Negociación y combate en el páramo local

Negociación y combate en el páramo local

La columna de Fernando Santullo

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Nº 2083 - 6 al 12 de Agosto de 2020

Si algo han demostrado estos meses de pandemia es que, más allá de protocolos (el palabro más usado en estos tiempos), de precauciones, de nuevas distancias sociales, de dispositivos de control y de barbijos, la política sigue siendo básicamente igual a sí misma. Esto es, se sigue separando entre quienes la consideran como el debate público entre diferentes visiones de una misma cosa, la realidad social que debe ser llevada a buen puerto, y quienes la consideran una suerte de agonística, pura técnica de combate entre partes irreconciliables que pelean entre sí para llevarse el trofeo a casa.

Se me ocurren varios ejemplos de esto último: desde quienes entendieron en qué consiste el poder de un partido bisagra y buscan llevarse el premio a cambio de apoyos acá y allá, a quienes se desangran en una lucha interna (y narcisista) y con ello amenazan con hundir a su partido en una irrelevancia aún mayor que aquella en la que ya navega. Por supuesto, también hay ejemplos de quienes entienden la política como una negociación entre rivales ideológicos cuyo fin no es arrebatarle al otro la copa sino lograr acordar con él ciertos mínimos que mejoren la vida de la ciudadanía. Lo que ocurre es que esos ejemplos no son vistosos ni hacen ruido. No son espectaculares ni necesariamente sirven para ganar votos en una elección futura. Y aunque son de hecho los casos mas frecuentes, no llaman la atención: son parte de la tarea parlamentaria, parte de la gestión de gobierno, parte de las tareas gremiales, del trabajo cotidiano de todos los actores de la política. Parte del paisaje y por lo tanto, casi imperceptibles.

Dicho así, pareciera que una forma y otra de hacer política fueran elecciones neutras, simples decisiones tácticas que no afectan demasiado el destino de los ciudadanos, que por lo general permanecen más bien ajenos a estas cuestiones. Se dirá que bastante laburo da en estos tiempos llevar el pan a la mesa como para, además, tener que andar pensando en esa maldita política para la que ya tenemos profesionales, bastante bien pagos para lo que es nuestro mercado laboral local. Pero no, ni son decisiones neutras que no afectan demasiado al ciudadano ni el ciudadano es ajeno a esta forma de concebir la política. De hecho, nuestras prácticas diarias están impregnadas de ambas concepciones aunque no siempre se note o se sepa.

Me viene a la cabeza, por ejemplo, el recurrente debate (combate, diría un agonista) entre las autoridades del Ministerio de Educación y Cultura (MEC) y la gente del teatro independiente. Por un lado, un ministro que, pese a ser de los mejor preparados de este gobierno, parece desconocer aspectos clave del sector cultural, quizá por su pasado exclusivamente académico. Por otro, un grupo de gente que quiere volver a trabajar (sin casi cobrar y esa es la parte que el ministro no parece conocer) y que cree que desde el gobierno se los trata especialmente mal en una situación en donde, entienden, el resto ha sido tratado mejor.

Comencemos señalando que existen claras asimetrías entre una posición y la otra. El MEC es responsable ante la sociedad de los efectos que tienen las decisiones que toma y esos efectos en estos días se traducen en contagios contantes y sonantes. Esto no quiere decir que el protocolo establecido por el MEC no sea cuestionable, discutible y, muy seguramente, mejorable (y eso sin contar que muy seguramente la decisión que late detrás de ese protocolo sea médica, no del MEC). Pero no es lo mismo reclamar una vuelta al trabajo que la responsabilidad de que esa vuelta pueda traer consigo un aumento poco manejable de casos de Covid-19. Algo que, todo sea dicho, parece poco probable en el caso del teatro.

Ahora, para poder discutir ese protocolo no conviene presuponer que el ministro tiene una especial animadversión hacia la gente del teatro. ¿Por qué habría de tenerla si el protocolo establecido para los conciertos es básicamente el mismo? E incluso si así fuera, ¿alguien piensa de verdad que un ministro se va a sentar a charlar sobre aspectos técnicos de un protocolo que está implementando con quien lo llama mentiroso y otras lindezas? A menos, claro, que se entienda que no se discute un protocolo sino, como decía aquella vieja campaña electoral, “dos proyectos de país”. Y que se entienda además que esos dos proyectos resultan detectables en cada acto del otro, ese al que hay que arrebatarle la copa.

Es verdad, cualquiera que conozca mínimamente el paño sabe que es un absurdo plantear que los actores no se besen en escena, ya que ese grupo tuvo que ensayar en persona y con toda clase de cercanías durante todo el proceso de preparación de la obra. Lo mismo con lo de los cuatro músicos en escena, otro absurdo resultante de no tener la menor idea de cómo ensaya una banda ni de cómo es la realidad de quienes hacen música en este país. Por no hablar de que con las localidades que se habilitan según esos protocolos, esos shows y funciones se vuelven económicamente inviables para la inmensa mayoría de los artistas. Shows y funciones que ya eran poco viables sin el covicho.

Ahora, sentarse a charlar sobre estos aspectos implica asumir la posibilidad de un terreno común y entender que las reuniones que se piden (o se exigen, está de moda exigir) son precisamente para explorar ese terreno y tratar de encontrar un acuerdo. Ese terreno se ve lijado y debilitado cada vez que se recurre a la agonística y los debates sobre cosas reales y concretas en medio de una pandemia, se convierten en una demostración de técnica de lucha por sí y para sí. O en un intento de demostrar que el otro es un enemigo del pueblo. Por cierto, cuando en política se recurre a la imaginería bélica (frente de batalla, combatir, cerrar filas) es que los agonistas ya están ganando: ya les compramos el marco conceptual y lingüístico del asunto.

En su Mensaje al siglo XXI, Isaiah Berlin ofrecía pistas sobre la política (y la vida común) entendida como negociación: “Si hemos de perseguir los valores humanos esenciales que nos rigen, es necesario establecer compromisos, compensaciones, medidas para evitar que ocurra lo peor. Te doy tanta libertad a cambio de tanta equidad; tanta expresión individual a cambio de tanta seguridad; tanta justicia a cambio de tanta conmiseración. Lo que quiero decir es que algunos valores chocan entre sí. Los fines que perseguimos los seres humanos están generados por nuestra naturaleza común, pero su exploración tiene que controlarse hasta cierto grado: la libertad y la búsqueda de la felicidad, repito, pueden no ser del todo compatibles una con otra, así como tampoco lo son la libertad, la igualdad y la fraternidad”.

Berlin escribió su texto en 1994 y lo cerraba con la esperanzada convicción de que el mundo estaba avanzando hacia la extensión de esa clase de racionalidad, hacia esa forma negociadora de entender la política. Me temo que la realidad no le viene dando demasiado la razón y que la pulsión agonística sigue pesando lo suyo. Basta con mirar el estado de nuestro páramo local para constatarlo.