Lo mismo un burro

Lo mismo un burro

La columna de Fernando Santullo

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Nº 2099 - 26 de Noviembre al 2 de Diciembre de 2020

Uno de los problemas que tiene opinar en público es no ser capaz de reconocer los propios límites según qué temas. Es decir, es tentador, y más teniendo la multiplicidad de plataformas que hoy existe, opinar sobre todo en todo momento, porque se puede y porque es gratis. Y, de yapa, confundir eso con ser un ciudadano activo porque así se es parte de la charla colectiva. Esa es una tentación contra la que hay que luchar siempre.

Ahora, por duro o elitista que pueda sonar, si las opiniones no se sostienen con argumentos, no se está siendo parte de la charla colectiva. O, mejor dicho, se está siendo parte del ruido que tiene la charla, pero no necesariamente se está aportando algo para que dicha charla prospere. Conviene no olvidarlo, el sentido de tener esa charla que llamamos política no es imponer unos puntos de vista (los míos) sobre otros (los ajenos), sino que gracias a las conclusiones a las que lleguemos entre todos, que serán siempre parciales y provisorias, logremos que nuestras vidas sean un poco mejores. La política existe para eso, para buscar acuerdos que mejoren nuestra existencia.

En ese sentido, no es del todo desacertada la conocida cita de Umberto Eco: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los necios”. Con una salvedad: ese derecho a decir idioteces siempre existió y, por puro sentido democrático, es indispensable que exista. No hay forma a priori de conocer una idiotez, esta necesita ser expresada para ser reconocida como tal.

Y ahí entramos en la segunda parte, la que, creo, interesa a Eco: que todas las opiniones tengan derecho a ser expresadas no quiere decir que todas tengan automáticamente el mismo valor. Yo tengo derecho a afirmar que la Luna está hecha de queso, pero esa opinión, sin más argumento que mi creencia, no tiene el mismo valor que la definición sobre la naturaleza de nuestro satélite a la que hemos llegado tras años de observación, investigación, acumulación y aprendizaje.

Ahora, en sociedades complejas y especializadas como las nuestras, es evidente que no todo el mundo puede conocer y manejar todos los temas en profundidad. Tras reconocer esa incapacidad personal es que delegamos en terceros el análisis de muchas situaciones. Por ejemplo, cuando vamos a un restaurante y comemos lo que nos sirven, lo hacemos sin comprobar que todos los ingredientes sean confiables y no tengan efectos adversos en nuestro organismo. No lo comprobamos porque sabemos que existe una autoridad que se encarga de verificar dicha calidad así como los procesos que los llevan a nuestra mesa.

Lo mismo ocurre en otras zonas: confiamos en el diagnóstico del médico y si nos deja dudas, buscamos otra opinión. Que seguramente no sea menos calificada. O sí, y si seguimos esa opinión, estadísticamente será más probable que enfermemos. Y digo estadísticamente porque esos estudios estadísticos son la herramienta que tenemos hoy (seguramente tendremos otras mejores en el futuro) para ayudarnos a decidir qué tratamiento a seguir es mejor, más allá de nuestras intuiciones o creencias personales. Vista desde esta perspectiva, una parte importante de nuestra vida se basa en esa “confianza técnica” en terceros que están mejor preparados que nosotros en sus áreas de expertise.

Esa misma clase de confianza, pero en un terreno bastante más discutido es la que aplicamos a la política. Y la que deberíamos, si nos interesa mejorar todos, aplicar a la charla pública. Esto es: confiar un poco más en quien presenta mejores argumentos, sabiendo que todos tienen derecho a opinar pero que la calidad de las opiniones es otro asunto, uno que depende de la solidez de su lógica interna y de lo que ocurre cuando ese argumento es contrastado con la realidad. A eso el marxismo lo llamó praxis hace unos cuantos años, aunque ahora nadie parece demasiado interesado en mirar qué ocurre cuando el recetario propuesto se aplica en la realidad. Más bien al revés, si el recetario no funciona, la culpa es de la realidad que no reacciona como debería. Es entonces cuando se dice que el elector “votó mal” o “votó equivocado”.

El problema entonces no es que los tontos tengan acceso a plataformas globales que les permiten soltar tonterías, esa suerte de barra de boliche ampliada que son las redes. El problema es darle demasiada pelota al borracho que suelta bobadas acodado en esa barra. Y creer que sus balbuceos vaporosos son, por el hecho de tener derecho a ser expresados, tan buenos como los argumentos sólidos que presenta alguien más. El derecho de ese borracho a decir lo que le plazca existe así como existe el derecho a no hacerle el menor caso. Y no hacerle caso no afecta de ninguna manera su libertad de expresión, ya que esa libertad no garantiza tener interlocutores.

Recuerdo hace unos años, no muchos, un debate en Facebook entre el maestro Daniel Vidart (un sabio que no tenía el menor prurito en arremangarse y bajar al llano a conversar y argumentar) y un par de jóvenes que estaban convencidos de cierto asunto, sin el menor sustento argumental. Vidart, caballeroso hasta el punto en que me daban ganas de tirarme del pelo, contestaba siempre con datos, información y argumentos firmes, resultado de su extensa competencia en el tema en debate. Los muchachos, faltos de lógica y densidad, optaron por ponerse a chicanear. Un amigo que, como cualquiera que haya leído más de tres libros, entendía el privilegio intelectual de estar teniendo una charla con el mejor antropólogo vivo del país, les reprochó justamente eso: la falta de respeto y de sentido de la oportunidad (la oportunidad de los muchachos de aprender algo) al sostener el intercambio en esos términos. ¿El resultado? Los borrachos de la barra lograron anular el intercambio: no solo no lograron avanzar mínimamente en el tema del que hablaban sino que privaron al resto de la posibilidad de aprender algo valioso.

Si algo han logrado las redes en sus escasos años de existencia es consolidar ese derecho a decir lo que sea, teniendo una plataforma potencialmente enorme. Al mismo tiempo han eliminado la distancia. Una distancia que, según apunta el filósofo coreano-alemán Byun Chul Han, es la base del respeto, ese que ha sido aniquilado por la pornografía de lo personal que impera en las redes. O dicho en otras palabras, quién se piensa que es este viejo que me viene a contestar a mí, que opero en su misma red y tengo su mismo derecho a ser escuchado.

El asunto es que el derecho que existe es a expresarse, no a ser escuchado. Eso es otra cosa, algo que se logra (o se lograba) a partir de la presentación de mejores argumentos, información, datos, lo que sirva para respaldar nuestras opiniones. Hoy, sin distancia ni respeto, lo público se diluye en la cacofonía hasta desaparecer. Las redes han logrado que el cambalache de Discépolo sea global y hoy todos los burros estén convencidos de ser lo mismo que un gran profesor. Como receta para construir política es catastrófica.