Las partidas compatibles con el cuidado ambiental representan solo el 0,5% de los gastos totales presupuestados en Argentina

Andrés Nápoli 
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Argentina cumplirá 40 años de democracia ininterrumpida en 2023, un logro sin precedentes en la historia del país que requiere ser fortalecido y en todos sus aspectos. Sin embargo, la consolidación democrática no ha resultado suficiente para garantizar una vida digna a toda la población, sobre todo en relación con los altos índices de pobreza e indigencia que aún persisten fruto de las persistentes crisis económicas. Además, tampoco se ha logrado asegurar de forma plena los derechos consagrados por la Constitución nacional, incluido el derecho a gozar de un ambiente sano, equilibrado y apto para el desarrollo humano.

Durante décadas el país ha padecido problemas ambientales que no han sido abordados de manera sistemática. Entre ellos se destacan la contaminación de las aguas, la falta de sistemas de saneamiento en gran parte del país y una gestión deficiente de los residuos en las ciudades. Ello se desarrolla en un contexto de baja institucionalidad ambiental, lo que resulta en un escaso cumplimiento de las normas y un deficiente control de las actividades que impactan en el medio ambiente.

Asimismo, la crisis climática ya está mostrando sus múltiples impactos, como inundaciones, sequías extremas e incendios que afectan sobre todo a poblaciones vulnerables y causan un significativo costo económico. A la vez, se suman los impactos socioambientales a raíz de las actividades extractivas (minería e hidrocarburos) y la pérdida de biodiversidad (bosques, humedales, flora y fauna), que han provocado una elevada conflictividad a lo largo del territorio que persiste desde hace muchos años.

Esto demuestra que lo ambiental no forma parte de lo que se denomina la agenda pública y que la democracia ambiental es también una deuda pendiente.

Más allá de todo tipo de opinión, esto se ve reflejado en el Presupuesto Nacional, en donde las partidas compatibles con el cuidado ambiental representan el 0,5% de los gastos presupuestados, mientras que aquellas destinadas a financiar a las actividades que producen un significativo impacto en el ambiente alcanzan al 8,2%. Un ejemplo de ello puede observarse en el sector energético, en donde por cada $ 1 asignado a energías renovables se asignan $ 184 para la generación de energías fósiles, monto que se triplicó desde el 2019 (FARN, 2021).

Todo ello en un contexto de crisis climática global en donde todos los países deben realizar esfuerzos para disminuir notablemente las emisiones de gases de efecto invernadero en un muy breve lapso, para evitar superar la barrera de aumento de temperatura de 1,5 grados centígrados establecido en el Acuerdo de París.

Muchos se preguntan: ¿es posible que países que padecen una enorme crisis económica deban preocuparse también por el cambio climático?

La respuesta es que todo es parte del mismo problema. Somos un solo y único planeta y lo que suceda en un lado causará necesariamente consecuencias en el otro. Sin embargo, podemos estar seguros de que los impactos del cambio climático se sentirán primero y de manera más fuerte en los países que menos preparados estén para hacer frente a sus consecuencias y en los sectores más vulnerables de sus poblaciones.

Argentina tiene mucho para hacer en ese terreno, teniendo en cuenta que sus emisiones per cápita resultan superiores al promedio de los países del G20 y que sus principales fuentes de emisiones provienen del sector energético (51%) y de las actividades agropecuarias, sobre todo por el cambio del uso del suelo (42%).

Sin embargo, la crisis social y económica coloca al país en la necesidad de sumar divisas para hacer frente al pago de la deuda externa, genera un enorme incentivo para que las actividades extractivas (hidrocarburos off shore y no convencional y la megaminería) aceleren su crecimiento y se las vea como la única salida a la crisis, cuestión que además cuenta con el apoyo de la mayor parte del arco político. Lamentablemente, esta tesis omite considerar las pesadas cargas ecológicas y sociales que traen consigo.

Entre estas cargas se encuentran: el agotamiento de los recursos naturales, la contribución al calentamiento global, las externalidades negativas, el costo fiscal en materia de subsidios, que en el caso del yacimiento de Vaca Muerta alcanzaron los US$ 1.175 millones en 2021, y la enorme pérdida de biodiversidad que sitúa a la Argentina entre los 20 países que más desmontan en el mundo según datos del Global Forest Watch. Además, estas actividades tienen consecuencias ambientales y sociales significativas en los territorios donde se desarrollan, muchos de los cuales se convierten directamente en zonas de sacrificio.

Esto ha ocasionado, además, altos niveles de conflictividad socioambiental no solo en la Argentina sino en muchos países de la región. La situación es crítica en especial para aquellas personas que defienden el ambiente y sus territorios y que colocan a América Latina y el Caribe como la región en donde mayor número de asesinatos de defensores ambientales se producen en el mundo.

En el contexto actual, nos enfrentamos a una situación que requiere un cambio de paradigma. Repitiendo las mismas fórmulas del pasado, es poco probable que se logren resultados distintos relacionados con el bienestar de la sociedad.

La tarea no es sencilla, pero para llegar a soluciones distintas hay que poder hacerlo todo distinto: imaginar distinto, conversar distinto, decidir distinto y sobre todo con el máximo nivel de participación, consulta e involucramiento de la sociedad, pero en especial de aquellos que más directamente sufren las consecuencias de las crisis climática y ecológica.

No existe un conjunto preestablecido de estrategias para lograrlo, ya que se trata más bien de caminos a recorrer. Para ello, es imprescindible: que lo ambiental se convierta en una política de Estado; que se preste atención a las comunidades y los grupos sociales que viven en los territorios y sufren la presión extractiva, escuchando sus prioridades e integrando sus visiones al definir la dirección a seguir; que el Estado sea capaz de orientar sus recursos para facilitar y acelerar los procesos de transición, siendo además el garante de los derechos de las personas en los territorios y del cumplimiento de los mandatos establecidos en las normas.

Estos procesos no pueden ser abordados de manera aislada por cada uno de los países, ya que sentarán las bases para las próximas décadas de la economía mundial. Por lo tanto, la construcción de una transición socio-ecológica hacia economías bajas en carbono se presenta como una oportunidad extraordinaria para que los países de América Latina establezcan políticas de alcance común. Habitamos una región que padece la mayor parte de los problemas que produce o puede producir el cambio climático, con un gran número de su población en situación de vulnerabilidad, pero que no cuenta con mecanismos de integración que permitan responder y buscar soluciones de manera conjunta. Por esta razón, es necesario retomar la agenda del multilateralismo en el ámbito ambiental, reviviendo el espíritu de la Cumbre de Río y el Convenio Internacional de Cambio Climático, y fortalecerla mediante iniciativas que impulsen el desarrollo de inversiones, el comercio y la cooperación internacional.

Es fundamental comenzar a transitar el camino de la transición socio-ecológica que permita superar los desafíos que impone la crisis climática y construir, de manera gradual pero constante, una economía baja en carbono, con inclusión social.

Es necesario comenzar ya mismo.

*Director ejecutivo de Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN)

Contexto argentino
2023-05-31T18:46:00