“True detective: night country” es casi un triunfo

escribe Gabriel Sosa 
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Para entender los motivos del casi triunfo de la última temporada de True detective y de su fracaso final, hay que hacer un poco de historia. En 2014 se estrenó la primera temporada de una serie que entraría en la historia. True detective, escrita por Nic Pizzolatto, un hasta entonces ignoto profesor y escritor con una buena novela noir a sus espaldas (Galveston, de 2010). Se trató de una ficción autoconcluyente en ocho capítulos, interpretada por Matthew McConaughey y Woody Harrelson. El director de los ocho episodios fue Cary Joji Fukunaga.

La historia sigue a los detectives Rusty Cohle (McConaughey) y Marton Hart (Harrelson) primero a mediados de los años 90, cuando comienzan a investigar un horrendo sacrificio ritual en la desolada Luisiana, y luego en 2012, cuando resuelven el caso. Los dos no pueden ser más distintos. Hart es tosco, predecible, buen policía pero con imaginación limitada. Cohle es un tiro al aire, un nihilista extremo, casi misántropo, obsesivo y solitario. Hart es un hombre de familia, pero engaña a su mujer. Los dos deben investigar el mencionado crimen ritual, lo que los lleva a una espiral descendente de misterio y horror cuyo fondo solo podrán encontrar años después. La pista los conduce hacia una especie de secta siniestra con ramificaciones en política, religión y finanzas, algo turbio y confuso sobre un lugar llamado Carcosa, estrellas negras y un tal rey en amarillo. Cohle tiene alucinaciones (o no) y se obsesiona con el caso. El pedestre Hart no conecta con el costado místico de la investigación, pero la barbarie de los crímenes termina obsesionándolo también. El final de la investigación no los deja satisfechos, pero Hart sigue adelante y Cohle abandona la policía. Años después se reencuentran y deciden seguir hasta encontrar al instigador de los rituales, lo enfrentan y derrotan a duras penas. En la pelea final Cohle tiene una visión alucinada del cielo de estrellas negras, y malherido termina por renegar de su nihilismo previo.

Hay muchos motivos que pueden explicar la calidad de True detective. Por ejemplo, la química entre Harrelson y McConaughey. También el guion de Pizzolatto y la dirección de Fukunaga. Hasta la ambientación en Luisiana, uno de los rincones más pobres y menos vistos de un país que el cine y la televisión han fotografiado hasta el hartazgo. Pero la verdadera fuerza del relato en la serie viene dada porque su columna vertebral es una de las tradiciones más potentes y fructíferas de la literatura estadounidense: la weird fiction.

A veces confundida con literatura “de terror”, la weird fiction es una corriente cuyas bases se remontan a la literatura fantástica inglesa y que cristalizó en los años 20 y 30 del siglo XX con la obra de H.P. Lovecraft. Simplificando, se podría decir que no se trata de horror, sino de horror cósmico. El terror de la weird fiction no proviene del simple bicho feo, sino de la incomprensión del universo capaz de generarlo. A partir de Lovecraft el género se diversificó y expandió, y al día de hoy se puede incluir parte de la obra de Stephen King en el extremo más popular, y los cuentos de Thomas Ligotti en el más radical. Y justamente Ligotti tiene mucho que ver con True detective, porque suya es la filosofía nihilista extrema de Cohle, tal como la explaya en su libro La conspiración contra la especie humana. Y las claves del misterio también vienen de la weird fiction: Carcosa proviene de un relato de Ambrose Bierce, El rey en amarillo es el título del libro más conocido de Robert W. Chambers (que también menciona a Carcosa; los autores de weird fiction se homenajean alegremente sin parar). Tomando en cuenta las bases sobre las que se construye el relato, queda a criterio del espectador decidir si True detective es una historia sobre dos policías que persiguen a un líder sectario o una historia fantástica en la que las alucinaciones de Cohle en realidad son atisbos de otro mundo. Para empezar, la historia transcurre en un universo donde ni Bierce ni Chambers escribieron sus obras más famosas (Cohle lo hubiera averiguado sin duda), así que las opciones quedan abiertas.

Como dato curioso, no es la primera vez que El rey en amarillo se entremezcla en una narrativa policial. Un cuento de Raymond Chandler de 1945 se llama igual, y en él Philip Marlowe recuerda un libro que leyó hace tiempo cuando descubre el cadáver de un músico de jazz en pijama amarillo.

Volviendo a True detective, a la primera y sensacional temporada le siguieron dos más, en 2015 y 2019. A pesar de la expectativa, ninguna le llegó a los talones a la primera ni en calidad ni en éxito. La segunda temporada, con Colin Farrel, directamente fue olvidable. La tercera, con Mahershala Ali, algo mejor pero nada superior a la media. Y es que ninguna de las dos se recostaba en un material tan potente y profundo como lo hizo la primera. Pizzolatto había metido un golazo con su primer guion, pero se desinfló de inmediato. Hasta el día de hoy sigue siendo un one hit wonder.

La larga noche

La lección parece que fue entendida por alguien, aunque no del todo bien. Los primeros dos capítulos de True detective: night country (en HBO) parecen diseñados para agarrar de las tripas al fan de la temporada uno y generar expectativa. Estamos en Alaska, en la costa del mar de Bering, en la ficticia ciudad de Ennis, bien al norte del círculo ártico. Se acerca la Navidad y acaba de empezar la larguísima noche polar cuando la jefa de policía local, Liz Danvers (Jodie Foster), se entera de la desaparición de ocho científicos de una base de investigación cercana al pueblo. No dejaron rastros de dónde o por qué se fueron, y en la cocina se encuentra una lengua cortada, que resulta pertenecer a Annie Kowtok, una mujer nativa iñupiat, activista contra la inevitable mina cercana, asesinada brutalmente años atrás. La base científica se llama Tsalal, que es el nombre de la isla austral donde terminan (más bien, quedan inconclusas) las aventuras de Arthur Gordon Pym en la novela de Edgar Allan Poe, pero también el nombre de una deidad siniestra en un relato de Ligotti, el filósofo de cabecera de Cohle.

Siete de los científicos desaparecidos son encontrados por Rose, una mujer que vive en las afueras del pueblo, a la que un fantasma le indica dónde están. Aparecen desnudos, congelados como en una escultura macabra, aterrorizados y con extrañas heridas. Sus ropas estás dobladas prolijamente algo más lejos. A la investigación llega una patrullera, Evangeline Navarro (Kali Reis), que no se lleva nada bien con Danvers por cuestiones que veremos a medida que la trama se desarrolle. Navarro está obsesionada con el asesinato de Annie, y a medida que los acontecimientos se complican Danvers se ve obligada a darle lugar en la investigación y trabajar juntas. En el segundo capítulo nos enteramos de que el fantasma que le indica a Rose dónde encontrar los cadáveres es de su expareja, de apellido Cohle (el dato lo dice en pantalla la propia Rose pero no figura en ninguna lista oficial de personajes). En la temporada original Cohle le cuenta a Hart que vivió varios años en Alaska con su padre.

Y hasta ahí llegan las conexiones que no son tales. Desde el capítulo tres la serie se desarrolla como lo que realmente es: una historia de dos mujeres policías en un entorno espectral de oscuridad perenne que combaten sus propios fantasmas, tanto metafóricos como reales. Danvers está perseguida por el recuerdo de su hijo y se niega a aceptar las posibilidades sobrenaturales. Navarro, nativa iñupiat trasplantada, no logra encontrar sentido a todo un plano espiritual que forma parte de la tradición de su gente. Las dos mujeres se enfrentan, se reconcilian, hacen las paces con su pasado en medio de la investigación de cosas aparentemente incomprensibles, y en un tenso capítulo final ajustan cuentas con su mundo interior, con su investigación y con las llamadas de otro mundo. Una gran historia de fantasmas mezclada con policial, donde sus protagonistas dejan todo en la pantalla, pero estropeada por la resolución del misterio y por la ansiedad de conectarla a la fuerza con una historia precedente.

Ocurre que la historia de True detective: night country no fue pensada como agregado a la serie, sino como algo independiente. Con Pizzolatto fuera, quien sea que esté a cargo decidió que la historia de la mexicana Issa López era un buen agregado, la contrató como showrunner y es probable que en exhaustivas reuniones de producción le hayan impuesto conectar su guion con la mitología tan resultona de la primera entrega. Y con esa decisión lo único que lograron fue bombardear la propia historia, que podría haberse desarrollado mucho mejor por su propia cuenta como una sólida narrativa feminista de fantasmas.

La nueva narrativa audiovisual feminista tiene dos peligros. Uno de ellos es tratar de ocupar porque sí universos ficticios ya sobreexplotados en su versión masculina sin agregarles nada. Pasa en géneros semimarginales como el cine de acción, donde se ven películas que son la misma cansina reversión de la máquina de matar que cambia de género pero no de mañas y da como resultado la misma película de siempre. O en intentos de apropiarse de mitologías ya cimentadas, como fue el catastrófico caso de reversionar Los cazafantasmas con un elenco femenino. Cero riesgos, cero aportes. Contrapuesto a esto están las narrativas feministas que moldean su propio relato, ya sea la reciente Barbie (guste o no) o hablando de series policiales con dúo de investigadoras, la magnífica Deadloch (2023), australiana, feminista hasta el tuétano pero cargada de una saludable y desorbitada ironía que la hacen rozar la parodia.

El otro riesgo es mostrar la presencia femenina como una especie de intervención divina que todo lo puede, todo lo cura y todo lo justifica. Y eso es lo que empaña el final de True detective: night country, cuando luego de que sus protagonistas resuelvan sus asuntos, de que los fantasmas sean conjurados y el pasado asumido la solución final al misterio que dio arranque a la trama sea una especie de intervención feminista totalmente incoherente, inexplicable e indefendible, que cierra a prepo la historia dejando una lengua cortada como elemento misterioso residual. Ya los antiguos griegos sabían bien que el deus ex machina es un facilismo imperdonable, incluso en un caso como este, en que se trata de un mulier ex machina.

Vida Cultural
2024-03-13T19:40:00