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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn la edición de la semana anterior de Búsqueda se informa sobre la creación de una entidad pública no estatal que atienda las llamadas industrias creativas. Por industrias creativas se comprende el cine, la publicidad y los videosjuegos. Las líneas que siguen discrepan con la comprensión totalizadora de poner en una misma bolsa cine y publicidad. La finalidad es que la nueva institucionalidad, sin ambigüedades, refleje las diferencias. Para hacer más ágiles estas líneas se contraponen cine (ficción, documentales, series, teleteatros, videoclips) con publicidad audiovisual.
“Sin artistas no existirían organizaciones culturales. Sin embargo, el artista es además indispensable en otra serie de empresas no consideradas de naturaleza cultural. En publicidad, por ejemplo, el artista es un elemento fundamental para la creatividad publicitaria. De hecho, la grabación de un anuncio necesita de un productor, músicos, actores, diseñadores de escenarios y demás. A menudo, estos actores suelen ser los mismos que vemos sobre un escenario, en la televisión o incluso en la gran pantalla” (Colbert y Cuadrado, Marketing cultural, Ariel 2003).
En ese sentido la publicidad es parásita de la cultura y otros desempeños humanos, como el deporte. Desde el uso de elementos de la idiosincrasia (lenguaje, costumbres, otros), piezas musicales reconocibles, pasando por la participación de celebridades, la publicidad lo explota todo y no crea identidad, ni ídolos, ni geografías humanas y otros valores que no sean el producto anunciado.
Por otra parte, los bienes culturales, el cine, no son instrumentales a otros motivos, como lo es la publicidad en relación con el producto o comportamiento que procura imponer.
A diferencia del cine, nadie compra publicidad, ni se dispone, concurre y paga para consumirla. La publicidad no se colecciona o atesora, el cine sí.
“Parte de la publicidad es muy creativa, pero si uno razona de esta manera, terminaría incluyendo en la cultura a todas las industrias creativas. En la industria automovilística, por ejemplo, hay mucha creatividad en el diseño. Si uno ve las cosas de esa manera, la cultura está en todos lados” (economista Françoise Benhamou, la diaria, 5/9/2008).
La arquitectura también es muy creativa, pero nadie la incluye como bien cultural en los análisis de valorización económica. Para el tema que nos convoca, hay que excluir también los bienes jurídicamente patrimoniales, aunque la historia del arte y la labor patrimonial sí los catalogan como cultura, con sobrada razón y robusta tradición. Un posible ejemplo de esto es La historia del arte de Ernest Gombrich, un libro con más de 7 millones de ejemplares vendidos en el mundo.
En el cine, la oferta crea la demanda. No se puede determinar la necesidad de los bienes culturales antes de ofertarlos. Buena parte de la necesidad es creada por la oferta. Desde el surgimiento del propio cine, de la ópera o del rock, pasando a cuestiones como la estética minimalista, el arte contemporáneo o la fiesta del Día del Patrimonio, los bienes culturales no parten de una necesidad claramente predeterminada como son las de tener sed, aliviar el dolor, descansar, saciar el hambre, acceder a un crédito, poseer una vivienda, un automóvil, ir de vacaciones, etcétera.
Por esta razón, el marketing cultural parte del producto —del filme en el caso del cine— y busca atraer clientes, consumidores, construir audiencia. Esta es la diferencia con el marketing convencional, que parte de identificar necesidades presentes en el mercado.
Las películas, series, telenovelas, documentales poseen gran incertidumbre en la captación de público. A diferencia de la publicidad, los bienes culturales parten de un creador, de una obra. La producción cinematográfica tiende a bajar su inherente inseguridad en la adhesión de público recurriendo a festivales, al star system(ejemplo: Ricardo Darín para el Río de la Plata), construyendo una marca país que para nuestro colectivo debería ser cine Uruguay y no “audiovisual”, como se lee en las presentaciones de los filmes uruguayos. (Argentina sí lo hace con una presentación contundente: al inicio de cada película, pantalla completa algunos segundos con la frase “Argentina cine” y una imagen de la bandera nacional).
Los creadores y productores cinematográficos tienden a poseer una racionalidad no económica. A diferencia de otros trabajadores, los de la cultura no actúan predominantemente para maximizar los beneficios. La recompensa económica esperada por su trabajo puede ocupar un lugar secundario en sus decisiones de asignación de recursos y prioridades. “La economía de la cultura es irracional. Cuando un zapatero se da cuenta de que el costo de reparar zapatos es más alto que las ganancias, busca otro trabajo; el artista insiste” (economista Cory Doctorow, en Rolling Stone, nº 134, mayo de 2009).
La publicidad busca y existe para generar la mayor cantidad de lucro posible. El cine uruguayo y de otras partes del mundo existe no solo porque hay personas que quieren realizarlo, sino también porque hay financiamiento público. El cine de este país es un bien meritorio, como lo es el saneamiento: el mercado no lo financia en cantidad ni calidad, de ahí la necesaria participación del sector público bajo la forma de subvenciones y otros apoyos.
El desarrollo de la publicidad fortalece al cine, derrama elementos positivos porque la constante producción y la búsqueda de la excelencia internacional en la publicidad son acumulaciones de las que el séptimo arte se beneficia. Esto se aplica desde la capacidad de los recursos humanos y su nivel de formación y experiencia hasta los costosos y sofisticados equipamientos. Sin publicidad, la calidad del cine se vería en parte comprometida y resultaría más cara.
En publicidad los recursos humanos y materiales son rubros mucho más costosos que en el cine (por ejemplo, los ingresos que percibe determinado actor son más altos en publicidad que en cine). Lo mismo sucede con los insumos técnicos.
Siguiendo al economista Bruno Frey (La economía del arte, La Caixa, 2000), el cine genera unas externalidades que no se producen en la publicidad. A saber:
– valor de existencia: la población se beneficia del hecho de que el cine exista, incluso si algunos de sus individuos no toman parte en ninguna actividad;
– valor de identidad o prestigio, porque el cine contribuye a un sentimiento de identidad local, regional, nacional, universal, como parte de la aventura humana;
– valor de opción o elección: la gente se beneficia de la posibilidad de ver cine aun si no llega a hacerlo realmente;
– valor de educación: el cine contribuye al refinamiento de los individuos y al desarrollo del pensamiento creador de una sociedad;
– valor de legado: las personas se benefician de la posibilidad de legar la cultura a generaciones futuras, aunque ellas mismas no hayan tomado parte en ningún acontecimiento artístico.
La confusión de subsumir bajo industrias culturales al cine y la publicidad se verifica en varios frentes; por ejemplo, así lo conceptualizan la Unesco y economistas como Richard Caves y David Throsby, y en Uruguay los trabajos de Luis Stolovich financiados por la Intendencia de Montevideo (La cultura es capital, Fin de Siglo, 2002). También se han prendido a esta confusión políticos profesionales que encuentran en la abultada facturación de la publicidad (se habla de una participación del 1% en el PBI), un fenómeno de atención y una manera de seducir a colegas y demás para asignar fondos y recursos al sector denominado por el tecnicismo audiovisual.
En relación con la institucionalidad pública, se aconseja que esta refleje las características propias de la publicidad, por un lado, y el cine, por otro. Claramente la asignación de fondos, exoneraciones de impuestos y recursos (locaciones, por ejemplo) son rubros que no pueden brindarse con iguales criterios.
Manuel Esmoris