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Es hueso con piel, un tipo casi transparente, de vaqueros sucios, camisa berreta, botas y sombrero de cowboy. Se mueve haciendo trabajos de electricista entre las zonas oscuras de los rodeos de Dallas (fornicando detrás de bambalinas, digamos) y las no menos oscuras de los trailers y las viviendas apretadas de los extrarradios. Su vida son las apuestas, las sustancias y las putas. Vive encajado. Si lo dejás suelto, te roba pastillas del botiquín o de la farmacia. Es capaz de revolver el tacho de la basura con tal de encontrar alguna píldora que haga efecto en su cerebro. Un aspirador nato, un gran bebedor y por ende un gran meador. Odia a los homosexuales. No me toques que te parto. No me mires con esa cara de nena. Un sujeto desagradable por donde se lo mire. Pero su personaje, en cambio, es sumamente atractivo. Un día cae desmayado y despierta en la camilla de un hospital. A su lado tiene un médico y una enfermera. “Señor Woodroof”, le dicen, “Ud. tiene sida”. Nuestro cowboy sucio, toxicómano y ladronzuelo, responde: “¡Qué voy a tener esa enfermedad de maricas!”. Y abandona el hospital con paso decidido.
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Es, indudablemente, el gran papel hasta el momento de Matthew McConau-ghey, el alma de Dallas Buyers Club: el club de los desahuciados, del director canadiense Jean-Marc Vallée. La película tiene esa impronta del buen cine independiente, sin concesiones y hasta con cierta y premeditada fealdad formal. En una cartelera inundada por historias banales y conformistas, es una pieza rara. Pero McConaughey se ha robado hasta el momento todos los elogios. Ya le dieron, entre otras distinciones, un Globo de Oro y una nominación al Oscar como mejor actor protagónico. El cowboy de farmacia se viene con todo.
Lo teníamos encasillado como un galancete: “Experta en bodas”, “Cómo perder a un hombre en diez días”, “Soltero en casa” y títulos por el estilo. Sin embargo, el hombre había avisado que estaba para más. Sin ir más lejos, con su breve y maravillosa intervención en “El lobo de Wall Street”, de Martin Scorsese: se golpea el pecho, tararea una canción y con ese único gesto le transmite a su alumno Leonardo DiCaprio el sentido de la vida.
Es más: actualmente, HBO emite la serie “True Detective”, escrita por Nic Pizzolatto y producida por el propio McConaughey y Woody Harrelson, en la que dos investigadores bastante desprolijos se abren camino en los siniestros bajos fondos del sur profundo. Harrelson y McConaughey se mezclan con pandilleros, motociclistas satánicos y cocineros de anfetaminas para dar caza a un asesino serial. Y en la cacería sucumben a todos los vicios y males.
Ser lindo resulta muchas veces un impedimento para obtener buenos papeles. Con esa carita no se puede hacer de malo ni de enfermo ni de corrupto. La frase debe haber sido algo repetido en su carrera. Alguna vez, McConaughey echó mano a un bigote postizo o a una vestimenta terraja para convencer a alguien de que le dieran un papel.
En “El chico del periódico” (2012, Lee Daniels) comparte cartel con Nicole Kidman y John Cusack. La película es tan intensa como deshilachada, pero McConaughey se tira al agua en una escena brutal: aparece en cuatro patas, desnudo y rodeado por tres negros.
Nació en Uvalde, un pueblo texano de quince mil habitantes que tiene pinta de cobijar varios personajes literarios y cinematográficos, el 4 de noviembre de 1969. Y ese pueblo debe haber sido el verdadero caldo de cultivo para bucear en posibilidades, en psicologías, en restos humanos.
Su padre era el dueño de una gasolinera. Seguimos con los personajes literarios: el padre y los variados y extravagantes conductores que allí se detenían a cargar combustible, a comprar cigarrillos, a ir al baño.
El joven Matthew estudió abogacía pero no le convencía la carrera. Fue lavaplatos. Y trotamundos. Recorrió África, Europa y Sudamérica, además de su propio país de costa a costa, en auto y a pie. Alguien le vio pasta, digamos potencial, y le ofreció rodar una publicidad de cerveza. A partir de allí se convirtió en actor sin haber estudiado ni haber hecho teatro ni nada de lo que hacen habitualmente los actores. Llegaron propuestas de cineastas importantes: “Amistad”, de Steven Spiel-berg, y “Contacto”, de Robert Zemeckis, ambas de 1997.
El encierro texano lo usó en dos películas poco conocidas: “Frailty” (2001), de Bill Paxton, donde McConau-ghey descendía hasta los infiernos, y “Killer Joe” (2011), de William Friedkin, donde el infierno, como todos sabemos, está en la Tierra. En ambas historias usaba un sombrero de sheriff y portaba una placa, pero no quisieras nunca toparte con semejante representante de la ley.
Dicen que el tipo tiene el hábito de mascar tabaco y no usar ningún tipo de desodorante ni perfume. Es posible. Habría que preguntarle a la mujer si es cierto. Lo que sí está claro es que no necesita ningún elemento de belleza ni de aseo para entrarles a sus personajes.