin miedo”.

Esto lo tuvo meses debatiendo el tema y hablando de él en todos los medios. Pero Larrañaga estaba muy lejos de ser un conocedor o estudioso de los asuntos de seguridad, sobre los cuales, con base en su incansable trabajo, tuvo que ponerse al día como pudo.

Cuando fue designado no conocía o conocía muy poco de la interna policial, sus liderazgos, el pedigrí de los oficiales en actividad y en retiro que le sugerían sus allegados.

Pero una de las cosas que hizo por convicción y quizás por necesidad política fue descabezar a lo que podría llamarse el grupo de policías “guartechistas”, una serie de oficiales que acompañaron desde diversos lugares al extinto director nacional de Policía, Julio Guarteche. Casi un cuarto de siglo de políticas de seguridad lideradas por un estilo de ejercer el oficio se perdieron, para bien o para mal, como lágrimas en la lluvia, al decir del personaje de ficción Roy Batty.

Durante el segundo gobierno de Julio Sanguinetti (1995-2000), asumió la dirección de drogas el inspector Roberto Rivero. Por entonces no se tenía la dimensión que podía alcanzar el crimen organizado, como el narcotráfico, que hoy genera una incesante matanza de jóvenes en la periferia, con bandas asentadas en diversos barrios, que han consolidado fenómenos como el sicariato, la tortura y la desaparición de sus enemigos.

En aquel momento, el problema de la droga se centraba en los grandes cargamentos que pasaban rumbo a los mercados de consumo. Y casi de golpe, empezaron a caer contrabandos de cientos y cientos de kilos de marihuana y cocaína. Estaba comenzando una de las transformaciones más profundas que la Policía sufrió, posiblemente en su historia: oficiales, algunos muy jóvenes entonces, se especializaron en el exterior, entablaron estrechos contactos con la DEA (la agencia antidrogas de EE.UU.) y otras agencias de la región, donde se valora mucho la relación personal, incorporaron tecnología a medida que el presupuesto se lo permitía y establecieron un tipo de organización que es la que las principales policías del mundo recomiendan para enfrentar a la mafia: grupos reducidos, con manejo de información calificada, compartimentados y con un marcado respeto por la verticalidad.

Este tipo de organización no solo se demostró eficaz en la lucha contra el narco, sino que además redujo los índices de corrupción.

La gestión de Rivero lo llevó desde Drogas hasta la Dirección Nacional de Policía, el mayor cargo de la institución, hasta entonces una figura decorativa, pero que empezó a dejar de serlo, y luego fue destituido durante el gobierno de Jorge Batlle (2000-2005).

Ese periplo de Rivero, de Drogas a la cumbre policial, lo siguieron de la misma forma sus principales oficiales en antinarcóticos: Julio Guarteche y Mario Layera.

Todo eso se mantuvo por casi 25 años. Una acción con ribetes de política de Estado que funcionó, como por ejemplo durante el gobierno de Batlle con su director de la Junta Antidrogas, Leonardo Costa, y las coincidencias que el Frente tenía con sus acciones en la materia.

Todo cambió de un plumazo con el nuevo gobierno. Y Larrañaga, un forastero en asuntos de seguridad, debía construir sobre ese vacío.

Apeló a los consejos de allegados; le hizo lugar a policías que llevaban años retirados y que al asumir se encontraron con una tecnología que, en algunos casos, enfrentaron con desgano; echó mano a los que en algún momento fueron eficientes, pero con métodos que hoy no son aceptados por una sociedad que ha madurado en el reclamo de sus derechos. Por supuesto, también hay hoy en la policía oficiales jóvenes y comprometidos con el trabajo. Todo aquel poder e influencia que tenía el director nacional de Policía, ¿dónde está? El poder regresó a las comisarías, rodeadas de bocas de pasta base que se combaten con diversa suerte y métodos.

A esta nueva Policía, surgida de los nombramientos que Larrañaga hizo o pudo hacer (“ese no es mío, lo nombró el presidente”, decía cuando se le mencionaba a determinado jerarca), el ministro, como no podía ser de otra forma, le dio todo su respaldo público. Y la policía accionó con empatía ante ese hombre campechano que los acompañaba incluso en las operaciones en barrios periféricos. Los delitos bajaron en medio de una polémica acerca de cuánto jugó en eso la pandemia, pero no fue lo que le dio a Larrañaga un alto nivel de popularidad.

Las encuestas de opinión mostraban que la seguridad pública cayó del primer lugar de consideración de los uruguayos al quinto, y muchas voces daban cuenta de que había una nueva actitud de la policía en las calles.

Es muy probable que escoba nueva barra mejor, pero ciertas manifestaciones detrás de las cuales se apoyaba este nuevo respaldo a la policía se revelaron falsas frente a los hechos. El gobierno anterior tenía frenados a los policías, que no se animan a actuar, se decía.

En el último año de la gestión del Frente Amplio, 36 delincuentes fueron abatidos por la policía; en el primer año de este gobierno, 21. Pero no es esa la cifra lo que importa. En los primeros 36 casos, ningún policía resultó procesado por mal uso del arma de reglamento. En este momento hay en el juzgado varios casos en que la policía disparó y mató a ciudadanos desarmados.

Que mate el asesino está en el guion. Que lo haga la policía, no, salvo que lo haga dentro de la ley. Alentar a la policía con frases confusas puede incentivar a los buenos policías como a los malos. Viejo zorro de la política, la presencia de Larrañaga en lugares donde se hacían grandes operativos no respondía solo a su vocación de servicio. “Hay que estar si no querés que la jopeen”, dijo alguna vez.

Hay cosas que no van a cambiar, venga el ministro que venga, porque, por ejemplo, para que bajen los homicidios, la mitad de los cuales son ajustes de cuentas, hay que desarmar a las organizaciones cada vez más poderosas de la periferia, algo que no logró tampoco el anterior gobierno.

Esta nueva Policía, que emergió del fin del guartechismo, podía o no incursionar en desvíos, pero, en el acierto o el error, estaba en el ministerio un demócrata, un hombre mesurado, un hombre bueno. Ahora lo sustituye otro político, que reúne características similares a las del desaparecido ministro. Claro, tiene otro estilo, no son de su confianza no solo las jerarquías policiales, sino algunos de los hombres que lo rodean en el ministerio; arrancará con la presión de los altos índices de popularidad que tenía Larrañaga y difícilmente tenga una forma de trabajo tan lanzada en aras de que no se la jopeen. Ojalá la gestión de Luis Alberto Heber sea un éxito, por sus hijos, por los míos, por los de todos. El cargo que acaba de asumir no solo tiene relación con el combate a la delincuencia y el control del orden público, también debe velar para que quienes ejercen la fuerza y la violencia en nombre del Estado solo lo hagan dentro de la ley. Porque si nos lastima la delincuencia tenemos al menos la esperanza de que la policía esté en la primera fila en defensa nuestra; pero si la que nos lastima es la policía, ¿qué será de nosotros?