Los pingos se ven en la cancha

Los pingos se ven en la cancha

escribe Fernando Santullo

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Nº 2093 - 15 al 21 de Octubre de 2020

¿Es natural recibir puteadas o putear cuando se opina sobre asuntos políticos? ¿Es algo que está bien porque “así es la política”? ¿O porque “así son las redes”? ¿O porque si lo hacen los míos está bien? ¿Intercambiar insultos con desconocidos por motivos de lejanía política es parte del juego democrático? Más aun, ¿es deseable jugar el juego en esos términos? En la respuesta que les demos a estas preguntas latirá una forma de entender la charla en democracia y por ende, allá atrás, qué cosa entendemos por democracia.

Es bastante común leer que “la democracia es el gobierno del pueblo” y es cierto: esa es una definición mínima y terriblemente manca de lo que es la democracia, pero es verdad. Ahora, la gestión de esa voluntad y el ejercicio de esa voluntad del pueblo, no ocurren en algún punto entre el sistema solar y el primer exoplaneta. Ocurren en un marco muy concreto de procedimientos sin los cuales tampoco existe la democracia. Por lo menos, no la democracia liberal, representativa y plural, en la que vivimos. Es decir, que si no incluimos en nuestra definición de democracia cómo deben ser los procedimientos de la democracia, nos quedamos cortos y no tenemos, en sentido estricto, una democracia. Tenemos una declaración de intenciones, bella, pero sometida a los brutales tironeos de los más poderosos, que son quienes tienen mejores condiciones para imponer su visión de las cosas, sus procedimientos y hasta sus resultados.

Para nuestra fortuna, ese set de reglas se viene aplicando y reformulando desde hace mas de 200 años, con un grado mayor de éxito que el de otros experimentos conocidos en el rubro. Para nuestra mala suerte, ese set de reglas viene siendo erosionado velozmente, como antes, como en la primera mitad del siglo XX, por una serie de discursos destituyentes que se emiten, sobre todo, desde el interior del propio sistema democrático. Solo que esta vez en lugar de plantearse instituir regímenes totalitarios al estilo clásico (algo muy demodé por su mala prensa), se recurre al intento de forzar el deterioro del set de reglas que nos permite debatir y elegir. Una ley por acá, una reforma constitucional allá, una censura por ahí, y al rato se está navegando en una especie de totalitarismo de baja intensidad.

Por tradición política familiar no soy lejano al imaginario de quienes proponen utopías respecto al presente, caminos alternativos que quieren mejorar lo que ya tenemos. Y es justo en ese sentido que el serruche de baja intensidad al que se somete a la democracia liberal en la que vivimos no me suena especialmente entusiasmante. Dicho de otra manera: si me vas a pedir que sacrifique logros, tenés que mostrarme algo de lo que hay al otro lado de la montaña, qué forma y qué color tiene tu promesa y qué posibilidad de éxito y mejora tiene. Es decir, tus argumentos tienen que ir orientados a demostrar que lo tuyo mejora lo que ya tenemos, cuáles son los objetivos, qué libertades, riquezas, valores tenemos que sacrificar para llegar allí. Y lograr que toda esa conversa se produzca entre ciudadanos libres e iguales, que se reconocen idénticas pretensiones de validez en sus ideas. Acción comunicativa en su más mínima y pura expresión.

Como vengo hablando de democracias liberales y liberal es una palabra que funciona como botón de la locura para algunos, vale la pena precisar en qué sentido es liberal esa democracia de la que hablo. Como recuerda Manuel Arias Maldonado, “Rawls distingue —y la importancia de esta distinción no puede exagerarse— entre (i) el liberalismo político como estructura institucional y normativa que hace posible la coexistencia de las doctrinas comprensivas existentes dentro de un marco social, y (ii) el liberalismo como doctrina comprensiva que tiene sus propias respuestas a las preguntas sobre la buena vida y la buena sociedad. O sea: acerca de cómo debiéramos concebir al sujeto, vivir nuestra vida y organizarnos colectivamente. De tal forma que una cosa es la división de poderes y otra defender la idea del progreso como resultado del ejercicio de la libertad individual”.

La clase de “liberalismo” de nuestras democracias es la que refiere a las reglas de juego. No tiene nada que ver con apegarse al sistema ideológico, a la “explicación” liberal de las cosas. El pedido de apego a esas reglas se basa en la creencia (bastante bien respaldada por los datos) de que, hasta donde hemos logrado entender, las democracias liberales son el mejor método que, en su profunda imperfección, nos permite tomar decisiones de manera pacífica entre personas que piensan a veces radicalmente distinto sobre la misma cosa. El centro mismo de la posibilidad de permanencia de esta estructura, la de las reglas democráticas y la del sistema que emana de ellas (y que es móvil por su naturaleza plural), es que ninguna de las cosmovisiones, ideologías o credos que realmente existen en lo social, intente eliminar a las otras. Es decir, que ninguna sea totalitaria.

Cuando se cuestionan las reglas del juego democrático también se pone en duda la posibilidad de la política tal como la venimos ejerciendo en democracia. Como apunta Jorge Barreiro: “La política es también arbitraje entre intereses, síntesis, para que no todo se resuelva a los bifes. Los políticos enfrentan demandas y aspiraciones contradictorias de la sociedad, y raramente tienen la capacidad de satisfacerlas todas simultáneamente. La frazada siempre será corta, aunque cuando se vive en modo adolescente se corre el riesgo de creer que siempre hay, tiene que haber, de todo para todos”. De esta mirada en “modo adolescente” proviene también buena parte de la descalificación del set de reglas liberal de la democracia: si el sistema no es capaz de resolver todos los problemas que yo detecto, en el plazo que yo creo conveniente, es que las reglas están mal y hay que tirar al tacho el procedimiento.

Aunque la tentación de terminar con la separación de poderes es el clásico antiliberal por excelencia, la pulsión negativa a la que vienen siendo sometidas las democracias es ligeramente distinta a la que se las sometió en los años 30 del siglo XX, con los resultados por todos conocidos. Eso sí, aun cuando los recursos son otros (nada de golpes de Estado) y los objetivos no pasan por tirar al tacho el sistema sino por debilitarlo para poner su versión demagógica en funcionamiento, lo que sí se repite es la figura del demagogo profesional. El bufón que puede meter a medio mundo en guerra. O que puede arrastrar a una comunidad como la europea a la parálisis interior y la inoperancia política.

Así que no, no es natural recibir insultos por tener opiniones políticas. No lo es en el Parlamento y no lo es Twitter. No es natural pensar que el otro no debería poder existir ni expresar sus puntos de vista públicamente. Eso es un abandono en toda regla de los mecanismos que nos permiten lidiar pacíficamente con la diferencia. No, no es de recibo que lo que una ideología comprensiva propone sea falso o verdadero porque sus “valores” son superiores. Eso se ve conversando, argumentando y discutiendo. La mejor forma de saber cómo son los pingos es verlos en la cancha.