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    Miedo

    Él es un muchacho de pueblo que está cursando su segundo año de Derecho en la universidad. Se llama Tomek (Maciej Musialowski), vive con lo justo en un cuarto mínimo y sin baño que comparte con otro estudiante. Trabaja doble turno, no tiene tiempo para estudiar y termina cometiendo plagio en un ensayo. “Por favor, no me hagan esto”, les dice a los profesores que lo llaman para decirle que ya no puede seguir estudiando. Mientras le hablan, a Tomek se le cae una lágrima. Los académicos no se conmueven. “Las palabras vuelan, los escritos quedan”, es la sentencia final.

    El muchacho da pena en esa primera escena y también en la siguiente, cuando va a cenar a la casa de una pareja adinerada, intelectual y elegante. Ellos lo conocen desde que era un niño y ahora le financian parte de sus estudios. Lo tratan con amabilidad, pero él sabe que son condescendientes y que se ríen de sus esfuerzos por vestirse lo mejor que puede, de su colonia barata y de la mermelada que les regala. Tomek se las ingenia para enterarse de sus burlas que le llegan como una puñalada, sobre todo porque le atrae Gabi, la hija de la pareja. Entonces aparece la furia, y se ve en sus ojos.

    Tomek es el protagonista de Hater, película estrenada este año en Netflix. Dirigida por el polaco Jan Komasa, fue la ganadora en la Competencia Internacional del Festival de Tribeca 2020, creado por Robert De Niro. También compitió en los Oscar como película extranjera, pero el premio lo ganó la surcoreana Parásitos, que también está en Netflix.

    Con una actuación estremecedora de Musialowski, Hater está ambientada en la Polonia actual y se enfoca en los aspectos más oscuros de la sociedad, con los avances de la ultraderecha, el nacionalismo y los grupos de supremacismo blanco. En las calles los manifestantes de cabeza calva sacuden banderas al grito de “Europa será blanca o no será” y la banda sonora acompaña con un metal pesado.

    “Es difícil creer que en el siglo XXI los fascistas tomen las calles”, dice el benefactor de Tomek, sin saber que justamente ese contexto es el campo de cultivo ideal para un muchacho herido y humillado, con la suficiente habilidad para manejar las redes. Porque el mal avanza en las calles y también está detrás de las pantallas.

    Tomek termina trabajando en una compañía de marketing digital especializada en “trabajos sucios”. Alguien que nunca se conoce contrata los servicios de la empresa para que destruya a una persona, a una marca o a un negocio. Por ejemplo, la compañía larga una “noticia” sobre lo mal que hace el jugo que promueve una profesora de fitness que tiene un exitoso canal en Youtube con miles de seguidores. A Tomek se le ocurre crear el hashtag #mepuseamarillo y logra que muchos consumidores del jugo se sugestionen y empiecen a ver manchas amarillas en sus manos. Entonces empieza el odio hacia la bebida y hacia su promotora, porque una vez que la mentira se instala es muy difícil desenmascararla o mostrar que nunca existió ningún damnificado, que nunca hubo noticia.

    El éxito de su primera campaña hace que a Tomek se le asigne una nueva. El centro será un político progresista. “El marketing no debe exceder los límites de la ética”, le dice la dueña de la agencia con gran ironía, mientras le indica que consiga cuentas falsas de la India. Esas cuentas son trolls o bots, organizaciones muy desarrolladas al servicio del uso perverso de las redes. La gerenta le recomienda a Tomek que genere “mentiras que no sean del todo mentira para que Zuckerberg no se enfade”. Todo un arte del fraude.

    Obviamente que este negocio que vende odio se traslada de la virtualidad a la vida real. La película muestra algunas señales, como el rostro lastimado de un repartidor de comida que es inmigrante o las fotos comprometedoras de un político. Y están todavía las señales más terribles que implican asesinatos.

    A medida que crece esta verdadera colonia de odiadores, también crece el poder de Tomek. Su transformación emocional y física es impactante. Se vuelve un joven sin límites, capaz de ejercer el mal con cara de ternura, capaz de darle fuerza a un desgraciado como él para que se sienta poderoso. “Para ellos no eres ni serás nada”, le dice. Él también saca fuerzas de un videogame, se siente tan guerrero como su protagonista y entonces los límites de la realidad y de la virtualidad se borran.

    Puede ser que Hater tenga algunos personajes esquemáticos en su despliegue de maldad, pero es convincente y sumamente inquietante. Los usuarios de las redes sociales pueden comprobarlo a diario en el griterío irracional de algunas discusiones mezcladas con fotos de gatitos y de atardeceres. Son varias las advertencias de quienes estudian el fenómeno de las redes y hablan de la manipulación para polarizar las opiniones, segmentar los gustos y crear adicción. Justamente en Netflix se acaba de estrenar un documental, El dilema de las redes sociales, que analiza el negocio de Google, Facebook e Instagram a través de técnicos que trabajaron para esas firmas. Ellos explican cómo obtienen información de los usuarios para crear algoritmos y dominar su comportamiento. Algo que también hace Netflix, por supuesto.

    Sin embargo, por la fotografía, la textura de los ambientes, la banda sonora y la gran actuación de su protagonista, Hater supera cualquier explicación de analistas o expertos. Porque Tomek es la cara del odio, y su historia da miedo.