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    La zona

    El 26 de abril de 1986, a la 1.23 de la madrugada, se produjo una explosión en la central nuclear de Chernóbil, muy cerca de la pequeña ciudad de Prípiat, en la ex Unión Soviética, hoy Ucrania. Fuego en el reactor Nº 4, un ligero temblor de tierra y un lamparón que ilumina el cielo nocturno. Acuden los bomberos. Parece un incendio rutinario. A poco de combatir las llamas, los operarios comienzan a derretirse, literalmente. El núcleo del reactor nuclear Vladímir Ilich Lenin está expuesto, liberando una radiactividad 500 veces mayor a la producida por la bomba de Hiroshima. Las autoridades locales intentan minimizar el asunto: el fuego está controlado, esto es la Unión Soviética, todo volverá a la normalidad, es hora de tomarnos un vodka y olvidar el asunto. Son palabras del ingeniero-jefe a cargo de la central nuclear, antes de lanzar una vomitona de entrañas licuadas. Mientras, los bomberos se desintegran en el hospital más cercano, donde ni las enfermeras ni los médicos están preparados para un desastre ambiental de semejantes proporciones.

    La nube se eleva invisible (hidrógeno, uranio, carburo de boro, europio, erbio, circonio y grafito, el paquete más repugnante que se pueda cocinar) y avanza hacia el resto de la Unión Soviética, hacia Europa, África, América y Asia. Eso, lo que no pueden ver los sentidos y es temible.

    Chernobyl, la nueva serie de HBO que se emite los viernes a las 21 (cinco capítulos), es un bombazo que alimenta el mono de heroína dejado por Game of Thrones. No solo reconstruye e intenta explicar cómo sucedió la peor catástrofe ambiental generada por el hombre. También se focaliza en la durísima interna desatada entre los funcionarios soviéticos, los que buscan explicaciones y los que exigen culpables y cabezas rodando ya, los que no salen de su ignorancia y asombro y los que piden a gritos medidas de emergencia. Eran tiempos en que los científicos nucleares resultaban confiables, ciudadanos de primera, celebridades. El átomo de la guerra era el hongo de Hiroshima y Nagasaki. El de la paz lo tenían los soviéticos y se corporizaba en cada bombita encendida en cada hogar del vasto imperio socialista.

    Chernobyl es una coproducción entre HBO y Europa, filmada en locaciones de Lituania y Ucrania, incluida una central nuclear de verdad, “con soldados armados mientras actuábamos”, recuerda Jared Harris. Los camarógrafos son suecos y los sonidistas franceses. Los actores mayormente británicos, cosa que en algún momento genera un cortocircuito entre el inglés y los flashes documentales de radio y TV en ruso.

    Hubiera estado bueno que la hicieran los rusos. Cada uno con su propio drama y en su propia lengua. Pero la hicieron los británicos y con tremendos intérpretes, tanto Harris (el capitán de El Terror, la notable serie sobre una expedición que queda varada en el Artico) encarnando al físico nuclear que debe “limpiar” el desastre, como el pez gordo del Politburó caracterizado por Stellan Skarsgard (Contra viento y marea, Ninfomanía, River), cuyo rostro de piedra se resquebraja, se recompone y se vuelve a resquebrajar ante el negro panorama. Ambos son bien acompañados por Emily Watson (Embriagado de amor, El Dragón Rojo), que unifica en su papel a varios científicos reales. Las cinco horas totales de la serie posibilitan un lucimiento épico para estos actores, mayormente acostumbrados en cine a esporádicas apariciones.

    La evacuación de la ciudad, el heroísmo de tres operarios que entran en la boca del lobo para abrir las esclusas (por la patria y unos rublos), la tarea de hormiga de un par de helicópteros que deben descargar toneladas de arena sobre el núcleo abierto, la valentía de los mineros que trabajan desnudos con materiales radiactivos o las reuniones de los jerarcas soviéticos con un apuradísimo Gorbachov (que debía atender otros asuntos de no menor importancia), son parte de una historia que todos conocemos pero que se presenta de un modo apasionante. La tensión de esta serie creada por el norteamericano Craig Mazin (Hangover II y alguna Scary Movie, nada que ver con un emprendimiento histórico y realista), demuestra a las claras que no es necesario desconocer qué es lo que ocurrirá al final para quedar enganchado. La habilidad estriba en manejar la tensión y los detalles paso a paso. Acertar en el punch dramático.

    La zona fue clausurada, como en Stalker, de Tarkovski. Bosques de colores extraños, rojos; la verdadera identidad de lo que allí rumia, copula y se mueve, la desconocemos. Casas y edificios abandonados. Calles desiertas, animales sueltos que luego fueron aniquilados, una vez más cargando con la culpa del odioso ser humano. Más de 300.000 evacuados y también algún anciano que se quedó en su hogar, el de toda su vida, a pesar de los pesares, que resistió y aún resiste. Los muertos oficiales fueron poco más de 30, la mayoría “liquidadores”, quienes se expusieron a la radiación cara a cara. Los fallecidos como consecuencia de enfermedades derivadas de la radiactividad aún se cuentan. Las fosas siguen abiertas. Una guerra atómica sin ejércitos, sin enemigos visibles, sin batallas. Un vacío que en realidad es una poderosa presencia que no entendemos y nos quema, deforma y disuelve.

    Los restos de la central nuclear fueron cubiertos por un gigantesco sarcófago de concreto y metal de 1.500 m de altura, manejado por máquinas que a veces cumplían las órdenes y otras veces no debido a los enormes niveles de contaminación.

    Chernóbil, no la serie sino el hecho histórico, es ciencia ficción. No tanto por lo que ocurrió, sino por lo que vendrá.

    Chernóbil, no la serie sino el hecho histórico, aumentó el número de creyentes en todos los territorios aledaños a la explosión.

    Chernóbil, no la serie sino el hecho histórico, precipitó el fin de la Unión Soviética. “Terminó de abrirme los ojos”, dijo Gorbachov. Debido a la inoperancia para manejar una emergencia nuclear, Gorbachov fue consciente más que nunca de la necesidad del desarme atómico. Apenas transcurrido un mes de Chernóbil, el secretario general del Partido Comunista pasó a criticar la economía y la producción de alimentos (“verduras que se pudren por la burocracia”), el reclutamiento militar (demasiados musulmanes, demasiados pacifistas), el sistema de las denuncias anónimas (“cuando alguien requiere que se investigue un problema, suele ser investigado él en lugar del problema”), la burocracia, las cárceles (en los últimos tiempos de la Rusia zarista había 108.000 presos; en 1986, en la Unión Soviética, diez veces más; “¡y llamamos a esto socialismo!”), la enseñanza, en una palabra la operatividad de todo el sistema (“estamos fenómeno en Defensa, pero no podemos darle agua potable a un pueblo cercano a un lago”).

    Cinco años después la URSS ya no existía.

    En Voces de Chernóbil, uno de los tantos libros corales e imponentes de la Premio Nobel de Literatura, la bielorrusa Svetlana Alexiévich, una residente de la zona contaminada cuenta cómo en las horas siguientes a la explosión las lombrices cavaron sus túneles a una mayor profundidad y las avispas desaparecieron hasta varios días después. Los insectos, al final de la escala animal. El hombre, arriba del todo. Es hora de invertir las posiciones.