Una reflexión incoherente

Una reflexión incoherente

La columna de Andrés Danza

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Nº 2132 - 22 al 28 de Julio de 2021

Suena bien la palabra coherencia. Asociarla con alguien es halagador. Más en política, donde ser coherente parece ser una de las virtudes principales, imprescindible para poder llegar lejos. Es probable que casi ningún político se asuma como incoherente. Hacerlo sería una especie de suicidio, porque nadie puede sumar votantes sin mostrarse como fiel a su pasado y a sus ideas, sean las que sean.

Pero la evidencia muestra que la coherencia es, en muchos casos, solo políticamente correcta. Por supuesto que bien concebida y aplicada es positiva, pero también puede ser muy contraproducente. Ser coherente con algunos valores y con los afectos está muy bien, pero no tanto con las ideas y mucho menos con la forma de llevarlas a la práctica.

Por eso, separando los demás ámbitos porque merecerían un análisis aparte, en política la coherencia está sobrevalorada. Los políticos trabajan con la realidad y el contexto en el que se mueven es fundamental. Su principal materia prima es cambiante, cada vez más. Lo que ayer era una solución evidente a un problema central hoy puede llevar a un fracaso absoluto. Lo que antes era una idea maravillosa y removedora se puede haber transformado en un fiasco gigantesco. Hay pocas certezas y las recetas quedan antiguas en horas, porque sus ingredientes evolucionan a cada minuto.

Ante ese panorama, defender siempre lo mismo y abrazarse a instrumentos pensados para el pasado es señal de terquedad, no de rectitud ni mucho menos de inteligencia. Una persona inteligente tiene que estar mucho más dispuesta a evolucionar junto con su tiempo y a adaptarse a las nuevas realidades. Y eso no cabe dentro de la tan bien vendida coherencia. Los coherentes en política, la mayoría de las veces, no son inteligentes, son simplemente necios.

En realidad, lo que suelen demostrar con la coherencia que tanto les gusta exhibir como valor es falta de cintura y lo poco o nada que han aprendido a lo largo del tiempo. Porque si hay algo que da el trayecto, además de años y vejez, son enseñanzas y nuevas dudas. Los que nunca dudan de lo que piensan, por más arraigados y profundos que sean esos pensamientos, es que prefieren quedarse quietos antes que avanzar a lo desconocido. Y entonces, mejor que se dediquen a otra cosa y no a administrar la cosa pública.

El escritor francés Alberto Camus cuenta en su haber con una frase maravillosa, que es un gran resumen de todo lo anterior. “La necesidad de tener razón es el signo de una mente vulgar”, dijo un día. Y la coherencia parte de la premisa de haber accedido a una especie de verdad absoluta que siempre permanecerá del lado de la razón. No hay espacio para cuestionamientos ni para contradicciones. Todo lo ocupa la vulgaridad de creer que la contradicción y el cambio de ideas es un signo de debilidad. Nada más contradictorio que la realidad para el que la quiera ver.

Un ejemplo actual: seguir defendiendo lo que ocurre en Cuba porque hace más de 60 años fue una revolución triunfante que levantó las banderas del socialismo. Eso para una parte importante de la izquierda uruguaya es coherente. Y lo dicen como una virtud, como algo a destacar. “Tengo que ser coherente con mis ideas”, me dijo uno de esos dirigentes hace unos días. Pues no. Es preferible que no lo sea. Mucho mejor sería que las décadas enteras que pasaron hubieran servido para algo y no para seguir sosteniendo exactamente lo mismo.

Otros dicen por lo bajo, a veces públicamente —aunque son los menos—, que Cuba “se cae a pedazos” pero que igual es necesario defenderla porque es un símbolo de que otro camino es posible. El problema es que, teniendo en cuenta lo que viene ocurriendo desde hace ya bastante tiempo en la isla caribeña, quizá la peor forma de defenderla es favorecer a que siga como está. La historia ya mostró lo que pasa con los regímenes mantenidos a prepotencia, con escaso apoyo popular. Llega un momento en que explotan por los aires. Negarlo es muy coherente pero muy poco realista.

Otro ejemplo similar pero en la otra vereda. El sistema político que gobierna a China desde hace más de medio siglo es muy similar al de Cuba. En China también manda exclusivamente el Partido Comunista, casi sin oposición y restringiendo las libertades de sus ciudadanos. Por supuesto que hay grandes diferencias, principalmente económicas, pero las semejanzas políticas son evidentes.

Si el presidente Luis Lacalle Pou y su gobierno de coalición fueran coherentes, no deberían tener como principal socio comercial a China. Lacalle Pou repitió más de una vez durante la campaña electoral su rechazo a los regímenes con un sesgo totalitario y argumentó que prefería no estar cerca de ellos. Eso fue respaldado por todos sus socios, pero, una vez en el gobierno, el mayor acercamiento internacional se produjo con China. No es coherente. Pero está bien. Es necesario porque es lo que mejor representa los intereses del país que le toca presidir. ¿Hay otro camino? Sí, por supuesto. Paraguay no tiene relaciones diplomáticas con el gobierno chino. Pero optar por esa alternativa, en las actuales circunstancias, no tendría sentido. Es preferible la incoherencia.

“Tengo que ser coherente”, dijo hace unos días Lacalle Pou al reconocer que está en contra de que el Ministerio del Interior acceda al registro de los clubes canábicos y autocultivadores de marihuana. Hace unos años había opinado que una medida de ese tipo tenía una base totalitaria. Pero tampoco esto es un tema de coherencia. Lo que pasa es que queda bien decirlo, pero lo que impera aquí es ser realista. Si se quiere liberalizar el mercado de una droga, no tiene ningún sentido perseguir a los que la consumen, y el presidente lo sabe.

Por eso, sería importante eliminar esa idea de que un líder político tiene que ser coherente para ser bueno. No, mucho más que coherente tiene que ser pragmático y eficiente. Y para cumplir con esas dos condiciones no se puede ser coherente todo el tiempo. Es imposible que tenga a la coherencia como su principal aliada y que al mismo tiempo pueda interpretar correctamente una realidad tan cambiante.

Puede ser que algunos de los que se conocen o se denominan coherentes hagan o hayan hecho historia. El problema es que la hicieron solos, porque por cada intransigente de esos hay miles o a veces millones de sometidos por debajo que lo sufren.