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    Un monosílabo, un chupón

    Por E_A_L

    Nº 2275 - 9 al 15 de Mayo de 2024

    Las primeras armas en el periodismo son el arrojo y el impulso sin más, contra viento y marea. Recuerdo en el primer Festival de Cine de San Sebastián al que fui invitado cómo perseguí a Willem Dafoe en una discoteca para que me diera una entrevista. El actor estaba sentado con una señorita y, cada vez que se movía de su sitio, allí me tenía enfrente para pedirle, para rogarle una entrevista. No lo dejaba en paz. Iba a la barra por un trago y ahí estaba yo con el pedido. Iba al baño y ahí estaba el tipo insistente, insufrible. Y Dafoe, muy educado y paciente, me decía una y otra vez: “Hablá con mi mánager, que es la que maneja las entrevistas”. Di con la mánager, que era una argentina y también estaba en la discoteca, me miró de arriba abajo con desprecio y sin decirme nada, solo con un miserable gesto, me mandó a pasear.

    También recuerdo la fiesta de apertura del festival, en el Palacio Miramar. Un gentío tremendo, periodistas, actores, actrices, cineastas, organizadores, mozos con sus bandejas haciendo equilibrio, colados, lo que fuera, toda la pesca, como dicen los españoles. Apenas podías moverte. Era como a la salida del estadio antes de que abran las puertas: todos juntitos y pegados. De repente, precisamente a mi lado, por esas cosas del movimiento de la marea, el cineasta Nagisa Oshima, que era el presidente del jurado y estaba en el candelero por haber dirigido El imperio de los sentidos, un drama brutal con sexo explícito. Oshima, una figura alta, desgarbada, muy seria, en posición marcial, observaba todo aquel gentío con una ligera molestia desde sus lentes redondos y las cejas bien oscuras y arqueadas. Esta es mi oportunidad, no me la pierdo. Con ese rapto de arrojo e inconsciencia adolescente, voy y le tiro de una: “Kurosawa dice que El imperio de los sentidos es pornográfica. ¿Qué responde a eso?”. Todo el odio del Japón se concentró en su mirada y sin decirme nada se abrió camino como pudo entre el gentío, huyendo del incordio. Una mirada mucho más pesada y milenaria que la de la cretina mánager de Dafoe. Me podría haber matado de una puñalada y dada la multitud de gente nadie se hubiera enterado. Habría caído en cámara lenta, casi vertical, entre todos los cuerpos, sin ninguna respuesta pero con esa mirada lapidaria que no olvido y para mí es un regalo periodístico.

    Más buenito me enfrenté a Aki Kaurismäki en la Sala Doré de la Filmoteca Española cuando el finlandés fue a presentar un ciclo con sus películas, a fines de los años 80. El tipo estaba muy acaramelado en compañía de una señorita que seguramente había conocido hacía muy poco, tal vez ese día, tal vez esa misma tarde en Madrid. Me presenté y le dije que era un periodista uruguayo y quería hacerle una entrevista en ese momento, si era posible. Me miró, no como la mánager de Dafoe ni como Oshima, pero con la frialdad y distancia de sus personajes, que pueden estar borrachos, deprimidos o maníacos y siempre tienen el mismo rostro y la misma postura corporal, casi inmóvil, y aceptó, sin dejar de mirar a la señorita que tenía a su lado y de la cual no se separaba ni un centímetro. Nos dirigimos hacia una de las mesas del hall, que tiene una hermosa cafetería. Cuando nos sentamos quedamos en línea horizontal, no enfrentados: Kaurismäki en el medio, pegado a su señorita, y yo del otro lado. El cineasta inmediatamente me dio la espalda y se dirigió a la señorita, de modo que tenía que esperar una tanda en la sucesión de arrumacos y caricias que ya se habían empezado a desplegar. Cuando se daba la vuelta hacia mí, tiraba una pregunta, el tipo respondía con un telegrama y volvía a la señorita.

    —¿Qué cineastas lo marcaron?

    —Bresson, Truffaut.

    Y vuelta a la señorita. Ya se habían habilitado los besos, por lo que tenía que esperar una pausa. Y cuando se hacía, iba otra pregunta, y de respuesta dos o tres palabras o un monosílabo. Y de nuevo a los chupones con la señorita. Las pausas eran cada vez más largas, de modo que no tenía más remedio que… tocarle ligeramente la espalda para que me mirase, lo cual agregaba un factor de incomodidad a la situación ya recontraincómoda. Metía el dedito en su espalda, suavemente, y el tipo se daba la vuelta más fastidiado, con monosílabos que ya expresaban más de lo que decían. En una de las pausas, sin nada más que preguntar ni decir y tratando de que ni siquiera se notase mi ausencia —esto fue muy importante— me disolví por una tangente y me fui sin interrumpir el romance, sin hacer ningún ruidito, cubriéndome en la sombra de su espalda como si nunca hubiese estado allí, en definitiva, como en una película del propio Kaurismäki, que son más de ausencias que de presencias y cuyo cine admiro profundamente.