Nadia, Lola y los muertos clase B

Nadia, Lola y los muertos clase B

La columna de Gabriel Pereyra

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Nº 2215 - 2 al 8 de Marzo de 2023

La noche del 9 de abril de 2021, Nadia Morales, de 12 años, estaba haciendo los deberes en su cuarto cuando una bala atravesó las paredes de chapa de la casa en la zona de la Unión y la mató. En estos días la fiscal Mirta Morales se dispone a pedir 23 años de cárcel para el responsable del balazo, un narco del barrio que esa noche disparó contra un almacenero con el resultado fatal para Nadia.

Detrás de la muerte de la niña está la violencia desbordada en barrios de la periferia, la abundancia de armas y su porte al cinto como si fuera el lejano Oeste (¿como si fuera?) y la creciente impunidad que cierto tipo de homicidios arrastra desde hace décadas, cuando los niveles de aclaración de este delito se desplomaron de un 80% a un 50%. Pero Nadia no era responsable de nada de eso, como no lo son buena parte de las víctimas que, ya sin nombre propio, ni pasado, ni, mucho menos, sueños de futuro, se repiten cada día como una letanía en los noticieros.

“La mayoría de los muertos en estas circunstancias que ahora llaman ajustes de cuentas son pobres diablos, gente que vive en la pobreza o la marginalidad. No son jefes ni capos de nada”, dice la fiscal Morales.

Hace unas décadas, la crónica policial no se podía permitir obviar un caso de homicidio, pero ahora son tantos (de los intentos de homicidio ni se habla), se parecen tanto unos a otros, que se han perdido hasta las intenciones de rigor informativo. Y eso va de la mano, quizás un poco más adelante o un poco más atrás, pero de la mano al fin, con la pérdida de sensibilidad social ante la muerte violenta de un ser humano.

Sin embargo, parece bastar que los muertos se aparten un poco de ese mundo de pobreza y fragilidad social en el que vivían para que sus desgracias sean nominativas, para que se hable de ellos como personas y no como cifras.

En estos días, a propósito de la condena de un sospechoso de encubrimiento, los padres de la adolescente argentina Lola Chomnalez, asesinada en Rocha en 2014, volvieron a aparecer, como tantas veces lo hicieron en los medios, expresando su descontento con la investigación, con las penas aplicadas, con todo lo que parece lógico que duela y no conforme a unos progenitores destrozados por semejante pérdida.

No oímos, ni creo que vayamos a oír, la opinión de los padres de Nadia Morales. Y aunque no me gusta que se le encienda la cámara a una madre en el peor momento de su vida para darle la posibilidad de opinar sobre aspectos jurídicos o sociales, parece un hecho que no solo las cámaras sino la atención social está más centrada en unos muertos que en otros.

Una tuitera me compartió hace unos días una nota de Página 12 en la que Franco Gatti compara la repercusión que tuvo en Argentina el asesinato de Fernando Báez a manos de un grupo de rugbiers con la muerte de Lorenzo Altamirano, que fue secuestrado, asesinado y su cuerpo tirado frente a la cancha de Newells. Altamirano no tenía vínculos con el delito.

“Su nombre no tuvo espacio en el discurso público, no conocimos a su familia, no se televisó su velatorio, no se organizaron manifestaciones y ningún abogado ofreció virtuosamente su intervención. El resultado es que no visualizamos una muerte enmarcada, en el sentido de una víctima en un contexto, sino un hecho más, fungible, que contribuye a la formación del marco. Esto es, una muerte, como tantas otras, que suma al marco de la narcocriminalidad en Rosario”, escribió Gatti.

“De Fernando Báez, sabemos sobre su vida, sus deseos, los de su familia, tiene un caudal de voces que la sostienen en ese sitio. Pero, objetivamente, es una muerte como la de Lorenzo Altamirano, y como infinidad de otras. Aquí el relato del marco da cuenta de una situación familiarizante, sobre todo para destinatarios de clase media-alta, cuyas presencias estructuran esos escenarios —el ocio, las vacaciones, la noche de los destinos turísticos—. A Fernando lo mataron a la salida de un boliche, en un lugar de veraneo, donde cualquiera de nosotros pudo haber estado. Y aunque, con certeza, se afirma la incidencia del componente racial, del odio de clase, aconteció en uno de esos marcos en los que es factible ubicarse, pensarse”, añadió.

Para Gatti, “nos enfrentamos a un grupo de vidas lloradas, en virtud de su pertenencia a determinados marcos de reconocimiento y, simultáneamente, a otras que no alcanzan el lamento público. En rigor, la línea divisoria separa a aquellos que viven y tienen una vida de aquellos que viven pero no tienen una vida, una vida digna de ser llorada. Una distinción que se exhibe sutil en el lenguaje, pero penetra en los cuerpos, disociando a los que importan de los que no”.

El discurso oficial, que atribuye a la presión policial sobre los grupos delictivos la causa de algunas de estas muertes anónimas, suma un elemento para que muchos piensen que estamos no frente a episodios de violencia sin sentido, que deberían contribuir a igualar una muerte a otra, sino ante eslabones inevitables del crimen organizado. Pero la videncia internacional, y la lógica, indican otra cosa. Cuanto más se lo persigue, el delito debería tomar recaudos en vez de riesgos. Así pasó en Estados Unidos (EE.UU.) cuando las bandas criminales de las grandes ciudades acordaron repartir zonas y bajaron la violencia.

Chris Blattman, criminólogo de la Universidad de Chicago, dice que es un mito que el crimen organizado prefiera “la guerra” antes que “la paz”, porque “nadie vende drogas en una guerra”. Por eso, estos grupos encuentran incentivos en que “haya paz”.

Lo que ocurrió naturalmente en EE.UU. fue alentado en otros países, como en Colombia o México, donde los homicidios bajaron, al menos transitoriamente, a partir de acuerdos entre el gobierno y el narco, o en Brasil cuando se le “cedió” las cárceles al Primer Comando de la Capital y al Comando Rojo.

El criminólogo Ignacio Cano dijo a la diaria que la categoría “ajuste de cuentas” y similares se usan para decir que “tanto el autor como la víctima eran parte de estructuras criminales. Significa que eran criminales profesionales y, por lo tanto, es más difícil de combatir, y para la ciudadanía manda el mensaje de que se mataron entre ellos, de manera que las personas ‘normales’ no están en riesgo”.

“Si un homicidio se categoriza como ajuste de cuentas y, por tanto, un problema entre grupos criminales, parecería que no es nuestro problema”, pero “es un error pensar que si se matan entre ellos nos podemos sentir tranquilos. Porque la violencia nunca se contiene, siempre se derrama”.

Sin embargo, aquí seguimos, entre el uso indiscriminado y a veces irresponsable del término ajuste de cuentas y el discurso oficial que trata de dar una explicación policial a un fenómeno muy complejo; entre muertes anónimas y otras “famosas”; entre el que “se maten entre ellos” y la naturalización de la muerte que ese pensamiento genera.

La ignorancia de este fenómeno no puede ser una trinchera para convertir el dolor en algo tan ajeno que no nos afecte. Porque, si la muerte violenta de una nena de 12 años nos parece algo ajeno, entonces no es solo que esa violencia tarde o temprano nos va a llegar, sino que, además, vamos a ser corresponsables, por irresponsables, por insensibles, por ignorantes.